Unas bodas de Fígaro de locura en Oviedo

Unas bodas de Fígaro de locura en Oviedo
Unas bodas de Fígaro de locura en Oviedo. Foto: Ópera de Oviedo

Tercer título de la temporada de la Ópera de Oviedo, en el que mediante Las Bodas de Fígaro se reivindicó el Mozart más cómico de la mano de una gran dirección escénica de Guy Joosten y la batuta de Benjamin Bayl, quien ofreció una versión llena de nervio y muy dinámica. Satisfacción general de una ópera muy aplaudida en el Teatro Campoamor.

Las Bodas de Fígaro vistas en Oviedo proceden de la Vlaamse Opera, una producción de Guy Joosten ya veterana, alabada por toda Europa, que a través de una caja de cristal que juega con la perspectiva y con su paulatino deterioro, cual imagen del fin del Antiguo Régimen, basa su éxito en una trabajada dirección de la comedia, desde la más sutil hasta el gag físico, muy cercano al slapstick. La vivacidad imprimida a todas las escenas encuentra su acomodo en una dirección musical de Benjamin Bayl que apuesta por unos tempi rapidísimos y el trabajo dinámico que relaciona más que nunca esta ópera con el género bufo posterior, especialmente rossiniano, a través del trabajo del crescendo y de la estratificación de la masa orquestal. En el foso la Orquesta Sinfónica del Principado de Asturias respondió a tan arriesgada propuesta, que tras la sorpresa inicial con la eléctrica obertura, demuestra que el día de locura al que se refiere el subtítulo de la ópera se puede mantener a lo largo de toda la función. Bayl no pierde nunca esa pulsión irrefrenable de avance, siempre al borde del precipicio, con peligro de desbocarse, pero que nunca llega a perder el orden, especialmente en unos concertantes en los que supo mantener el equilibrio vocal, sabiendo destacar en cada momento las líneas de canto esenciales para que el espectador no se pierda en el caos.

Joan Martín Royo como Fígaro demuestra que es un cantante de una idoneidad mozartiana incuestionable. Domina el fraseo y sabe imprimir el carácter musical adecuado a un personaje nada sencillo, algo que combina con una excepcional capacidad escénica. Martín Royo no posee un gran cuerpo vocal, algo que en un rol de estas características no suele ser óbice para una gran interpretación, sin embargo, no fue favorecido por la elección de dinámicas de Bayl, que en algunos momentos no pudo equilibrar el sonido orquestal con sus intervenciones, tapando en no pocas ocasiones las frases de Fígaro.

A su lado la Susanna de Ainhoa Garmendia se mostró igual de desenfadada y acertada que su partenaire, a lo que hay que sumar una inteligente racionalización de esfuerzo, ya que es el personaje que más tiempo permanece en escena, y debe llegar con garantías a su única aria en el final del cuarto acto, “Dah, vieni, non tardar”.

Unas bodas de Fígaro de locura en Oviedo
Unas bodas de Fígaro de locura en Oviedo. Foto: Ópera de Oviedo

Por parte de los personajes nobles, excelente la condesa interpretada por Amanda Majeski, especialmente en su “Dove sono”, quizá el mejor momento musical de la noche. Majeski llegaba en calidad de sustituta de Ainhoa Arteta, quien por problemas de salud tuvo que cancelar su participación en estas Bodas, y demostró por qué es un papel que la ha llevado hasta el Met. Con un fraseo exquisito, amplio y de gran musicalidad, consigue estirar las inspiradísimas frases mozartianas escritas para su personaje hasta hacerlas parecer casi sencillas de cantar. Esa naturalidad es la que le permite pasar de la seguridad y autoridad que le imprime su posición social a la fragilidad de esposa engañada y desengañada.

David Menéndez fue el conde Almaviva. El barítono asturiano está sobrado de carisma escénico, y aquí además consigue un control vocal muy beneficioso para el personaje, adaptando toda su potencia a un rol que no permite grandes alardes de volumen, pero que exige un alto nivel de compromiso, sobre todo en los concertantes donde su papel es determinante. Óperas tan corales permiten pocos momentos de lucimiento solista, y en el caso del conde, sólo uno: su aria “Vedró, mentr’io sospiro”, que Menéndez aprovechó con creces arrancando los bravos del patio de butacas.

Del extenso plantel de secundarios conviene destacar, en primer lugar, a Roxana Constantinescu como un Cherubino excéntrico en el que más que nunca la efervescencia hormonal está ya al bode del incendio. Su capacidad actoral convierte a su personaje en un auténtico ‘robaescenas’, que rápidamente se gana al público. Pero, además, Constantinescu posee una apropiada voz, muy limpia, para un personaje que es un joven en plena adolescencia. También es justo resaltar la Barbarina de Elisandra Melián, quien supo sacar todo el partido a un rol tan breve, especialmente al comienzo del cuarto acto con su aria “L’ho perduta, me meschina”.

La Marcellina de Begoña Alberdi y el Bartolo de Felipe Bou fueron toda una garantía, más en lo escénico que en lo vocal, también por lo limitado de sus papeles: sólo Bou, con una “Vendetta” no muy afortunada, obtuvo algo más de protagonismo musical. Y lo mismo ocurre con Basilio y Curzio (Jon Plazaola y Pablo García- López) convertidos por obra y gracia de la dirección escénica en unos hilarantes Hernández y Fernández ‘tintinescos’. Por último, el jardinero Antonio interpretado por Ricardo Seguel se sumó al acierto general.

El coro, pese a no tener el peso específico de otras producciones, cumplió solventemente, a lo que hay que añadir el trabajo escénico individual de cada miembro, que dejaba entrever pequeñas historias personales con los personajes protagonistas a través de gestos y expresiones muy bien trabajados, que enriquecían el trabajo y que hacían que el coro no se viese como una masa uniforme, algo muy de agradecer en una producción de este estilo.

Alejandro G. Villalibre

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