La sonambula. Bellini. N.Y.

sonambula-N.Y.1 Diana Damrau y Javier Camarena en La Sonnambula de Bellini. Metropolitan Opera House de Nueva York.
 La propuesta de “La Sonnambula” en el Metropolitan Opera House deja un sabor agridulce al espectador, no por la calidad de sus ovacionados cantantes, sino por su errónea manera de entender la escena. Uno debe saber cómo alejarse adecuadamente de la senda marcada por el compositor de una obra, sin perder el sentido de la obra en sí. Pero esto,como dejo entreve

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Diana Damrau defiende con honores su papel de Amina y la crítica americana se ha hecho eco de ello. Es una lástima que sus adornos vocales resulten un poco metálicos y encorsetados, aunque no decepciona en el clímax de su intervención, con el aria “Ah! non credea…”. Sus dotes escénicas son admirables y se atreve incluso a unirse al cuerpo de baile en la escena final, piruetas incluidas.

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Javier Camarena, quien está haciendo una excelente temporada en el Met, se añade a la hornada de buenos tenores mexicanos especializados en el repertorio italiano. No en vano, el pasado viernes 25 de abril hizo historia, al convertirse en uno de los únicos tres tenores que ha logrado hacer un bis en este recinto operístico (Pavarotti y Flórez fueron los otros). Ocurrió durante la representación de “la Cenerentola” de Rossini, cuyo rol de Don Ramiro comparte con Juan Diego Flórez. Camarena cuenta con una voz melosa en las frases largas, pero un poco brusca en las constantes agilidades presentadas en la partitura. Ataca con facilidad pasmosa los agudos, lo que demuestra en el aria “Ah, perquè non posso odiarti”.

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La batuta de Marco Armiliato no pudo sostener a un coro un poco salvaje y descoordinado en sus intervenciones y se vio obligado a marcar exageradamente los tempos de determinadas arias, a fin de acompasar adecuadamente a orquesta y cantantes. La escenografía pretende recrear una obra de teatro dentro de la misma obra con, a mi parecer, fallido resultado. La idea de olvidar los bucólicos paisajes suizos para situar la acción en un piso del neoyorquino barrio de TriBeca podría ser válida, si no se condimentara con una sobria escena final sin ningún tipo de decorado. El espectador se encuentra fuera de contexto, y los detalles con sello yanqui no resultan para nada certeros en una ópera del Romanticismo Italiano. Cabría preguntarse, además, si el responsable de vestuario se encontraba aquel día en el teatro y si no se olvidó la llave que daba acceso al cuarto de los disfraces.

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Algunos puntos de lucidez escénica aparecen en la originalidad de presentar el aumento de tensión del final del primer acto, con la participación del coro y sus malabares de sábanas. También, los juegos de iluminación en el alba y la madrugada sobre esos grandes ventanales que adivinan edificios típicamente neoyorquinos detrás y las apariciones entre los pasillos de la platea de la Amina sonámbula.

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Personalmente, uno espera que la magia que esconde este género lo transporte a una dimensión desconocida e inusual de su vida corriente y no a un hipotético segundo ensayo de escena. Por suerte, las voces de Damrau y Camarena consiguen llevarnos mentalmente a ese pueblo suizo de ensueño donde Bellini pasara un período de convalecencia, y que diera pie a la creación de esta ópera.

 

Isabel Negrín López