Crítica de Don Carlo en el Teatro Colón de Buenos Aires

 

Crítica de Don Carlo en el Teatro Colón de Buenos Aires
Escena de Don Carlo en el Teatro Colón de Buenos Aires

Una versión de Don Carlo en el Teatro Colón que no supo hacerle justicia a la maravillosa obra verdiana demostrando una vez más que no es oro todo lo que reluce.

En una entrevista publicada en la revista “Cantabile” de Buenos Aires, Eugenio Zanetti, encargado de la puesta de este Don Carlo, dijo: “Trato de no olvidarme de que al público hay que entretenerlo. Suena muy elemental, suena muy old fashion…pero en teatro, esa es una verdad básica.”

Esta declaración de principios, que en general compartimos, requiere una salvedad: entretener está bien, la cuestión es determinar a qué recurrimos para entretener.

En su puesta del Don Carlo en el Teatro Colón, Zanetti apuntó al gran espectáculo, a un despliegue pretencioso, recargado de dorados, costosos vestuarios y grandes escenas de conjunto intentando impactar desde lo visual sobre el público desprevenido. Pero pasado el primer impacto, de su puesta quedaba muy poco más.

Más allá de inadecuaciones estéticas que parecían representar más una corte francesa que la austera corte de Felipe II; más allá de inadecuaciones protocolares como confundir pajes con bufones o inquisidores con disciplinantes de la Semana Santa; más allá de la combinación kitsch de elementos de época con otros de aspecto vintage; más allá de un exceso de citas de puestas de grandes maestros como Zeffirelli, la puesta de Zanetti careció de profundidad, evitó ahondar en la personalidad y la psicología de los protagonistas, movió las masas corales y de figurantes sin ninguna inventiva, y recurrió excesivamente a las proyecciones y al uso del disco giratorio de escenario como si con ello se descubriera la pólvora…

Lástima grande porque pocas obras como Don Carlo presentan tanto para explorar en su compleja concepción donde lo personal, lo político, lo social y lo religioso se entremezclan recreando la historia del siglo XVI a través de la mirada de un poeta romántico.

Las marcaciones actorales resultaron tan insustanciales que le restaron trascendencia a cada situación. Todo fue convencional, de brocha gorda y con el solo objeto de ganar el aplauso de un público que, como sabe poco y conoce menos, puede ser fácilmente cautivable.

El recurrir a la obsesión de Felipe con el cuadro «El jardín de las delicias», que Zanetti presenta como su gran descubrimiento, ya se había hecho en realidad en la recientes puestas de la misma obra en el Escorial. El presentar un ambiente en general abierto, vestido solo con columnas doradas, se contrapone con la idea de opresión que se percibe con la sola vista del Palacio Monasterio que ordenara construir el rey Felipe. El confundir la complejidad de las relaciones políticas y sociales, con su carga de doble moral, con una España en decadencia durante la época del reinado del hijo de Carlos V, resulta no solo arbitrario sino erróneo desde el punto de vista histórico.

La falta de claridad en la resolución de la ópera en la que no se termina de definir qué sucede con ninguno de los personajes es la culminación de una puesta que intentaremos olvidar prontamente.

Para esta versión del Don Carlo el Teatro Colón presentó dos elencos que se alternaron en las funciones programadas.

José Bros (que reemplazó a último momento al anunciado Ramón Vargas) es sin duda un gran artista con méritos más que sobrados. Sin embargo, Don Carlo no parece ser el rol que más se adecúe a sus medios que pueden lucirse con soltura en otro repertorio mientras que quedan expuestos al límite en éste. Desde luego obtuvo mejores resultados en los pasajes líricos que en los de mayor compromiso. Es indudable, sin embargo, que trabajó con entrega y ello fue recompensado por el público. Gustavo López Manzitti, en cambio, nos brindó un infante muy bien servido desde lo vocal aunque un tanto unidimensional en lo escénico; su voz corrió pareja a lo largo de todo el registro, fraseó con gusto y cosechó una merecida ovación.

Escena de Don Carlo en el Teatro Colón de Buenos Aires
Escena de Don Carlo en el Teatro Colón de Buenos Aires

Alexander Vinogradov compuso un grato Felipe II desde lo vocal, logrando su mejor momento en la escena del «Ella giammai m’amo». En tanto Lucas Debevec Mayer, a pesar de contar con una voz de interesante caudal, mostró un registro desparejo y recurrió en exceso a amaneramientos y trucos. Ambos artistas carecieron de una marcación que les permitiera indagar en la profundidad del alma del rey y transmitir su complejidad a los espectadores.

Fabián Veloz compuso un Marqués de Posa de fuste, tanto desde lo vocal como desde lo escénico. Indudablemente este artista se está consolidando como uno de los grandes barítonos verdianos del momento capaz de servir al autor con sobrados medios y pleno compromiso. La sala supo retribuirlo con cerradas ovaciones al final de la función. Por su parte Alejandro Meerapfel cantó con elegancia y buena línea la parte aunque el verdiano no sea su estilo más afin.

Tamar Iveri está muy lejos de lo que se requiere para ser una buena Isabel de Valois. Su interpretación desconoció la sutileza y su canto nunca bajó del forte. En lo escénico, una suma de convencionalismos. En tanto Haydée Dabusti cantó valerosamente el rol, creciendo de menor a mayor a lo largo de la velada y defendiendo su prestación con convicción.

Béatrice Uria Monzon nos decepcionó como la Princesa de Eboli. Su voz mostró un persistente vibrato, una emisión engolada y una limitación en el registro agudo. María Luján Mirabelli por su parte, cautivó con su composición de la Eboli, tanto desde lo musical, en la que demostró recursos sobrados para hacer justicia al estilo verdiano, como desde lo escénico. Es esta una artista que logra atrapar la atención del espectador con una personalidad magnética. Su versión del «O, don fatale» se llevó una de las ovaciones más grandes de la noche.

La performance de Alexei Tanovitski, como el gran Inquisidor, fue tan insuficiente que fue reemplazado, tras dos funciones, por Emiliano Bulacios con quien compartía el rol. Este supo crear un Inquisidor imponente, con excelente voz e impactante presencia.

Como el Monje, obtuvo mejores resultados Carlos Esquivel que Lucas Debevec Mayer.

El Tebaldo de Rocío Giordano fue un placer para escuchar y ver y otro tanto puede decirse de la voz del Cielo de Marisú Pavón.

Iván Maier y Darío Leoncini cumplieron una buena labor como el Conde de Lerma y el Heraldo, respectivamente.

El Coro Estable del Teatro, bajo la dirección de Miguel Martínez, desempeñó una meritoria labor.

La dirección musical de Ira Levin careció de sutilezas y de matices, empobreciendo una partitura que se cuenta entre las más bellas y complejas de Verdi. Es de lamentar la persistente tendencia de este director a obviar el piano y el pianissimo, homogeneizando sus lecturas en torno al forte, con lo que, a más de poner en apuros a los cantantes, resta belleza y trascendencia a la ejecución.

La velada nos dejó con la esperanza de que el Colón recupere el nivel de excelencia y de calidad necesarios para hacer justicia a una obra tan maravillosa. Para ello contamos con el talento de nuestros artistas. Falta tal vez criterio, inteligencia y saber en quienes conducen la nave.

Prof. Christian Lauria