Que Don Giovanni es una obra maestra huelga decirlo, y que su genialidad nos permite encontrar siempre nuevos caminos para descubrir fascetas que parecen inagotables, también.
Por ello, entre otras razones, su programación en cualquier temporada es siempre esperada con ansia y un público receptivo y dispuesto colma las salas donde se presente tal como sucedió en el Teatro Colón de Buenos Aires.
Algunos nombres de campanillas de este Don Giovanni en el Teatro Colón de Buenos Aires como los de Erwin Schrott o María Bayo aportan también lo suyo… pero antes que nada la maravilla que Mozart creó con su música dando vida a estos personajes y a esta historia.
Emilio Sagi presentó en esta ocasión una puesta muy Sagi… es decir, plagada de elementos que son una marca de su estética: por citar sólo dos: La escena enmarcada como un cuadro y los telones que cruzan el escenario.
En el contexto de una escenografía – firmada por Daniel Bianco – un poco por demás uniforme y con poca belleza particularmente en algunas escenas, y un vestuario único para toda la velada; la atención se centró en los personajes y en sus personalidades. En este sentido el movimiento de época hacia los años 40 o 50 del siglo XX no ayudó a diferenciar las actitudes de los nobles de las del pueblo, descuidando esa faceta crítica de la obra y uniformando caracteres y actitudes más «democráticamente».
En general, y salvo esos detalles, la puesta fue bastante tradicional y sumó poca «recreación», lo cual no deja de ser tranquilizador en tiempos donde el «todo vale» parece imponerse en escena. Sagi supo ser cuidadoso de no forzar el texto y no contrariar la música salvo en pequeños detalles derivados de los cambios impuestos a la época o las limitaciones de la escenografía por los que el «acero» se transformaba en un revólver, se halagaban los ojos de una bella a pesar de que esta estaba vendada, se bailaba un minue haciendo trencito y otras cosillas por el estilo. Poco escándalo, es cierto, pero también poca novedad.
Tal vez lo más chocante de esta versión no haya sido eliminar la presencia de la estatua del Comendador reemplazándola por su voz interna y unos amenazantes ojos proyectados, sino la glotonería de Don Giovanni durante su última escena – ya descripta y de innecesario resalte- y el hecho de que el cuerpo de Don Giovanni permanezca en escena tras su muerte y ante unos personajes que se preguntan «¿Dónde está el impío?» y un Leoporello que responde «Aquí no lo encontrareis»… La propuesta de matrimonio de Don Ottavio queda un poco fuera de lugar, y más aún su brindis junto al cadáver con el vino y las copas del muerto. Para llegar al máximo del mal gusto cuando, durante el concertante final, todos los personajes arrojan despreciativa y vengativamente (?) sobre el cuerpo de Don Giovanni parte de la comida servida en la mesa con la que se regodean.
Por su parte, el vestuario firmado por Renata Schussheim y la iluminación de José Luis Fioruccio resultaron acordes con el planteo general.
Para esta nueva producción el Colón contó con dos elencos que se alternaron en las funciones. El primero ocupó la escena durante las de abono y el segundo en las dos extraordinarias.
Como Don Giovanni pudimos apreciar los méritos de Erwin Schrott, quien vuelve a nuestro Teatro precedido de su fama como un intérprete destacadísimo del Burlador de Sevilla. En escena impuso su propia visión del rol, destacando el descaro y la vanidad de un Don Juan que por momentos pareció más rioplatense que español. Desplegó una voz de un caudal estupendo y cantó las arias con soltura e intención. Bello timbre, basto fiato, estupenda proyección hicieron las delicias del auditorio que supo perdonarle unos recitativos poco cuidados y algunos excesos de divismo. Sedujo y se llevó su ovación.
Por su parte, Homero Pérez Miranda, prefirió hacer lucir sus méritos y no competir en terrenos en los que Schrott campea a sus anchas. Su Don Giovanni destacó la elegante seducción de este libertino que no olvida ser noble ni en su gesto ni en su canto. Lució buena línea, un grato juego de medias voces en pasajes inspirados como la serenata del protagonista y si su volumen no puede competir con su antecesor, su trabajo resultó convincente y comprometido con el arte.
Con Donna Anna, Paula Almerares no tuvo su mejor momento. Bella figura y convincente escena no lograron compensar un vibrato que afea su línea y los escollos de la parte la sometieron a una exigencia con la que luchó durante toda la velada. No creemos que hoy por hoy este sea un rol congenial con nuestra soprano, más allá de que se alcancen de una manera u otra las notas que reclama la parte.
Daniela Tabernig se mostró más cómoda y pudo darle a este bello rol brillo y lucimiento. Su voz corre segura y sabe matizarse según el instante dramático. Sus arias fueron bellas muestras de su talento. Enhorabuena!
María Bayo no pudo dar cuenta de sus valores con una Donna Elvira que la sobrepasó contundentemente. El difícil rol de basta tessitura se mostró cruel con una cantante que hemos aplaudido en otras ocasiones. Graves inaudibles y agudos tirantes fueron los resultantes de mantenerse dentro de un centro ajeno a su registro. Esperamos con ansia volverla a ver en roles más afines en los que pueda lucirse y seguir conquistándonos.
Mónica Ferracani cumplió la proeza de pasar de la Beatrix Cenci de Ginastera (con la que se inauguró la temporada del Colón) a esta Donna Elvira de Mozart en quince días y con unos resultados más que satisfactorios. El rol de medio carácter de esta despechada y amante mujer fue servido con una voz cuidada y solvente. Cantó limpias coloraturas, bellas frases y puso chispa e intención en el decir. Buen Trabajo!
El Leoporello de Simón Orfila estuvo muy bien servido tanto desde lo vocal como desde lo escénico. Cantado con clara dicción, buen fraseo, bello timbre y un caudal de consideración que sabe llenar la sala, hizo un muy lucido papel y supo congeniar con su descarado patrón… aunque el exceso de este y lo medido del sirviente por momentos pareció cambiar los caracteres.
Lucas Debevec Mayer cargó de buffonería a su Leoporello y su constante movimiento escénico resultó grata contraparte del más elegante Don de Pérez Miranda. Este sirviente se ganó en buena ley una de las más cerradas ovaciones con las que el «respetable» recompensó a los intérpretes. Si su voz no resulta todo lo pareja que desearíamos cantó, sin embargo, con intención fiel al texto y a la partitura.
El rol de Don Ottavio estuvo correctamente servido por Jonathan Boyd que supo lucir sus virtudes particularmente en sus dos exigentes arias. En Santiago Bürgi se desearía un caudal mayor para resaltar sus virtudes que son muchas. El Colón, con sus dimensiones gigantescas, es un desafío de temer.
Zerlina contó con dos bellas voces: la de la muy prometedora Jaquelina Livieri (bello timbre, buen caudal, cuidada línea y a la que sólo le pediríamos una pizca mayor de picardía para este rol) y la de la correcta Marisú Pavón a quien notamos un tanto nerviosa y contenida. En ambos casos, sin embargo, un buen trabajo.
Eficaces Mario De Salvo como Masetto y Emiliano Bulacios como el Comendador, mientras que unos escalones por debajo se mostraron Gustavo Feulien y Lucas Debevec Mayer en los mismos roles.
Buena labor la del Coro y la Orquesta Estable aunque la dirección del Mtro. Marc Piollet se mantuvo por demás fiel a las notas, sin explorar los detalles ni los matices que entraña esta partitura maestra.
En síntesis, con todo, un correcto Mozart. Un seductor que siempre nos seduce.
Prof. Christian Lauria