El Reloj de Lucerna: dando la hora 100 años después

El Reloj de Lucerna
El Reloj de Lucerna

Qué rico cuando vas a un evento cultural y te quedas pensando y disfrutando horas y horas después de haber asistido. Es lo que me ha pasado con «El reloj de Lucerna», ópera de Pedro Miguel Marqués (Palma 1845, Madrid 1918) rescatada del olvido a través de la edición crítica de Saúl Aguado de Aza para el Instituto Complutense de Ciencias Musicales. Qué delicia de elenco, nivelazo en todas las voces, un grupo solista casi completamente «fet a Mallorca» y de exportación! Bravo José María Moreno, que dio vida a una partitura desconocida, llevando firmemente las riendas con esa intensidad que es su sello personal. Todo fluyó con naturalidad, como si la conocieran de siempre.

La partitura es una muestra de oficio, pero es más que eso, está llena de gracia y belleza, y de dificultades, como se encargaron de demostrar los violines en la obertura. Nos quedan momentos inolvidables como el trío femenino o el aria de Matilde, la madre que sufre y es capaz de todo. Las intervenciones del estupendo Gastón, el tenor cómico, recordaban al Tiburón del «Anillo de Hierro», otra obra, más conocida, del compositor mallorquín. El coro imponente, especialmente tenores y bajos, a quienes Marqués dedicó estupendos momentos. La estupenda dicción de todos duplicó el placer de escuchar cantar en castellano, gran trabajo de Pere Víctor Rado Bauzà, director del coro. Pablo López fue un malo que de verdad daba miedo y Tomeu Bibiloni, estupendo como siempre, nos presentó un personaje noble, noblemente interpretado.

De la escena, me gustó la idea de colocar la orquesta en el escenario, formando parte del elemento visual, especialmente porque dio al público la oportunidad de estar inusualmente cerca de solistas y coro. En cambio, no me gustó ni un poquito la bañera. Cuando un recurso escénico roba toda la atención del espectador, que ya ni escucha la música, ni pone atención al solista, sobra. Maia Planas merece una estatua, encuentro que la exigencia rayaba el maltrato. Gratuito todo, desde desvestirse, meterse en la bañera (no podía dejar de pensar en el agua fría), hasta cortarse las venas y salir cantando del agua medio minuto después como si nada. Y estuvo soberbia, tanto vocalmente como defendiendo aquello, tremenda profesional. No entendí exactamente qué pasó al final de la obra, después de la espectacular entrada del coro desde los palcos, no se logró el clímax esperado. Es que una ópera es un universo de detalles, siempre llena de riesgos, con una apuesta en cada función donde todos los artistas se la juegan. Aquí saltaban, subían y bajaban escaleras (excesivamente, pero vale), y cantaban y cantaban como debe ser, con total entrega. Fue una función verdaderamente memorable, y con una indiscutible «Reina de la noche», Marga Cloquell, extraordinaria. Nace una estrella.

Irina Capriles