Parsifal en Bayreuth: una cuestión de fe

Parsifal en Bayreuth
Parsifal en Bayreuth

Este “Parsifal” tenía la difícil tarea de sustituir una de las producciones del monumental ‘festival escénico sacro’ más elogiadas y mejor recibidas en Bayreuth en los últimos años (y con el que el “viejo zorro” Wolfgang Wagner se despidió del mundo), el del noruego Stefan Herheim, dirigido musicalmente, en uno de sus mejores trabajos, por Daniele Gatti, que a su vez sustituía al del prematuramente malogrado Christoph Schlingenschlief, transfigurado por la batuta de Pierre Boulez.

Esta producción, digámoslo de antemano, es bastante respetuosa con la tradición, aunque no todos los símbolos se entiendan ni estén muy claros. Y, si la anterior era una lúcida reflexión sobre la historia de Alemania y la posición de la misma familia Wagner, situando la trama en el propio Wahnfried, ésta gira en torno a los diferentes cultos espirituales, haciendo especial hincapié en la cuestión espiritual.

La acción transcurre en la actualidad en los territorios ocupados, un lugar muy militarizado, donde una especie de secta religiosa sigue celebrando sus rituales, un tanto anacrónicos, pero que causan cierto respeto entre los ocupantes. Como también lo hace Gurnemanz, su líder, una especie de imán con su chaqueta, su gorro de punto y sus gafas de pasta (impecablemente encarnado, en lo vocal y lo interpretativo, por el joven bajo alemán Georg Zeppenfeld, uno de los grandes puntales de esta producción). El tenor también germano Klaus Florian Vogt encarna muy bien con su voz aniñada y su candorosa presencia a ese “inocente loco” que se supone que es el héroe titular. En el dúo del segundo acto se hubiera deseado una voz con mayor cuerpo, si bien se crece en el dramático final del mismo, al igual que la mezzo rusa Elena Pankratova, una Kundry de poderosos medios, más rotunda que sensual en este enigmático y complejo papel. Está estupenda en su caracterización del acto III, como una especie de anciana refugiada de un país de la Europa del Este.

Siguiendo con el ceremonial, es el propio Amfortas -un musculado barítono norteamericano, Ryan McKinny- quien purifica a los miembros de su legión con su propia sangre, como un moderno Cristo, que, en el último acto, ya vestido de traje, busca refugio en el ataúd de su padre Titurel, bien defendido por otro excelente bajo alemán, Karl-Heinz Lehner. El reino de Klingsor (muy bien encarnado por el bajo-barítono Gerd Grochowski, que moriría repentinamente poco después) nos muestra a unas “muchachas-flor” que, bajo los negros burkas, se convierten en bellas odaliscas.

El acto III nos presenta a Gurnemanz y a Kundry ya envejecidos, pues han pasado muchos años. La maleza ha devorado el templo, pero Parsifal les devolverá a todos una nueva vida (incluido al compositor, cuya máscara mortuoria contemplamos durante el cortejo) tras la regeneradora y purificadora lluvia del Viernes Santo, que dará paso a las nuevas generaciones, llenas de esperanza.

En su tardía presentación en el “foso místico” de Bayreuth, el maestro Hartmut Haenchen, procedente de la escuela de la antigua RDA, ofrece una versión dramática y conocedora, muy acorde con la escena, demostrando su sólida experiencia wagneriana, adquirida sobre todo en la Ópera de Holanda.

Rafael Banús Irusta