Giorgio Ronconi y Granada: entre el amor y el olvido

Giorgio Ronconi
Giorgio Ronconi

Terminaba el caluroso mes de agosto de 1852 cuando Giorgio Ronconi, unánimemente considerado «rey de los barítonos», llegó a Granada para realizar cinco funciones de ópera. El indescriptible entusiasmo que causó en los aficionados no tuvo parangón en la historia del teatro lírico de la ciudad. Aquí encontró el ilustre italiano una villa entregada a su arte, con el entusiasmo de ese irrepetible núcleo de intelectualidad que formaban los miembros de La Cuerda, sociedad lúdico-cultural que germinó como contrapartida burlesca al severo y viejo romanticismo. El carácter simpático, amable y chistoso del italiano ayudó sin duda. Vino el célebre cantante acompañado de Antonia Onrubia, una viuda malagueña de ojos negros y desbordante simpatía que había conocido en Madrid y que alivió las penas de su dolorosa separación sentimental. Onrubia acabó siendo su compañera inseparable hasta el fin de sus días. La grata impresión que al intérprete le causó la Granada hizo que se decidiera a comprar un carmen, el de Bellavista (hoy de Ronconi), en la cima del cerro de Mauror, cerca de la Alhambra, pensado como enclave ideal donde pasar sus temporadas de descanso.

Ronconi nació en 1812, en la bella Venecia. Su padre era cantante al servicio de la corte napoleónica. Fue el segundo de tres hermanos también cantantes de ópera: Felice y Sebastiano. Con tan solo diecinueve años debutó en el Teatro de Pavía en el estreno de la ópera de Bellini La straniera, a la que siguieron otros estrenos, sobre todo, de óperas de Donizetti, que el maestro de Bérgamo componía pensando en las características de su voz armoniosa y vibrante. En 1837 se casó en Nápoles con la soprano Elguerra Giannoni de dieciséis años, con la que tuvo una hija, su inseparable y querida Tonina. El 9 de marzo de 1842 participó de forma decisiva en el estreno en la Scala de Milán de Nabucco, de Verdi, una de las grandes obras maestras del repertorio operístico, que transcendió lo musical, ya que fue entendida por el pueblo italiano como canto contra dominio austríaco. A partir de ese año, el italiano inició un periplo por las principales ciudades europeas lleno de éxitos y agasajos: Londres, donde será muy querido y continuamente requerido por los aficionados, entre ellos la reina Victoria; Viena, en la que estrenó una de las últimas grandes creaciones de Donzietti Maria de Rohan, que se convirtió en su ópera predilecta; y París, donde dirigió el Teatro Italiano durante años. De febrero a noviembre de 1846 actúa por primera vez en España contratado por el Teatro Circo que dirigía el gran bajo granadino Francisco Salas, con el que muy pronto simpatizó y colaboró en las sesiones del Liceo. En 1850, cuando Salas es encargado de formar compañía para la inauguración del Teatro Real, conseguirá, después de arduas negociaciones en París, que Ronconi forme parte de elenco.

Al atardecer del 28 de agosto de 1852, el conductor de la diligencia que cubría la tortuosa e insegura ruta entre Málaga y Granada en tres días, con posada en Ronda y Loja, gritó: «¡Granada! ¡Granada!». Ronconi, su amante Antonia, la hija de ésta, Antonieta y el tenor Vareli, que le acompañó en su periplo andaluz, divisaron por primera vez las rojas torres de la Alhambra. Los cantantes se unieron a la compañía que dirigía Francisco Porcell y que había protagonizado la temporada operística durante la primavera y el verano. El público granadino presente en el abarrotado Teatro Principal dio muestras de «un fanatismo indescriptible y prorrumpió en verdaderos arrebatos de entusiasmo» ante la magistral interpretación que Ronconi hizo en el rol de Antonio de la ópera de Donizetti Linda de Chamounix. Las otras tres óperas que se llevaron al escenario, y que no hicieron más que acrecentar la admiración hacia el italiano, fueron, las inexcusables Nabucco, de Verdi, María de Rohan, de Donizetti y El barbero de Sevilla, de Rossini. Giorgio y Antonia se sienten felices en Granada y no dudan en prolongar su estancia en la ciudad a costa de unas actuaciones en Sevilla, que provocaron el disgusto de los sevillanos. Participó en las reuniones del citado grupo de La Cuerda, en las que congenia con el espíritu desenfadado que animaba a sus integrantes; se ocupó de causas en favor de los más necesitados, como la creación de un Asilo de Beneficencia para Mendigos, que él sufragó durante años. Todo esto le decide, como comentamos, al comprar el Carmen de Bellavista como residencia de descanso. El 18 de septiembre abandona Granada junto a sus acompañantes y el empresario, clarinetista y editor Antonio Romero que los acompañó a Málaga para embarcar en el vapor Elba, hacia Marsella primero, y San Petersburgo después. En Granada deja un recuerdo imborrable que puede verse reflejado en la Corona poética al eminente artista Ronconi, que escriben varios poetas de la ciudad, entre ellos una joven Enriqueta Lozano: «Oh, Ronconi! Si acaso otras naciones / ensalcen lo sublime de tu aliento / di que en Granada hallaste ovaciones / puras como el celeste firmamento…«.

Después de sus triunfos en la capital del imperio ruso, con Cruz de Santa Ana concedida por el zar Nicolás I incluida, y de su apoteósica presencia en el Covent Garden londinense, donde dio a conocer al público inglés la última creación del genio de Busseto, Rigoletto, regresa en el verano de 1853 a su ya rehabilitado carmen granadino. Junto a la fonda de San Francisco, que el litógrafo ruso Piotr Notbek tenía reservada solo para él, y la casa del nº 16 de la calle Recogidas, residencia del músico Mariano Vázquez y su hermano, el pintor José, el Carmen de Ronconi se convierte en centro de las reuniones de La Cuerda. Allí se sucederán anécdotas de lo más variopintas, como el fandango que se marcó el príncipe Adalberto de Baviera con el músico Ramón Entrala, con acompañamiento a la guitarra de Rodríguez Murciano (hijo del célebre guitarrista flamenco del mismo nombre) y la alborotada Cuerda dando palmas; y allí se hospedaron amigos de Ronconi como el gran tenor Enrico Tamberlick o el mismísimo Giuseppe Verdi y su esposa Giuseppina Strepponi. Durante estos años no dejó Ronconi de cantar en las temporadas líricas de los grandes teatros europeos y americanos. En 1854, después de su estancia en Londres, donde le acompañó el prometedor músico granadino, Mariano Vázquez, saltó el Atlántico por primera vez para cantar en Nueva York, Filadelfia y La Habana. En todos estos teatros cantó de bis La espumita de sal, canción a él dedicada por su amigo granadino Antonio de la Cruz. Su vuelta a Granada en 1855 coincidió con una epidemia de cólera que causó estragos en la ciudad. Ronconi organizó funciones caritativas y se desvivió por las víctimas desde su cargo de vocal de la Junta Municipal de Beneficencia. Por sus servicios prestados durante la epidemia, la reina Isabel II le nombró profesor honorífico del Conservatorio de Madrid y le concedió la Cruz de Isabel la Católica. Para entonces casi todos los componentes de La Cuerda habían abandonado la ciudad por cuestiones políticas, asentándose en Madrid, donde prosiguieron sus actividades en la denominada Colonia Granadina. Uno de sus devotos, Pedro Antonio de Alarcón mencionará con orgullo la visita que con Ronconi hizo en París a Rossini, invitados a una de sus célebres soirées, y es que desde sus comienzos mantuvo una estrecha amistad con el Cisne de Pésaro, eminente gastrónomo, que solía encargarle a su amigo jamones de Trevélez y cuando estos se terminaban le escribía espetándole: «Ya no quedan violines e l’orchestra no sonna», y Ronconi le enviaba una nueva remesa. Por su «sentimiento, arte y dignidad», es el gran deseado en el Teatro Real de Madrid, donde desde que aparece en febrero de 1856 «la multitud se agolpa a la reja del despacho de billetes, los palcos atestados de gente, las butacas y galerías sin poder contener a todos lo que querían sitio…». Mientras pasea sus triunfos por los grandes coliseos operísticos, algunos amigos de los que se quedaron en Granada fueron confiados para llevar a cabo sus acciones caritativas, entre ellas, las de repartir pan cada lunes a los pobres o vestir a mendigos del asilo. Y cuando las tragedias coincidían durante su estancia, él mismo organizaba los actos benéficos, como en el devastador incendio de Puerta Real a finales de 1856, cuando sus acciones de ayuda a los afectados hicieron manifestar a la prensa: «Dichosos los granadinos que tenemos a Ronconi siempre grande y magnífico»; o su desvelo para cubrir las necesidades perentorias de las familias cuyos hijos fueron llamados a filas en la Guerra de África, «con un sentido patriótico que ya quisieran muchos hijos de esta tierra». «Tú, Ronconi, la piedad granadina estimulaste / y el bien y la virtud has hecho / ¡Dónde habrá lengua que a tu elogio baste?…«, escribe el poeta José Salvador de Salvador.

Su más conocida muestra de altruismo fue, sin embargo, la creación en 1860 de la Escuela de Canto y Declamación de Isabel II (la misma reina en su visita a Granada la magnificó, de ahí su nombre), en la que invirtió mucho tiempo, dinero e ilusiones. Descartó la jugosa oferta que se le hizo desde Barcelona para realizar el proyecto allí, y así, contra viento y marea, la Escuela se puso en marcha y ya en 1862 sus alumnos, venidos de toda España, tuvieron ocasión de demostrar sus avances. En la Escuela colaboraron cantantes célebres, como la soprano norteamericana Elena Kenneth, y algunos profesores granadinos, en especial Bernabé Ruiz de Henares, ocupado de la subdirección y los pianistas Miguel Rivero y Antonio Segura. Pero como en la ciudad no había gozo que demasiado durara, conflictos empresariales y el desdén de la clase dirigente dieron al traste con la magnífica iniciativa. El 14 de febrero de 1864 Ronconi escribe un duro manifiesto que titula Cuatro palabras al público de Granada sobre la historia y disolución de la Escuela de Canto y Declamación Isabel II. Será el final de este intenso pero finalmente desaprovechado poema de amor entre Ronconi y Granada. El fracaso de la Escuela, unido al robo y quiebra del Monte Piedad, en donde tenía depositados todos sus ahorros, hace que tenga que vender su valiosísimo archivo particular, su Carmen y marcharse con pena de la ciudad que amó.

Para paliar su estado económico intensifica sus giras por varias ciudades españolas, italianas, Bruselas y París, para finalmente tomar la decisión de establecerse en Nueva York contratado por la compañía de Meretzek. En la ciudad americana, que después de la Guerra Civil se hallaba en plena fase de desarrollo, siguió dando muestras de su espíritu benefactor. Participó en la creación del Teatro de la Academia y de un Conservatorio. Desgraciadamente, cuando las cosas parecían ir bien, fue víctima de un desalmado empresario italiano que se casó con su hija Tonina, y no tardó en comprometer sus intereses. Su hija murió en 1868 -desde Madrid, Antonio de la Cruz le dedica la canción: Lacrime d’un padre-, y Giorgio, Antonia y una nieta, después de cinco tortuosos años en Nueva York, deciden regresar a Madrid, rehusando una cuantiosa oferta recibida desde San Petersburgo. Contratado de nuevo por el regio coliseo, cuya orquesta dirigía su amigo Mariano Vázquez, tan solo realiza una función, pues en su voz eran ya evidentes las fracturas de tantos disgustos. Decide dedicarse a la enseñanza y se le nombra profesor de la Escuela Nacional de Canto y Declamación, gracias a la mediación de la Sociedad de Escritores y Artistas, tarea a la que dedicará los quince años que le quedaban de vida. No obstante siguió acumulando desgracias, como cuando recibió una carta de La Habana que anunciaba la muerte de su hermano Sebastiano y en la que la viuda y sus hijas le suplicaban auxilio. La respuesta fue el envío de 16000 duros (casi todos sus ahorros). El problema fue que en 1885 pudo comprobar que se trató de un engaño, pues por Madrid apareció Sebastiano vivito y coleando para actuar como tenor bufo en el Teatro de la Zarzuela. Su esposa Elguerra, abandonada y en la mísera, con el apellido Ronconi recuperado, también apareció por Madrid para dar clases de música y pedirle perdón y ayuda… Murió la infausta en el Hospital de los Italianos en 1881, en la más absoluta pobreza.

En 1883 le sobrevino una parálisis que lo dejó inmóvil, pero que no afectó a sus facultades mentales, por lo que siguió dando clases hasta el último día de su vida. Según contó su viejo amigo granadino, Manuel del Palacio, cuando el 3 de enero de 1890 escucha desde su cochambroso cuarto de la calle del Reloj nº 14, donde vivía con Antonia y su nieta, los fúnebres acordes por la muerte de Julián Gayarre, le susurró: «Julián muere en el apogeo de sus facultades, y yo en la pobreza y el olvido». Tres días después, exhaló su último suspiro y sus restos fueron conducidos al cementerio de San Justo, ocupándose de su entierro la Sociedad de Actores y Artistas. Su majestad, la anciana Isabel II, cuando desde Francia se enteró del desamparo en que habían quedado la viuda y la nieta del finado, envío «un importante donativo, probando así que no ha olvidado al artista generoso y súbdito leal que tantas pruebas de adhesión le dio durante su estancia en Granada» (La Correspondencia de Madrid, 15 de marzo de 1890).

Jose Miguel Barberá Soler