El libreto sobre la pieza teatral de Antonio García Gutiérrez constituye una nervadura argumental más compleja de lo habitual, donde el corsario plebeyo Simon Boccanegra centra y concilia las tensiones políticas entre el pueblo y los patricios, además de entre los gibelinos y los güelfos que él mismo ha contribuido a derrotar pero aguardan a escondidas su momento.
Las intrigas dramáticas, amorosas y conspiratorias de los personajes se ubican así en una tesitura global ominosa que Verdi pinta con una paleta vocal acorde: dos barítonos, Simon y su hombre de confianza Albani, un bajo, Fiesco y los tonos más luminosos de una soprano y un tenor como los jóvenes enamorados Amelia y Adorno.
El Simon Boccanegra del Liceu contiene varios momentos operísticos de una concentradísima tensión dramática sobre Simon, el primero al final del prólogo, cuando paralizado al conocer la muerte de su amada María, amanece y entra el pueblo para aclamarlo como nuevo dux. La producción que nos presenta el Liceu une en esta escena al coro, la coreografía y la dirección en un inteligente montaje: el pueblo aúpa a hombros a su triunfante corsario sin saber que es un hombre hundido, cuya rigidez evoca, sobre la marejada de cabezas, la vertical de un mástil que se abandona a la corriente que lo lleva fuera de escena. De este modo, el prólogo se remata así como un cuerpo simétrico, que cierra con la misma imagen marítima que en la obertura desarrolla la orquesta.
El Simon Boccanegra acertadamente ausente en este instante, parece sin embargo constituir la psicología de la interpretación del personaje de Giovanni Meoni, que aunque musicalmente irreprochable, dramáticamente desarrolla un Simon más bien frío, contenido, distante, que dista asimismo de los momentos más arrebatados de su texto. Esta actitud merma su presencia en los duetos con personajes más secundarios pero que enriquecen su voz con una gran carga dramática y gestual. Sirva de ejemplo el primer encuentro entre el Fiesco de Vitalij Kowaljow y Simon, cuando el repudio y los reproches del primero toman la forma de un despido aplastante alargando la caída de un «Addio» que sigue resonando en nuestras cabezas aun cuando la acción de Simon discurre hacia otro lugar.
Hay que destacar al inicio del acto primero una hermosa solución que vincula escenografía, iluminación, texto, música e interpretación. La escenografía construye aquí un contexto formado por dos paños laterales y un techo de vidrio que percibimos cuarteado por una retícula de juntas que continúan en la solería. En la trasera un plano opaco, y una iluminación atmosférica que hace del vidrio un espejo. Aparece Amelia Grimaldi con un vestido propio de su noble apellido. Esa realidad nobiliaria que el mundo percibe la envuelve como un caleidoscopio obsesionante cuando comienza el aria «Come inquest’ora bruna», donde una Barbara Frittoli apasionada aunque sin ardides vocales, va confesando la sombra de su humilde cuna, mientras un foco recoge su figura desde abajo y la refleja en el techo para devolver finalmente la silueta de Amelia recortada bocabajo sobre el fondo. Esta sombra proyectada del revés es análoga al texto que la voz proyecta sobre el público, la confesión de una realidad invertida y opuesta a lo que el mundo insiste en ver una y otra vez como reflejos del mismo espejo. La silueta en sombra se apaga cuando la confesión se silencia y quedan sus bellos reflejos para recibir a su enamorado. Más adelante, en el dueto de Amelia con Simon, dejamos de ver el efecto especular para darnos cuenta de que el espejo está en el diálogo donde ellos se van viendo el uno reflejado en el otro hasta reconocerse como padre e hija.
Carl Fillion ha concebido la escenografía como un ingenio mecánico, una caja escénica dentro de la propia caja escénica del Liceu, colocada detrás del proscenio, que evoluciona en los interludios instrumentales abatiendo sus partes, izándose, hundiéndose y encajándose con telones u otras partes móviles. Su versatilidad compositiva es diversa y sorprendente y su sinergia narrativa con la iluminación es capaz de armar momentos complejos como el anterior u otros más convencionales basados en la proyección como ciclorama.
Mientras la orquesta, dirigida quizá con demasiada discreción por Massimo Zanetti, nos conduce al siguiente acto, la caja escénica se eleva, se repliega y se acopla con nuevas partes, termina la música y estamos en el Consejo genovés.
En esta escena se arremolinan los odios en dos vórtices, los viejos odios políticos entre genoveses y venecianos, patricios y plebeyos, güelfos y gibelinos de una parte, y de otra los nuevos odios provocados por el secuestro de Amelia a órdenes de Albani y su liberación a cargo de su amado, que ha asesinado a un noble para conseguirlo y se ve por ello encarcelado. También es la escena donde Simon extiende una mayor influencia en toda la obra, capaz de navegar y apaciguar esos remolinos. Finalmente delega en el propio Paolo Albani la tarea de maldecir y encontrar al responsable del secuestro. Éste, que Ángel Ódena interpreta vocal y teatralmente con maestría a lo largo de toda la obra, se ve ahora acorralado, maldice al pertrechador con un memorable «Sia maledetto… Orror!», y se prepara para desplegar en el siguiente acto su influencia y su espacio a costa de contraer el de Simon y hacerlo, como buen político, desde un segundo plano.
Tras el entreacto, los paños laterales se nos presentan a modo de bambalina, dos en diagonal a cada lado, de modo que las habitaciones del dux están provistas de los mismos recovecos que este momento de la historia. Por vez primera aparecen un mueble y un objeto que permanecen en el eje escénico como unos ominosos convidados de piedra. Aquí se juega el complot de Albani, el honor de Fiesco, la devoción de Amelia, la rectitud de Simon y aquí surge un protagonismo insospechado del Gabriele Adorno encarnado impecablemente por Fabio Sartori, que oportunamente brindó un magnífico e imponente solo «O inferno!», que el público del Liceu no pudo sino rematar con una aplaudidísima ovación.
Félix de la Fuente
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