Achúcarro, piano en estado de gracia

El pianista Joaquín Achúcarro en Festival ASISA de Villaviciosa de Odón
El pianista Joaquín Achúcarro en Festival ASISA de Villaviciosa de Odón

Es un privilegio que los grandes maestros continúen dando auténticas lecciones de veteranía y buen hacer. Y eso es lo que precisamente vino a regalar Joaquín Achúcarro, el gran coloso del piano español, a todo aquel que acudió al concierto inaugural, concebido como homenaje a su figura, de la décima edición del Festival ASISA de Música de Cámara de Villaviciosa de Odón (Madrid), un consolidado certamen musical de verano liderado artísticamente con esfuerzo y tesón por el joven pianista Mario Prisuelos, vecino del municipio madrileño, que tras una década ha conseguido convertir ya en un referente local a nivel de calidad y diversidad artística. Aunque estaba inicialmente previsto que el concierto se celebrase al aire libre, en la Plaza del Peregrino del Coliseo de la Cultura, por causa de la lluvia tuvo que ser trasladado al recinto interno del Auditorio Teresa Berganza.

Uno no sale igual después de haber presenciado un recital del pianista bilbaíno. Achúcarro es capaz de crear un clima especial y único en el auditorio, una comunión casi espiritual entre audiencia y pianista que llega en ocasiones a rozar el éxtasis de lo místico. Algunos lo llaman pathos, lo epatante. En sus genuinas versiones exhibe un halo de intelectualidad que le lleva a conseguir la siempre buscada autenticidad de la música que interpreta. La música misma, desnuda, sin artificios ni veleidades. Es como el chamán que muestra a sus oyentes el misterio vedado e inaccesible que encierra cada obra en particular, mostrándola delante de sí en su naturaleza más pura y sencilla. Resulta increíble, pero a la venerable edad de 84 años, el maestro bilbaíno conserva cualidades insólitas, demostrando en todo momento su excelente forma física y una vitalidad desbordante que hacen extraer lo mejor de sí mismo ante el teclado. Un milagroso estado de gracia que aún hoy sigue catalogándole con justicia como uno de los mejores pianistas del mundo.

El programa recogió lo más granado de su arte interpretativo, que le convierte en un pianista singular, capaz de obtener un sonido propio y reconocible. Comenzó con un Chopin sereno, sin imprimir turbulencias a la Fantasía Impromptu Op. 66, haciendo cantabile el discurso y embelleciendo el fraseo con una diáfana línea melódica y esa dosificación tan suya del pedal, marca de la casa. Majestuosa, aunque algo percutida y apresurada (y hasta brusca en la pulsación) pudo parecer la Polonesa Heroica Op. 53, pero antes nos había dejado ya seducidos con la genialidad desplegada en la compleja y encantadora Barcarola Op. 60, a través de un minucioso y analítico discurso, digno de un completo artífice del piano.

Achúcarro es un gran maestro de fino instinto que va destinando paulatinamente sus mejores bazas a medida que avanza el concierto, y en sus siguientes incursiones al impresionismo francés es quizá donde alcanzó los niveles más elocuentes de su interpretación, ya que venían a continuación dos joyas de inspiración acuática. ¡Con qué delicadísima digitación, acariciando las teclas, tradujo el Clair de lune de la Suite Bergamasque debussyana! Evanescencia sonora a raudales. ¡Cómo respiraba la frase, fluyendo con libertad, y cómo eran colocados los silencios a placer! Porque con Achúcarro la música respira. Y va dosificando sus respiros y latidos. El omnipresente pedal. La nota se desvanece cual reflejo de la luna en la inmensidad de la noche evocada.

Con este clima, el camino quedaba allanado a conciencia para la siguiente pieza: “Ondine”, de Gaspard de la nuit, de Ravel, una de las más evocadoras obras pianísticas de todo el siglo XX, previa explicación de Achúcarro a los espectadores de la triste historia de la ondina de las aguas despreciada por el caballero. Resulta difícil describir el cúmulo de sensaciones que produjo esta modélica interpretación. El bilbaíno implantó una vez más, como él sabe hacer por medio de su inequívoca magia pianística, una atmósfera introspectiva, con una clarividencia narrativa ajena a las palabras, tan exclusiva del mundo onírico. Esta poesía sonora brotó con pasmosa naturalidad en un discurso cristalino, muy rico tímbricamente, con un virtuosismo siempre dosificado, inteligente y bien entendido, pues en Achúcarro éste nunca es gratuito ni autocomplaciente, sino que le sirve para ahondar en el contenido auténtico (y poético) de la obra, y con ello adentrar al auditorio en los múltiples matices y entresijos, misterios insondables en el lago burbujeante de arpegios y ostinatos, de la pieza raveliana.

Tras un pequeño despiste que llevó a Achúcarro a adelantarse en el programa, con un Puerto de la Suite Iberia de Albéniz preñado de riquezas armónicas y rítmicas, sonó con autoridad el demorado Rachmaninov en dos de sus preludios, el segundo de los cuales, el popularísimo en do sostenido menor de la Op. 3, desgranó brillantemente el maestro por medio de una intensidad creciente, regulada y gradual, brindando una interpretación tan severa como escalofriante. La vuelta al compositor gerundense llegó de la mano de El Albaicín, contrastado en tempo y volúmenes, articulado con claridad y sorteando los riesgos de sus enrevesadas líneas principales, sosteniendo el acompañamiento con pulso firme aunque sin las tendencias hedonistas y enfáticas de otras lecturas. Ante la ovación cerrada manifestada por el auditorio, Achúcarro volvió a asombrar con dos propinas, una de ellas su impecable versión del Nocturno para la mano izquierda de Scriabin, que el bilbaíno no podría interpretar con más finura y encanto poético. Con este recital, una vez más Joaquín Achúcarro dejó rendida a la audiencia, asombrada de la imbatibilidad de este gigante del piano español.

Germán García Tomás