1914. Música y conflicto. (I). Diogenes Granada

1914. Música y conflicto.

‘Las materias hermosas se adaptan al lugar donde las esparcimos’

Montaigne.

Ensayos. Libro II; cap. XXVII:

Musica-y-conflicto1

“La cobardía, madre de la crueldad”

Contexto histórico

El desarrollo de los estudios musicológicos a partir del siglo XIX ha hecho posible que hoy día dispongamos de una cantidad ingente de bio-bibliografía sobre los compositores que ejercían su actividad en Europa al inicio de La Primera Guerra Mundial. Pero no siempre ha sido así, obviamente. Cualquier aficionado a la música asume la paradoja de que estos trabajos de investigación aparecen publicados generalmente de forma proporcional a cuanto más se distancian en el tiempo los objetos llevados a estudio. El devenir de la musicología ha intentado de forma paulatina ofrecer respuestas al colosal influjo que las obras de estos compositores ejercieron a lo largo de su siglo y al interés, por descontado, que aún suscitan en la actualidad. Para llevar a cabo esta empresa, desde los primeros análisis de Heinrich Schenker –que veían la luz precisamente durante esos años– hasta hoy, la ciencia de lo musical ha ido estableciendo conexiones con otras disciplinas como la filosofía, la antropología, la etnología, etc. Sin embargo, durante las últimas décadas se han sucedido acalorados debates entre las distintas escuelas surgidas como resultado de esta interacción (formalista, estructuralista, fenomenológica, la new musicology,.. entre otras) que de alguna manera exigen hoy día a los trabajos adoptar de forma explícita un carácter teórico u otro. Este artículo breve pretende ser meramente divulgativo y si fuese necesario cicunscribirlo a alguna corriente, lo pertinente sería decir que se ha gestado en las fuentes de la sociología histórica. En 2014 se cumplen los cien años del inicio La Primera Guerra Mundial y este texto –dividido en tres partes–, en consonancia con los diferentes actos que se celebrarán por toda Europa, pretende rendir homenaje a los compositores de aquel periodo. Intentaremos recrear las circunstancias particulares que rodeaban a los músicos europeos más célebres al declararse la guerra, poniendo especial énfasis en aquellos que vivían en los países implicados originariamente en el conflicto.

Recuperar la historia o a cualquiera de sus protagonistas nunca es tarea fácil, precisa de un análisis riguroso de las fuentes sincrónicas y diacrónicas; y el reto de atender a la heterogeneidad de esta documentación implica enfrentarse constantemente a “lagunas informativas” que pueden requerir años, décadas, e incluso siglos de indagaciones para ser desentrañadas. Por ejemplo, entre las fuentes sincrónicas a la hora de estudiar a un compositor (periódicos, epistolarios, manuscritos, programas de mano, contratos, etc.) lo más común es que brillen por su ausencia los análisis «formales» de su obra tal y como hoy los entendemos. Si tomásemos como punto de partida a la prensa, que ha demostrado a la postre ser el medio que mejor ilustra estos desaguisados documentales, nos encontraríamos con casos como el de la prestigiosa revista vienesa Die Fackel (La Antorcha), fundada por Karl Kraus, que se había convertido durante los años previos al conflicto en un lugar de encuentro obligado para los intelectuales europeos –Schönberg entre ellos–. Cae por su propio peso que antes o después su consulta sería imprescindible si pretendiésemos reconstruir la vida de cualquier compositor de aquel periodo. Sin embargo, la música en sus páginas solía quedar con frecuencia delegada a un segundo plano y eran las columnas de crítica social las que solían desbordar sus números, más aún durante aquel periodo convulso. Como contrapunto, podríamos hacer alusión a La riforma musicale, editada en Turín entre 1913 y 1915 y en las que sí hay constancia del entramado de nuevas corrientes que preconizaban la renovación musical de aquel periodo, desconocidas aún por el gran público.

En relación a todo este asunto de las fuentes, el historiador Guido Salvetti –de quien hemos tomado los ejemplos anteriores– opina que los estudios musicológicos de las primeras décadas del siglo XX contribuyeron, casi exclusivamente, a ampliar el repertorio europeo con obras extemporáneas, ya que sus investigaciones –aún en consonancia con la tradición positivista– iban dirigidas hacia la búsqueda de los fundamentos musicales, tanto teóricos como literarios y la gran mayoría de las obras recuperadas pertenecían al género religioso-litúrgico. La realidad musical que se desarrollaba en ese mismo instante era, básicamente, desatentida. En los trabajos titánicos de Robert Eitner o Hugo Riemann, entre otros, no tenían cabida los compositores de su época. Incluso Schenker, al que ya hemos citado, condenaba la mediocridad artística de sus contemporáneos. De ahí su interés por las obras de Bach o Beethoven.

Cuando estalló la guerra, Heinrich Wölfflin, uno de los historiadores del arte más ilustres del siglo XX, impartía clases en la Universidad de Múnich. Justo un año después verían la luz sus Principios fundamentales en la historia del arte. Una obra donde pueden hallarse vestigios de la inmimente ruptura con la herencia positivista decimonónica y a la que incluso, teniendo en cuenta el influjo que el cosmovisionario Wilhelm Dilthey ejerció sobre su doctrina, podría llegar a considerarse en cierto sentido precursora del modernismo estético de posguerra. No nos corresponde describir cien años después el método formalista de Wölfflin, pero sí atenderemos a una de sus afirmaciones más significativas fruto, tal vez, de los acontecimientos que le habían tocado vivir, ‘la necesidad de establecer una relación entre el artista y su entorno sin atender a las lógicas inmutables establecidas a priori’. Para Wölfflin, ‘la forma artística jamás obedece a estándares que se materializan de forma idéntica bajo cualquier circunstancia. Serán los rasgos de cada momento histórico quienes forjarán el aspecto definitivo de esa expresión concreta’.

Apelar a la sociología de la música –tal y como hoy se concibe– para contextualizar este artículo no tiene ningún sentido mientras no nos remitamos a las teorías Theodor Adorno. Su Introducción a la sociología de la música es un filón inagotable de disertaciones teóricas sobre las relaciones entre arte y sociedad. ‘Las cuestiones estéticas y sociológicas sobre la música son indisolubles y están entrelazadas constitutivamente entre sí’. Si bien sus teorías de corte marxista podrían estar mediatizadas ideológicamente, no dejan por ello de aportar una visión universal e imperecedera sobre este asunto. Adorno establece que ‘la música en su conjunto no puede separarse del correspondiente estado de las fuerzas productivas sociales. […] Quien no se percata de todo esto ignora la realidad de la que está entretejida la música y a la cual ésta reacciona, sino también su propia implicación’. El alcance de este rotundo enunciado, sin embargo, no significa que el crítico de Fráncfort hiciese caso omiso a lo que para muchos suele ser epítome de esta controversia, el hecho de que tanto los biógrafos como el público incondicional defiendan a ultranza la fidelidad de los compositores a sus principios creativos por más que la realidad social arremeta contra ellos. Adorno no desestima esta aseveración, pero sí le añade un nuevo matiz al afirmar que ‘la falta de relación del arte con lo exterior a él, con aquello que en sí no es arte, lo amenaza en su constitución interna, mientras la voluntad social, que procura curarlo de ello, daña inevitablemente lo mejor del arte: la independencia, la coherencia y la integridad’. No profundizaremos más en este asunto para no desviarnos del tema central. Hasta aquí la justificación teórica de que ‘las formas, los modos de reacción musicales y constitutivos son interiorizaciones de lo social’.

Los años previos a la Primera Gran Guerra son considerados por los expertos como un periodo de decadencia, derivada del proselitismo exacerbado del progreso industrial –e imperialista– que venía fustigando a la población europea desde hacía décadas. El status social se establecía en función a la riqueza y la capacidad innata para acumularla. Los estamentos gubernamentales estaban en manos de individuos procedentes de las clases adineradas, latifundistas en su mayoría, y también de un nuevo prototipo de burgués que había conseguido medrar desde la clase media gracias al desarrollo vertiginoso de sus empresas.

El devenir musical estaba abocado a la recuperación de las figuras históricas que ensalzaban las ideas imperialistas y ponderaban pasados legendarios. Wagner significaba para Alemania tanto como Purcell para Inglaterra y sólo aquella minoría de compositores considerados herederos de la tradición eran reconocidos por la sociedad y los eruditos. Los cánones obedecían a intereses ideológicos y no puramente musicales. Sin embargo, esta tendencia desaparecería gradualmente gracias al florecimiento de otras estéticas relacionadas directa o indirectamente con las vanguardias literarias. El expresionismo alemán representaba la superación del naturalismo, considerado a todas veces obsoleto. El manifiesto de la música futurista de Pratella fomentaba ‘la liberación de la sensibilidad musical individual de toda imitación o influencia del pasado’. Los compositores de la época comenzaban a transgredir el universo de las deidades heroicas por un nuevo universo, humano, donde la consciencia sobre los actos –herencia de las teorías de Freud o Paulov- ayudaba a dejar atrás la visión romántica para que el individuo expresara a través de las artes su luchas internas y con el mundo represor que le rodeaba. La serenidad del romanticismo dejaba paso al bullicio de las imágenes caleidoscópicas, grotescas, que exigían a quien las contemplaban un ejercicio de interpretación, algo inconcebible hasta ese entonces. Un proceso, al fin y al cabo, que transcurría paralelo al desarrollo frenético de los adelantos tecnológicos que habían colapsado las Exposiciones Universales de París en 1900 o Bruselas en 1910 y que la sociedad, perpleja, no había tenido tiempo de asimilar. Irónicamente, tales avances del progreso no libraron a Europa del conflicto armado.

Al inicio de la Primera Guerra Mundial las salas de concierto y los teatros de ópera se habían convertido en templos “anacrónicos” donde se rendía un culto desmedido a la música antigua. En este contexto social puramente conservador los grandes músicos se vieron obligados a mantener la tradición casi de forma obligada mientras procuraban abrir cauces interpretativos donde dar cabida a la individualidad creativa. Burkholder afirma que los compositores de los inicios del siglo XX ‘en lugar de intentar escribir música adecuada para el repertorio […] desafiaron el concepto de clásicos inmortales exigiendo a sus oyentes que se concentrasen en lo que estaba sucediendo en el presente’. Esta dualidad fue la responsable de que no haya podido hablarse de una corriente “única” del estilo musical durante los años previos a la Gran Guerra, con el factor añadido de que sus hacedores se hallaban en la tesitura de añadir a sus obras un matiz de identidad nacional con el que exhibir orgullosamente a su país allende fronteras. Burkholder afirma que ‘al investigar a un número de compositores importantes de las naciones de Europa, veremos esta interacción entre tradición e innovación y entre identidad nacional y estilo personal”. Todo este lento y fragoso proceso se consumaría con el modernismo estético de posguerra (con Stravinsky como principal representante), cuando ya cualquier manifestación artística llevaría implícita ‘la reexaminación de las convenciones’ (ibíd.). La música culta en 1914 se concibe, pues, como una gigantesca sala hipóstila en cuyas columnas un único escultor había labrado partituras de Wagner y Strauus junto a las de Mahler, Shönberg, Ravel, Debussy o Los Six…

Diógenes Granada