Una Carmen en la frontera en el Teatro Real

El barítono Kyle Ketelsen en Escamillo
El barítono Kyle Ketelsen en Escamillo

Acercarse escénicamente a una ópera como Carmen de Bizet podría suponer volver sobre los estereotipos y tópicos culturales que han configurado de forma sistemática la idea de la nación española y resultaría tentador recurrir una y otra vez al pintoresquismo folclórico y tergiversado naturalismo de carácter exótico que, al socaire de la novela homónima de Prosper Mérimée, diseñaron el compositor francés Georges Bizet y su pareja de libretistas, Henri Meilhac y Ludovic Halévy, convirtiendo a la España de 1875 en un producto idealizado y más fruto de la fantasía artística que del más puro realismo social. En el afán por reactualizar la imagen de la gitana sevillana, y en la tendencia a reconstruir la ambientación en la cual habita el personaje, proliferan en nuestros días nuevas lecturas teatrales sobre el mito de la femme fatale.

En ese contexto surgió hace 18 años la Carmen de Calixto Bieito. Una producción que recupera el Teatro Real de Madrid y que desde su estreno en el Festival de Peralada en 1999 se ha lanzado a la conquista de los principales teatros de ópera del mundo. No es fácil definir claramente la clave del éxito de esta propuesta posmoderna, vanguardista en definitiva. Y es que la dramaturgia que plantea Bieito posee un extraño poder de fascinación que, al margen de los excesos y provocaciones a los que acostumbra la vena polémica de este director de escena, le ha llevado a captar toda la esencia y quedarse con la sustancia de la obra lírica más representada de Bizet, al margen de lo que pueda o no gustar su propuesta para el espectador medio. Lo ha hecho además sin renunciar a la representación icónica de España, pues recurre a ella dotándola de nuevos prismas simbólicos y entidades semánticas.

Nos hallamos ante una Carmen fronteriza, en la que impera el clima sórdido de marginación y prostitución de los estratos más bajos de la sociedad, y en la que se vive al límite, con la supervivencia y la finitud bordeando los mismos márgenes de esa frontera. La relocalización lleva a situar la acción en una tórrida y sofocante Ceuta, en la década de los años 70 (entre el final del franquismo y el comienzo de la democracia), destinando para el primer acto una unidad militar, no de soldados franceses, sino de legionarios españoles sometidos a un estricto entrenamiento y que, en su expansión ociosa, muestran su virilidad dando rienda suelta a sus instintos más libidinosos y lascivos a la vista de las cigarreras, como depredadores a la caza de su presa sexual. Y es que la sexualidad, una constante en todas las óperas que rediseña Bieito, es un elemento que aquí, al menos en el plano femenino, se entiende como más provocativo e incitador que abiertamente explícito, al margen de las pulsiones sexuales masculinas. De la cabina telefónica del campamento militar emergerá Carmen, ese animal sin ley ni moral deseado por todos los soldados, pero que pone sus ojos en uno de ellos, Don José, hipotecando así a él su destino vital, circunstancia que conocerá cuando lea las cartas, y que Bieito revestirá de un especial patetismo.

No han ignorado tanto el regista burgalés como la dirección artística del Teatro Real la situación política que está viviendo nuestro país. El recurso a la bandera española, el elemento más polémico y controvertido en anteriores representaciones de esta producción por haberse arrogado la innecesaria y gratuita facultad de herir sensibilidades, -atreviéndose a rebasar la delgada línea roja que separa las aceptadas convenciones teatrales de lo que supone el agravio a los símbolos de identificación nacional-, se opta aquí por mitigar, limitándose a ser izada en el mástil central del escenario y empleándose como mero elemento decorativo en un arbolillo pseudonavideño con luces, evitando así que su utilización sea malentendida y corra el riesgo de suscitar segundos significados, con su consecuente escándalo.

En ese minimalismo estético del escenógrafo Alfons Flores, -que disecciona el imaginario popular vinculado a esta ópera universal-, el toro de Osborne, imagen icónica donde las haya del paisaje español de carretera –y reflejo por otro lado de esa libido masculina de macho ibérico-, domina el escenario del acto III, como una gran bestia negra testigo de la frenética actividad de contrabando que emerge de la caravana de viejos coches Mercedes que invade la escena. Y es testigo silencioso de esa pasión desatada de Don José por Carmen, enfrentándose al arrogante maletilla Escamillo por encima de los propios vehículos, cual cadena montañosa.

Desmantelada la imagen icónica de España, la cuadrilla del acto IV, siempre tan afanosa de llevar a escena, se evita con una gran cuerda que separa del foso a la multitud de espectadores que profieren aullidos, ávidos de espectáculo consumista en su ocio de sol y playa. Y otro hallazgo escénico, por su profunda carga simbólica, es el dúo final, donde Carmen y Don José luchan cuerpo a cuerpo dentro de un gran ruedo delimitado por tiza blanca, que supone la trágica culminación de una corrida de toros plenamente humana, en la que tras dar muerte a la gitana, la brutalidad animal del soldado desertor arrastra su cadáver fuera del coso como si estuviera listo para ser despellejado. Carmen sigue siendo dueña de su propio destino y busca la libertad sin sujeción a ley alguna, pero no es aquí tanto la causante de sus decisiones y caprichos amorosos, sino mártir de la posesión, víctima del impulso incontrolado de su celoso ex amante, mostrándose en su íntima y cruda esencia un auténtico cuadro de violencia doméstica.

La soprano Eleonora Buratto en Micaela
La soprano Eleonora Buratto en Micaela

En esta Carmen de partes habladas recortadas al máximo y algunos mínimos compases musicales extraviados, no resultó equilibrado el elenco presenciado por quien esto escribe, que combinó cantantes del primer y tercer reparto. La muy convincente Carmen de la mezzosoprano Gaëlle Arquez destaca por su sensualidad y descaro en escena, y se ve plenamente favorecida por su adecuación física al personaje. La cantante, de timbre atractivo aunque algo escasa de registro grave y robustez vocal, muestra una dicción excelente que evidencia sus orígenes galos, pero no arriesga demasiado en el plano expresivo, echándose en falta por ello que saque a relucir el ingente potencial canoro de la mujer fatal y ahonde más en la garra y el poso dramático en instantes como el aria de la carta.

Frente a la competencia de la francesa, no se puede decir lo mismo del tenor que dio vida a un desvaído y poco convincente Don José, cuya siempre complicada tesitura hizo sufrir lo indecible a Leonardo Caimi, nada identificado con su personaje. El italiano comenzó regular y no terminó demasiado bien, con continuos problemas en la zona de paso y una voz descolocada, muy propensa a la desafinación en el registro superior, y que en los dos últimos actos hacía presagiar en cualquier instante el peligro de quiebre vocal, algo que afortunadamente no sucedió. Perdió la oportunidad de aportar un variado fraseo a su bella parte, ofreciendo una deslucida aria de la flor, plana e inexpresiva en línea canora.

La lectura del personaje de Micaela en esta producción está ligeramente modificada. No estamos ante una cándida e inocente muchacha de provincias, sino ante una valiente mujer de estética hippie que se arriesga por Don José y que es capaz de adentrarse con aplomo y seguridad en sí misma en los más oscuros suburbios que pueblan los bandidos. Quizá en ello tuvo que ver mucho la exagerada pose vocal de la soprano Eleonora Buratto, cuya voz de cierto tinte oscuro y buena proyección destacó por su afinación y variedad expresiva, pero que se aprecia excesiva en la gestión de sus agudos, algo evidenciable sobre todo en su hermoso aria del acto tercero, donde abre demasiado el sonido. Algo parecido le ocurre al Escamillo del barítono Kyle Ketelsen, con la voz muy bien impostada, pero exhibiendo una atronadora proyección que, en su rudeza, tiende a hacer monolítico el personaje.

La mayoría de comprimarios son españoles y resultan excelentes en esta producción, desde la pareja de bandidos, aquí reconvertidos en proxenetas, formada por un rotundo Borja Quiza como Dancairo y un histriónico Mikeldi Atxalandabaso como Remendado, hasta las encantadoras prestaciones de Frasquita y Mercedes en la escena de las cartas, encarnadas por la soprano Olivia Doray y la mezzo Lidia Vinyes Curtis. Dentro de la corrección se movieron tanto el Morales del tenor Isaac Galán como el Zúñiga del bajo Jean Teitgen. El intrascendente Lillas Pastia arabizado que encarna el actor Alain Azérot no pasa de ser un maestro de ceremonias haciendo trucos de magia barata y profiriendo carcajadas que se pasea por el escenario como espectador pasivo de los hechos. Admirable el trabajo que consigue extraer Ana González de los Pequeños Cantores de la ORCAM y sobresaliente desenvoltura la del Coro Intermezzo en sus múltiples variantes escénicas, siempre con contundentes intervenciones.

Lamentablemente, la batuta de Marc Piollet al frente de la Orquesta Titular del Teatro Real, aunque atendió a los cantantes, no supo brillar ni sacar partido suficiente a la enorme cantidad de detalles que le ofrece la genial y refinada paleta orquestal de Bizet, que no se preocupó lo más mínimo en resaltar. A su tendencia a los tempi apresurados y efectistas desde la inicial obertura, se une la incapacidad para hacer despuntar el drama, pues el discurso orquestal resultó desangelado y anodino, tendente a la opacidad y con escasos instantes de verdadero vuelo dramático.

Germán García Tomás