Barbara Cook, ineludible tributo a una grande

Barbara Cook
Barbara Cook

No hay que conocer demasiado del musical americano para saber quien fue Barbara Cook. Quien la haya escuchado sólo una vez, no puede olvidarla. La rubia ingenua por excelencia de la melodía de Broadway no tenía el vozarrón de Ethel Merman ni el histrionismo de Angela Lansbury o el timbre inconfundible de una Judy Garland o Ella Fitzgerald; sin embargo, encarnó el “libro de la canción” por derecho propio en una dilatada carrera de seis décadas. Se habia mantenido activa hasta marzo pasado cuando su hijo fue el vocero en comunicar lacónicamente su retiro. El final estaba cerca, hoy recordarla es tan necesario como ineludible. 

Con esa misma ingenuidad enfrentó a Leonard Bernstein que buscaba una cantante capaz de abordar el aria de Cunegonde – literalmente plagada de agudos – para el estreno de su Candide. “Y qué mas me puede cantar?” “….La entrada de Madama Butterfly… si le parece”. Cook nunca había cantado ese crucial momento de la geisha con el terrible agudo  sostenido final, sólo con su maestra de canto. Se lanzó al ruedo y se ganó el papel. “Usted si que tiene arrojo” le dijo Lenny, en realidad le dijo algo menos ortodoxo. La rubia se había fogueado en Oklahoma y Carousel pero aquella aria de ópera – Glitter and be Gay – endiablada, inoportuna, inesperada bastaron para sellar el talento de la joven de Atlanta en el divino coqueteo zerbinettesco del compositor. Después vendrían The Gay Life, She Loves Me, The King and I, Show-Boat y no olvidar aquella bibliotecaria de The Music Man.

Llegó un sorpresivo ocaso, años de silencio, alcohol, depresión, desocupación y un regreso apoteótico como recitalista. Cook era ante todo, una soberana cantante, una voz privilegiada que como el buen vino, mejoró con los años. Sus conciertos en el Carlyle o el Regency se transformaron en parte del alma neoyorquina -además de apariciones en Carnegie Hall acompañada por grandes orquestas-  y le permitían zafar de sus problemas de peso y luchas personales. Extraordinaria intérprete de Stephen Sondheim en 1985 volvió en Follies acompañada de una pléyade de ilustres veteranas (Elaine Stricht, Licia Albanese y Carol Burnett entre otras), su canto seguía prístino, impecable, cristalino, con la inocencia de la música country, la garra del jazz, el rigor de la formación académica y una dulzura que jamás era empalagosa sacarina. Cook se robó el show. Basta escucharla en sus incomparables I am losing my Mind o In Buddy’s Eyes para comprobar una afinación, fiato, legato y pianisimo que hubieran puesto verde a la mismísima Montserrat Caballé. No en vano, en el 2006 fue la primera cantante no clásica protagonista de un concierto en el escenario del Metropolitan Opera, por primera vez en los cientoveintitrés años del teatro y a sus jóvenes setenta y siete.

Merecedora de todos los honores y premios en su país, en el 2011 fue destinataria de un Kennedy Honor rematado con un emocionante Make our Garden Grow, maravilloso, optimista y esperanzado final de Candide. Frente a los excelentes pero genéricos, homogeneizados cantantes actuales, Cook es un llamado de atención. Su voz no era un dechado de personalidad, su secreto era el cómo usarla, por eso es un referente ineludible. Harold Prince dijo que “Nadie pudo ni podrá cantar la canción Vanilla Ice Creamcomo ella”. Tenía razón. No sorprende entonces que en la mejor tradición del espectáculo esta artista de raza haya cerrado sus ojos para siempre después de haber disfrutado de un helado de vainilla. El temido crítico Rex Reed la definió “Si llego a ir al cielo y los ángeles no cantan como Barbara Cook, Dios se las tendrá que ver conmigo”. También tenía razón.

Sebastian Spreng