Instrumental: Memorias de música, medicina y locura de James Rhodes

Instrumental: Memorias de música, medicina y locura de James Rhodes
Instrumental: Memorias de música, medicina y locura de James Rhodes

Tanto se ha escrito acerca de que la “ortodoxia” será siempre el obstáculo natural a la evolución y superación de las corrientes artísticas que lo extraño estas alturas sería que ningún aficionado a la música clásica se mostrase reticente a que un concertista de piano llamado James Rhodes, en el punto álgido de su carrera, acuda a España a interpretar a J. S. Bach -omnipresente en sus programas- en eventos como El Gijón Sound Festival o el Sónar barcelonés, éste último concebido “para tomar el pulso al panorama actual de las músicas electrónicas y sus interacciones e hibridaciones con la creación digital”. Mi esperanza es que nadie, por inercia, reniegue de este intérprete y de su premeditado desplante al espacio escénico tradicional sin haberse tomado antes la molestia de leer su autobiografía traducida por Ismael Attrache para la editorial catalana Blackie Books.    

Instrumental se ha convertido en un auténtico fenómeno literario, pero antes de que esto sucediera su autor debió afrontar una dura batalla legal contra su primera esposa que se oponía a que los contenidos del libro se hicieran públicos. Los jueces estimaron en su sentencia que dichos contenidos eran de manifiesto interés público y el texto pudo editarse en su integridad. Sólo fue necesario utilizar pseudónimos para salvaguardar la identidad de la demandante y la del hijo que ambos. El hecho de que no haya pasado desapercibido ante los principales medios de comunicación de nuestro país se debe, pues, al interés que suscita el enérgico trasfondo de denuncia que ya destacó en su momento la justicia británica. Cuando se publicó en España, yo mismo sucumbí a su omnipresencia en las redes sociales sin presentir entonces cuánto me ayudaría a tomar conciencia sobre el drama que había generado la polémica: James Rhodes revela en su libro cómo desde los seis años fue violado de forma continuada por un profesor de su colegio.

Cuando aún no había empezado a leer estas memorias me lamentaba de que las escasas noticias sobre maltrato infantil que se difunden en los medios fuesen víctimas colaterales de la gratuidad y la urgencia del sensacionalismo de algunas redacciones, pero jamás habría imaginado que tuviesen en realidad tan poca trascendencia a pesar de la gran labor de concienciación que ejercen las ONGs y los organismos públicos. Es desalentador, y también irónico, pero no puedo evitar pensar que son las artes quienes están aportando la visión más fidedigna -y trascendente- de esta lacra social. Dos ejemplos puntuales del pasado 2015 me conmovieron por su rigor y por el modo tan positivo en que han logrado calar en la opinión pública: la película chilena El club dirigida por Pablo Larraín (Oso de Plata en el pasado Festival Internacional de Cine de Berlín) y la autobiografía del pianista James Rhodes (traducida a quince idiomas) a la que he dedicado este artículo.

Las memorias de música, medicina y locura de este reconocido pianista británico surgieron como ejercicio de escritura terapéutica en respuesta a las múltiples secuelas físicas y psíquicas que padece su autor a consecuencia de aquel trauma. Esto no significa que los lectores vayan a darse de bruces con un tedioso caso práctico de las teorías de Benezon o Nordoff-Robbins. Nada que ver. James Rhodes elaboró su propia “musicoterapia” de forma intuitiva y es realmente conmovedora su capacidad innata para haber hecho de la música un elemento clave para sobreponerse a un largo infierno de drogas, prostitución y autolesiones (aunque se trate de ficción, me fue imposible no establecer vínculos con la novela La Pianista de la premio nobel austriaca Elfriede Jelinek, llevada al cine por Michael Haneke).

Las memorias de James Rhodes, es obvio, no son aptas para lectores aprensivos. Sin embargo, a pesar de la aspereza de determinados pasajes del libro, su lectura resulta adictiva gracias a su facilidad para transmitir un amor incondicional por los grandes compositores clásicos y sus obras atendiendo, algo inverosímil, a sus facetas menos amables.

Instrumental no está dividido en capítulos sino en obras universales de música clásica (las versiones concretas que propone el autor se pueden escuchar gratuitamente en una lista de reproducción linkeada en el libro). A cada una de ellas acompaña una escueta biografía del compositor, con quien Rhodes insinúa sentirse identificado al detectar en él atisbos de algunos de sus traumas personales. Referirse a sus vidas es un recurso inocente para ir narrando de forma paralela la suya propia. Por citar algún ejemplo, el Concierto para piano nº 2 que Shostakóvich compuso para su hijo le sirve de pretexto para hablar del amor incondicional que profesa por el suyo. Sobre esta sutiles interacciones, que atienden más a los estereotipos que a lo puramente documental, se articula un texto ágil, desprovisto de retóricas, pero extraordinariamente elocuente. No es casual que el pianista colabore con periódicos tan prestigiosos como The Guardian o The Telegraph.

El interés que puede suscitar un libro como Instrumental en los musicólogos es flagrante. Como fuente primaria de información es un pozo sin fondo. En la historia académica de la música, respecto a los grandes compositores, los intérpretes suelen quedar delegados a un tan discreto como injusto segundo plano. En los manuales sólo suelen citarse a los que se encargaron de estrenar esta o aquella obra, pero salvo contadas excepciones pocas veces se les reconoce el mérito de haber sido ellos quienes en la práctica han configurado, con mayor o menor fortuna, la “memoria colectiva” de las obras clásicas. Antes que por su sensibilidad interpretativa, en la actualidad a los intérpretes sólo se les reconoce por su virtuosismo, a veces estratosférico, o por su originalidad a la hora de rescatar del olvido un determinado repertorio. James Rhodes tal vez no reúna ninguna de estas virtudes, tampoco las necesita. Debemos reconocerle, sí, el haberse convertido en adalid de una causa que cada vez gana más adeptos. No recuerdo que ningún otro intérprete tan reconocido internacionalmente haya intentado concienciar al público de las corruptelas de su entorno profesional. Rhodes es lo que podríamos llamar un ‘sufragista musical’, un intérprete que aspira a superar el decadentismo de la música clásica rebelándose contra determinadas prácticas, algunas tan aberrantes como la de adulterar post mortem, siempre a beneficio de unos cuantos, las que fueron las voluntades expresas de los compositores para con sus obras. Un periodista y musicólogo de la talla de Norman Lebrecht, también británico, ya alertaba hace una década de la necesidad urgente de una renovación de las formas que purgase a la música clásica de su elitismo clasista para devolverla a un público que debería tener garantizado el acceso a ella sin distingos.

Cualquier lector de esta revista conoce sobradamente la liturgia de un concierto de piano. Pero, ¿cuántos conocemos en realidad el motor que genera un espectáculo?. Sin duda, muy pocos, porque es algo que no suscita en el público el más mínimo interés. Y sin duda lo tiene, porque de ese mundo infranqueable depende directamente lo satisfechos que nos encontremos después asistir a un concierto. El público por lo general desconoce la versatilidad a la que se presta la ejecución de cualquier obra clásica pianística porque ha habido personas dedicadas por entero a que entendamos lo contrario. Ese es el motivo por el que nos resignamos a asistir a decadentes conciertos decimonónicos en pleno siglo XXI. James Rhodes representaría, en este caso, el contrapunto al inmovilismo de estas costumbres.

Rhodes pertenece a esa nueva generación de intérpretes que interactúa a diario con sus fans en las redes sociales. En su país es un personaje muy popular, situado a años luz de esos otros concertistas tan reputados como hieráticos en “su” escenario. A diferencia de las grandes figuras que saludan, ejecutan, se inclinan y se van, este pianista iconoclasta habla abiertamente con el público antes y después de sentarse a tocar cada pieza. Leer Instrumental resulta fascinante porque nos permite conocer de primera mano la mentalidad de un pianista de fama mundial. No estamos acostumbrados a que ninguna de las grandes figuras de la interpretación, más allá de lo que podamos obtener de sus clases magistrales, compartan sus debilidades de un modo tan sincero como lo hace James Rhodes. Desde su veneración, casi mística, por J. S. Bach hasta su amor mundano por los Steinway & Sons, sin olvidarnos antes, por supuesto, de rendir pleitesía al ínclito Glenn Gould y a sus “héroes” Rajmaninov (lleva su nombre tatuado en cirílico en su antebrazo) y Grigory Sokolov que, casualmente, hace sólo unos días actuó en el Auditorio Nacional de Música de Madrid. La humildad de este pianista llega a tal extremo que nos da detalles de las dificultades técnicas a las que tuvo que enfrentarse y el modo concreto en que logró superarlas hasta llegar a convertirse en profesional bajo la tutela de su profesor italiano Edo. Llega a confesar incluso lo cómodo que se siente “en el vientre materno” de un estudio de grabación como le ocurría a su idolatrado Glenn Gould o su manía camuflada de “temperamento artístico” de olerse las manos mientras toca.

Cualquiera que en su vida la haya emprendido con la técnica pianística hallará en Instrumental infinidad de situaciones con las que sentirse identificado y que aniquilan la imagen preconcebida del “artista envuelto en su misteriosa genialidad” que la tradición tanto se han esforzado en implantar. Es precisamente ese espejismo, esa “desnaturalización del artista” la que el pianista británico señala culpable de que el público joven sienta las mismas ganas de ir a un concierto que al dentista. Pero para James Rhodes el problema de base no sólo radica en el poder que la élite -intérpretes incluidos- ejercen sobre un patrimonio que no les pertenece, acusa directamente a los grandes sellos discográficos de ser cómplices de la lastimosa labor de limpiar las salas de público que no esté a la altura intelectual del espectáculo, y no hablo en sentido figurado, sin plantearse siquiera el daño irreparable que causan a la cultura en general. Les recrimina no saber aprovechar el horizonte abierto por las nuevas generaciones de intérpretes que renuncian a actuar en cementerios de elefantes. James Rhodes también la emprende contra los grandes eventos creados para galardonar a los intérpretes. Tiene para todos. No le tiembla el pulso al afirmar, por ejemplo, que los Classic Brit Awards representan todo lo que falla en la industria de la música clásica. En 2012 escribió un suculento artículo sobre “lo monstruoso que eran esos galardones” recogido en el apéndice del libro.

Este artículo no podía terminar de ningún otro modo. James Rhodes venera la música de Johann Sebastian Bach. Shubert, Liszt, Brucker, Chopin…; Ashkenazy, Pollini, Zimerman…; ni uno sólo de la larga lista de compositores e intérpretes que transitan por sus memorias hace palidecer su amor incondicional por quien asegura que le salvó la vida. Desde que a los siete años escuchó por primera vez su Chaconne, Bach se convirtió en una constante en su vida. La que se augura larga y fructífera carrera de este pianista atípico no sería la misma sin las partituras de Bach sobre el atril de su piano.

Diógenes Granada