Dead Man Walking: el poder de lo visceral

Dead Man Walking: el poder de lo visceral
Dead Man Walking: el poder de lo visceral

Dead Man Walking de Jake Heggie, la nueva apuesta escénica del Teatro Real de Madrid en la presente temporada, es un ejemplo de producto operístico contemporáneo asociado a un público de masas, una suerte de ópera del pueblo, de obra lírica popular. Explota con bastante habilidad dramatúrgica un tema tan controvertido y tan poderosamente anclado en la reciente historia norteamericana como es la pena de muerte, tomando como base el relato novelado de la hermana Helen Prejean (firme defensora de la abolición de la pena capital) en el que narra su experiencia en primera persona al lado de un condenado a muerte acusado de asesinar a sangre fría a una joven pareja de adolescentes, y que la religiosa intenta ayudar sin éxito a conseguir el indulto, convirtiéndose finalmente en su consejera espiritual hasta el mismo momento en que le trasladan a la cámara de ejecución para suministrarle la inyección letal.

Inmediata fue la adaptación cinematográfica de la novela por Tim Robbins en 1995, con Susan Sarandon (que le valió al año siguiente un merecido premio Óscar a su magistral interpretación) y Sean Penn en los papeles protagónicos. Y es que, en este caso, la mediática repercusión del film sirvió de perfecto acicate para que el libretista Terence McNally negociase tras múltiples dudas y reservas con el compositor de canciones Jake Heggie, cuya fama de gran melodista era unánime, el tema de lo que iba a convertirse en una de las óperas americanas de nueva creación más taquilleras, viendo su estreno en el año 2000 en San Francisco, y cuyo éxito de público ha propiciado su reposición en más de 50 escenarios internacionales, con una aceptación que no ha dejado de acompañarla desde entonces.

Una obra lírica surgida al socaire de una historia contemporánea cuyo libreto, sintético, preciso y bien trabado, se vertebra a modo de escenas en las que la tensión nunca decae, y en las que asistimos a todo el proceso dramático de la peripecia vivida por la hermana Helen, desde la escabrosa recreación del asesinato en el prólogo, pasando por la llegada de la religiosa a la agobiante prisión estatal, la inútil defensa de la madre del reo en el tribunal de indultos, los profundos diálogos entre la hermana y el condenado, hasta la ejecución final, con unos silencios cargados de mensaje, de tensión emocional. Para este estreno en España, cada escena cobra vida propia en la ágil y flexible régie de Leonard Foglia proveniente de la Lyric Opera de Chicago, con la realista escenografía de Michael Mcgarty, la cual opta por la viveza de los colores, junto al imaginativo uso en la cambiante iluminación de Brian Nason y las orientativas proyecciones de Elaine J. McCarthy, utilizadas para describir el monólogo de la monja en su viaje por carretera hacia la penitenciaría.

Dead Man Walking
Dead Man Walking

Musicalmente, Dead Man Walking se desarrolla en un lenguaje que no abandona la tonalidad, sugerente, heterogéneo, con pretensiones eclécticas, una suerte de pastiche en su propia línea que bebe y utiliza recursos estilísticos del musical americano, el jazz, el blues, el soul y por encima de todo, del gospel o espiritual negro (como la canción a capella que entona la hermana Helen al principio y al final de la obra, determinante en la trama, y que otorga ese carácter cíclico y de redención a la ópera). Así, Jake Heggie acusa aquí influencias identificables de autores como Gershwin, Britten o Bernstein, destellando en toda la continuidad musical la estela marcada por Porgy and Bess, Peter Grimes o West Side Story. Aun así, la impresión general que provoca la obra es una tendencia en exceso hacia lo efectista o lo meramente epidérmico, deparando escasos momentos para las expansiones líricas y con la tensión creciente aplicada como máxima. Se recurre a soluciones reiterativas, explotando fórmulas incesantemente, bien a través de lo armónico o lo inarmónico, lo tonal o lo politonal, ya sea mediante ostinatos, células rítmicas o la creación de muy similares climas sonoros, lo cual constituye toda la base de su semántica musical. Una opción que, pese a todo, pasa todos los filtros y se evidencia como válida a la hora de convencer al público actual.

La ópera, que se prolonga a lo largo de dos extenuantes horas y media de música, debe sostenerse en un reparto sólido, que sepa conocer muy bien el terreno que pisa, para contribuir a mantener la atención del espectador en la acción del drama presenciado. Y tal circunstancia se consigue con creces con la presencia carismática, tanto en lo escénico como en lo vocal, de la sensacional Joyce DiDonato, impecable en medios y expresión. Su esfuerzo infatigable dando vida al personaje nuclear de la hermana Helen Prejean, a la que ha interpretado en las últimas puestas en escena de esta ópera, rebasa cualquier otra participación del largo reparto, brillando con luz propia. La mezzosoprano norteamericana con su ingente poder hipnótico y sus elevadas dotes teatrales hace completamente suyo el escenario (pues la ópera así se lo brinda) en cada frase que pronuncia o en cada movimiento que realiza, batiéndose el cobre en un agotador cuerpo a cuerpo con el rotundo Joseph De Rocher del barítono Michael Mayes, cuyo personaje reviste de un escalofriante desgarro, de una profundidad y una visceralidad vocal inquietantes. Las interpretaciones de ambos en los dúos muestran el proceso evolutivo y transformador del influjo de la hermana sobre el criminal en un emocional crescendo con poderosos clímax, son sólidamente convincentes y están imbuidas de una fuerte y sobrecogedora potencia, de una tensión creciente que no deja indiferente, y que llega a provocar la sentimentalidad más palpitante, la identificación más empática, hasta el desenlace fatal, donde antes que el veneno mortal ya ha actuado el poder redentor del perdón por encima de la venganza. Y de un tipo de amor sincero entre consejera espiritual y condenado.

Al lado de la estupenda pareja protagonista quedan aportaciones nada desdeñables en lo canoro como las de la soprano canadiense Measha Brueggergosman en la hermana Rose, cuyo timbre oscuro es el complemento ideal de DiDonato, con intervenciones plagadas de sinceridad, o la de Maria Zifchak, altamente emotiva como la madre del condenado. Intachable es también la nómina de cantantes españoles como Roger Padullés, Toni Marsol, María Hinojosa, Marta de Castro y un largo etcétera que, en conjunto, contribuyen a hacer verosímil la crudeza de esta historia de redención, como también lo consiguen la vigorosidad del Coro Titular del Teatro Real y la feliz nota de color de los Pequeños Cantores de la ORCAM. Todo se sostiene bajo la batuta de Mark Wigglesworth, que lleva con absoluto ritmo escénico la partitura de Jake Heggie, a la hora de trazar con habilidad una sólida secuencialidad músico-teatral, cargando las tintas y matizando lo que en cada momento le va exigiendo el escenario, en un perfecto ejercicio de coordinación.

Germán García Tomás