1914. Música y conflicto (II).

STRAUSS_3

Música y Conflicto I 

“Es posible liberarse del pasado y comenzar de nuevo”

Margaret Macmillan

1914. De la paz a la guerra. Turner. Madrid. 2013.

2014 se ha convertido involuntaria –y lamentablemente– en el año de los aniversarios bélicos. En España se celebran los trescientos años del fin de la Guerra de Sucesión, los doscientos de la Guerra de la Independencia y los setenta y cinco del fin de la Guerra Civil. Y a otro nivel superior en cuanto a cifras de muertos (10 millones) y heridos (20 millones) los cien años de un conflicto “accidental” que llegó a enfrentar a un número de países, más de cuarenta, sin precedentes: La Gran Guerra. Un desastre que se prolongó desde 1914 hasta 1918 estableciendo las bases de un nuevo orden mundial, que alentó la Revolución Rusa y donde se dio a conocer una nueva potencia, Estados Unidos, que impuso su supremacía económica y política tal y como hoy día la conocemos.

Pero en 1914 también sucedieron acontecimientos más amables. La Cronología del siglo XX del ecuatoriano Jorge Enrique Adoum recuerda que en el mismo año en que se inició el conflicto nacían los escritores Tennessee Williams, William Burroughs, Marguerite Duras, Julio Cortázar u Octavio Paz. El Novel Juan Ramón Jiménez publicaba Platero y yo, Unamuno su novela universal Niebla y Kafka El proceso. Chagall pinta El rabino de Vitebsk y Schiele su controvertido Desnudo de mujer acostada con las piernas abiertas. En 1914 se produjeron también avances científicos importantísimos como el sistema para transmitir imágenes a distancia de Archibal Low o la inauguración de una de las obras de ingeniería más impresionantes realizadas por el hombre, el canal de Panamá. También fue el año en que la norteamericana Mary Pelphs Jacobs registró la patente de su invento, el sostén (Ibid.)

En este artículo (segunda parte de la semblanza socio-política aparecida en OW en marzo de 2014) intentaremos abordar cómo afrontaron los compositores más representativos de aquel periodo el inicio de La Primera Guerra Mundial. ¿En qué obras trabaja­ban? ¿Fueron enviados al frente? ¿Se vieron obligados a abandonar sus respectivos países?… A la hora de responder a estas cuestiones, y a otras relacionadas, el cúmulo de datos es verdaderamente abrumador, por lo que ha sido preciso restringir el contenido del texto a un número limitado de autores vinculados, reitero, a aquellos países europeos que formaban parte activa de las coaliciones –Tripe Alianza vs. Tripe Entente-, y cuyos enfrentamientos diplomáticos precipitaron el conflicto poniendo fin a la paz armada.

Austria-Hungría

He creído pertinente, antes de abordar las cuestiones referidas a los grandes músicos, detenernos un instante en la figura de Heinrick Schenker, que si bien es cierto que las generaciones posteriores no reconocen como a un gran compositor, sí, en cambio, sus trabajos teóricos marcaron un antes y un después en el análisis de la música tonal. Schenker era descendiente de una familia de judíos polacos, aunque desarrollaría gran parte de su carrera en Viena. En 1914, con 45 años, se le diagnosticó diabetes, patología que sumaba a un problema de toroides y a la obesidad que ya padecía y por las que había quedado exento de realizar el servicio militar. Estas dolencias, sin embargo, no impidieron que continuase desarrollando su frenética actividad académica. Fue precisamente en 1914 cuando una de las partes de su famoso análisis de las sonatas de Beethoven Die fünf letzten Sonaten von Beethoven apareció publicada. Las teorías de Schenker se habían nutrido del idealismo alemán de principios de siglo, corriente filosófica que a grandes rasgos promulgaba que el verdadero conocimiento de la realidad sólo podía obtenerse con el uso de la razón. De ahí que Kant o Hegel fuesen citados con frecuencia en sus artículos. La gestalt –corriente psicoanalítica que Max Wertheimer desarrollaba en aquel entonces– dejó también su impronta en la novedosa metodología del profesor, dada la importancia que en sus análisis adquiere la relación del “todo con las partes”.

Es muy conocido el carácter reaccionario y retrógrado de Schenker. Su menosprecio por la música de su tiempo se reflejaba tanto en los prólogos a sus obras teóricas como en sus artículos, entre ellos, los publicados en la revista Die Zukunft, de la que precisamente Karl Kraus –a quien hemos citado en la introducción–, se burlaba por su estilo barroco y trasnochado. La disconformidad de Schenker con el Tratado de Versalles, su aversión por la cultura anglosajona y el tono poco conciliador de sus artículos no le abrieron demasiadas puertas a lo largo de su carrera. Su figura representa esa facción de la sociedad de 1914 que manifestaba su malestar ante un mundo “degenerado” apelando a la verdad racional, legítima, –e incontestable–.

Al declararse la guerra, Béla Bartók, húngaro de nacimiento, se vio obligado a abandonar sus conocidas investigaciones sobre folclore europeo que realizaba por Centroeuropa. Baste recordar que fue precisamente en Sarajevo donde se produjo el atentado contra el archiduque Francisco, magnicidio que suele considerarse detonante del conflicto. A partir de ese momento Bartók retomó de nuevo su faceta de compositor. Aislado en su país, y con la angustia que esta situación le había generado, se dedicó a escribir un ballet infantil mientras el conflicto asolaba Europa: El príncipe de madera, que estrenaría en Budapest en 1917. Fue precisamente con esta obra temprana, tenía 34 años, y en la que aún se aprecia el influjo de la tradición musical wagneriana, con la que Bartók cosecharía su primer éxito. Beatriz Torío y Martín Llade, en el programa Acompasa2 de Radio Clásica, añaden que “el éxito se produjo pese a la oposición del medio musical oficial y a las críticas contra el libreto, considerado extravagante. El desequilibrio entre el tema central –un cuento de hadas y su tratamiento musical provocó el rechazo unánime de la crítica especializada. El argumento central podría resumirse a través de la moraleja:“la felicidad sólo se consigue cuando hemos vencido las apariencias”. Es inevitable pensar que lo feérico pudo servir al compositor para evadirse de su aflicción por la realidad. Mientras componía esta obra, Bartók ejercía como director adjunto de la Academia de Música de Budapest, lo que le permitió disfrutar de una situación económicamente estable y continuar de momento residiendo en su país. Sería tras La Segunda Guerra Mundial cuando se vería obligado finalmente a abandonar Europa y trasladarse a EEUU, donde permaneció hasta su muerte. Bartók podría ser considerado el representante más significativo de un periodo en que los compositores de Europa estaban abocados a la recuperación de la música nacional en su estado primigenio.

La Primera Guerra Mundial sorprendió a Arnold Schönberg en Berlín, donde permanecía desde 1911 impartiendo clases en el prestigioso Conservatorio Stern. Tenía entonces 40 años. Mucho se ha escrito sobre la crisis compositiva que Schönberg padecía durante aquellos años. En 1914 no se estrenó ninguna de sus obras ni hay constancia de que trabajase sobre alguna partitura en particular. Hay quien piensa que se decantó por el ámbito teórico en exclusividad precisamente para “ordenar” las disonancias y atonalidades –y las suyas en particular– que se prodigaban desde principios de siglo. El compositor se había hastiado, al parecer, de sus propias transgresiones compositivas y le urgía un método que diese sentido a su trabajo, unificándolo. El resultado, tras duros años de trabajo, se materializaría acabada la guerra con el archiconocido dodecafonismo.

El inicio de la guerra significó para Arnold Schönberg el regresó a su país, Austria lo reclamaba para alistarse en el ejército. Fue adiestrado como oficial, aunque permaneció siempre en la reserva y no llegó a pisar el frente en ninguna de las ocasiones en que fue reclutado. En la segunda y última –tres años más tarde– desarrolló su actividad como oficial, irónicamente, en una capilla castrense. Y decimos irónicamente porque Schönberg no se consideraba a sí mismo en aquel periodo un individuo a quien preocupasen demasiado las cuestiones religiosas ni políticas. Sería en el periodo previo a la Segunda Guerra Mundial, en cambio, cuando el compositor se convertiría en firme defensor de la causa judía, religión que había abandonado por el protestantismo cuando contrajo su primer matrimonio. Su vuelta al judaísmo fue un acto voluntario y simbólico ante el auge del antisemitismo de los pueblos germanos que venían gestándose desde finales del siglo XIX y que él mismo experimentó cuando fue expulsado de un hotel cerca de Salzburgo por el simple hecho de tener ascendencia judía. Este hecho traumático, causa principal de que emigrase en 1933 Estados Unidos, le convertirían en un compositor comprometido y de firmes convicciones. Desde el exilio nunca desistió en su empeño por paliar el horror del holocausto instando a sus compatriotas a abandonar Europa. Su ópera póstuma Moisés y Aarón representa –y sublima– los estragos que las dos Grandes Guerras provocaron en el compositor austriaco.

Durante la primavera de 1914 Alban Berg, alumno de Schönberg, asistió a la representación de Woyzeck, un drama reconstruido sobre la obra inconclusa del escritor alemán Georg Büchner. Fue tanta la admiración que la historia del barbero enajenado –basada en hechos reales– provocó en el compositor que en seguida comenzó a trabajar sobre la partitura de una ópera inspirada en el drama que estrenaría después de más de una década en Berlín. Wozzeck, como se la conoce hoy día, con un argumento cercano al drama psicológico, indaga a través de la historia de su protagonista en las consecuencias funestas de la sobreexplotación de la clase obrera. No es, pues, mera casualidad que en la ópera más representada del compositor de la Segunda Escuela de Viena haya quedado plasmada la imagen de una sociedad devastada por los graves conflictos sociales.

Al estallar la guerra Alban Berg fue reclutado por el ejército austrohúngaro. Sólo tenía entonces treinta años y aún eran poco conocidos sus trabajos más allá del circuito académico afín a su mentor, Schönberg, con quien compartía desgraciadamente, además del interés por la música, el asma. Debido a los duros esfuerzos que el joven compositor se vio obligado a realizar durante los primeros meses de entrenamiento en un batallón de infantería, su salud se resintió. La precariedad de su estado era tal que tras el reconocimiento médico no se le consideró apto para ser enviando al frente. Hasta el fin de la guerra quedaría delegado a realizar labores administrativas en el Ministerio de la Guerra austriaco, tiempo en el que no dejó de trabajar en su versión operística de Wozzeck.

No podemos dejar atrás al Imperio Austroúngaro sin habernos referido antes al tercer representante de la Segunda Escuela de Viena, Anton Webern. De la trinidad vienesa fue desgraciadamente quien sufrió las peores consecuencias de la guerra. En 1914 el compositor tenía 31 años. Pese a su juventud se había convertido en uno de los directores de orquesta más prolíficos de Europa, aunque sus biógrafos advierten que no se trataba de un trabajo que le satisficiese en absoluto, es más, detestaba dirigir esas obras, pero era el único modo de dar sustento a su familia en un momento tan delicado para los austriacos. Su aversión por los repertorios de su época –aunque se confesaba gran admirador de Mozart, Beethoven o Schubert– puede llegar a entenderse mejor si consideramos la precariedad de las orquestas con las que tenía que enfrentarse cada día y al público poco exigente de provincias que llenaba los teatros. Otro factor también podría haber sido su inclinación natural por la atonalidad que no alcanzaría su cénit hasta una vez acabada la guerra, cuando adopta el dodecafonismo schönberiano –y posteriormente el serialismo– como base de sus composiciones.

Webern fue un hombre de firmes convicciones religiosas –y patrióticas–. Se alistó voluntariamente en el ejército en 1915, aunque un año después se vería obligado a regresar con su familia a causa de un problema grave de visión. A partir de entonces, deprimido, abandonó proyectos de mayor envergadura para dedicarse a componer obras breves, lieder fundamentalmente. Pero no fue La Primera Gran Guerra la que asoló la vida del compositor, sino la Segunda. En 1934, tras la ocupación nazi, se prohibieron los conciertos obreros que dirigía Webern, que a partir de ese momento y debido a su precariedad económica, debió resignarse a vivir en un suburbio de Viena. Fueron unos años terribles en los que debió enfrentarse también, para más inri, a la muerte de su hijo –reclutado por el ejército alemán– durante un bombardeo aéreo. En 1945 el compositor murió durante una visita a casa de su hija cerca de Salzburgo, tiroteado accidentalmente por un soldado ebrio que le había confundido con su yerno, acusado de contrabando. La música de Anton Webern fue considerada arte degenerado, y por tanto prohibida, mientras los nazis detentaron el poder en Europa.

STRAUSS_2

Alemania

Entre los compositores afincados en Alemania destaca el insigne Richard Strauss, cuya música, sin pretenderlo, influyó notablemente en los representantes de la Segunda Escuela de Viena que hemos descrito en los párrafos anteriores. Y decimos “sin pretenderlo” porque el compositor no simpatizaba especialmente con las vanguardias musicales a pesar de su estrecha amistad con Schönberg. De hecho, durante esa época la música de Strauss se desarrollaba dentro del más puro estilo “clásico” –neoclásico, para ser más precisos– recuperando estilos evocadores, melancólicos e inspirado por la tradición mozartiana.

En 1914 Strauss tenía 50 años. En plena madurez artística estrenó en la Ópera de París el ballet La leyenda de José. Esta obra, encargada dos años antes por el empresario Diaghilev –conocido popularmente como Serge– no significó para el compositor más que una obra de tránsito entre sus famosas óperas Ariadne auf Naxos y Die Frau ohne Schatten. Un encargo puntual por el que nunca llegaría a cobrar sus honorarios a consecuencia del inicio del conflicto pocos meses después. A pesar de la “desgana” con la que el compositor trabajó en la partitura de Josephslegende el resultado final fue, como en cualquiera de sus obras, admirable. La orquestación requería de una cantidad considerable de instrumentos –arpas, órganos, xilófonos, castañuelas,…–necesarios para expresar el exótico virtuosismo de la partitura original (en 1949 se estrenaría una adaptación sinfónica reducida del propio compositor). El inmortal Nijinsky, amante del empresario Serge, se encargó de la coreografía y de representar el papel protagonista. El despliegue de medios utilizado logró que Josephslegente obtuviese finalmente un reconocido éxito entre el público parisino. A partir de ese momento, y en pleno conflicto, se dedicaría por entero a la composición de su siguiente ópera, la compleja Die Frau ohne Schatten (La mujer sin sombra), cuyo estreno en Viena se retrasaría hasta 1919, una vez terminada la guerra. Gracias al reconocimiento internacional del compositor, y mientras Europa se batía en armas, Strauss viajó por todo el conteniente –y América– alternando sus tareas compositivas con la dirección. Las verdaderas consecuencias de las catástrofes bélicas que sufriría el compositor vendrían años más tarde, durante La Segunda Guerra Mundial, como respuesta a su oposición al régimen nazi.

Carl Orff sigue siendo uno de los compositores más controvertidos del siglo XX –ideológicamente hablando– a consecuencia de sus ambiguas relaciones con el nacionalsocialismo alemán durante La Segunda Guerra Mundial. Como Richard Strauss, también había nacido en Múnich. En 1914 el compositor de Carmina Burana tenía 19 años, aunque a pesar de su juventud ya había compuesto obras señeras de su repertorio como Zaratustra, inspirada en la obra homónima de Nietzsche. Mención aparte suponen otros trabajos como Tanzende Faune, Treibhauslieder o Gisei, de los que no se sentía especialmente orgulloso y que acabarían siendo un punto de inflexión respecto a sus futuras obras. Orff dejaba atrás, coincidiendo con el inicio de La Primera Guerra Mundial, el influjo de Debussy o Strauss para dedicarse a la recuperación de repertorios antiguos –Orfeo de Monteverdi, por citar alguno– y acuñar un lenguaje musical escénico de marcado tinte nacionalista, como hicieron tantos otros compositores durante ese mismo periodo.

Carl Orff fue reclutado –otras fuentes aseguran que se alistó voluntariamente– por el ejército alemán al declararse La Primera Guerra Mundial. Tres años más tarde, en 1917, se vería obligado a abandonar definitivamente el frente después de sufrir graves heridas durante un bombardeo que le obligaron a soportar un largo y tedioso periodo de convalecencia. Una vez recuperado trabajaría como director de orquesta en los teatros de Mannheim y Darmstadt (Alemania) hasta los años 20. A partir de entonces su actividad compositiva se inspiraría en la interacción de distintas disciplinas artísticas (y que, al poco, contaría incluso con su propio método docente –schulwerk– desarrolado en la Escuela Günther de Múnich, fundada por él mismo).

Otras figuras representativas de la música alemana en 1914 –aunque sus trabajos no tuviesen el alcance de sus compatriotas al tratarse de obras teóricas– fueron los musicólogos Curt Sachs y Enrich Hornbostel.

1914 fue el año en que el austriaco Erich Moritz von Hornbostel, director del Berlin Phonogram Archiv y el berlinés Curt Sachs, quien trabajaba en la Staatliches Instrumenten Samlung de Berlín publican en la revista Zeitschrift für Ethnologie la clasificación de los instrumentos musicales más conocida hasta el día de hoy, la Systematik der Musikinstrumente. Aunque la obra ha sido y sigue siendo sometida a constantes revisiones su importancia es tal que sin su aportación hoy día no podrían entenderse disciplinas como la etnomusicología o la organología.

Sach era doctor en Historia del arte y al inicio de su carrera se dedicó a ejercer como crítico periodístico. Era judío, aunque en aquellos años su ascendencia no fue obstáculo para acceder al puesto de director de la Instrumentensammlung Staatliche de Berlín, una gran colección de instrumentos musicales que él se encargaría de restaurar y clasificar. Allí comenzaría su fascinación -y dedicación- por la música que le acompañó el resto de su vida. El estallido de la guerra en 1914 sólo significó un retraso en sus aspiraciones de convertirse en musicólogo. La Segunda Guerra Mundial, sin embargo, sí supondría un duro golpe en su carrera al ser destituido de sus cargos por los nacionalsocialistas. Marchó a Francia y posteriormente a EEUU, donde permanecería hasta su muerte.

Francia

Francia cuenta, desgraciadamente, con uno de los pocos compositores consagrados –y, sin embargo, menos conocido– que perdió la vida de forma violenta en plena madurez artística. Nos referimos al que fue alumno de Massenet, Albéric Magnard, muerto a disparos a los 49 años y a quienes sus compatriotas, tal vez de un modo un tanto exagerado, consideraban El Bruckner francés. El que había sido hijo de uno de los editores de Le Figaro obtuvo tras su muerte no sólo el reconocimiento unánime como músico sino también como héroe nacional. A continuación veremos por qué.

Magnard había nacido en París en el seno de una familia acomodada. Desarrolló su interés tardío por la música –antes se había licenciado en derecho– tras asistir en Bayhreut a la representación del Tristán y el Parsifal de Wagner, compositor de quien heredaría recursos como el leitmovit para sus futuros libretos. Del compositor francés reseñaremos, por tomar algún ejemplo de manera urgente, el particular uso en sus sinfonías de la forma cíclica –de ahí que lo comparasen con Brahms–, conocido recurso de “unificación” melódica que años después Mahler o Stravinsky llevarían a su máxima expresión. No podemos obviar, por otro lado, la reconocida faceta como crítico musical que Magnard desarrolló en el periódico que dirigía su padre. Un ejemplo de la gran repercusión que en el mundo de la música tuvieron sus artículos fue el titulado “Pour Rameau”, que llegó a suscitar nada más y nada menos que la revisión y publicación de las obras del gran compositor de Les Indes galantes.

La leyenda sobre Albéric Magnard comienza en su juventud, durante su periodo en el ejército, donde llegaría a ascender hasta lugarteniente, cargo del que dimitió sin embargo alegando motivos ideológicos (aunque su dimisión sería rechazada y obligado a reincorporarse un año después). El compositor se consideraba dreyfussita, grosso modo, contrario al antisemitismo (El caso Dreyfus -que hacía referencia al enjuiciamiento por traición del capitán Alfred Dreyfuss- es vital para entender el origen y evolución de los grupos radicales franceses en los años previos a La Primera Guerra Mundial). Tras el inicio del conflicto, el compositor abandona París y se traslada junto a su familia a un lugar más seguro. Elige Baron, en el departamento francés de l’Oise. Pero el 2 de septiembre de 1914 los franceses invaden también aquella zona. Durante la ofensiva, Magnard –apostado en su propiedad– mata de un disparo a un solado alemán e hiere gravemente a otro. Como represalia abrieron fuego indiscriminado sobre la casa del compositor, que posteriormente sería incendiada. Algunos biógrafos apuntan la posibilidad de que el compositor se suicidase durante el cerco, aunque no existen pruebas fehacientes que lo demuestren ya que su cuerpo fue encontrado calcinado. Junto al cadáver del compositor ardieron también, por desgracia, muchos de sus manuscritos y obras inéditas. Entre ellas el original de su ópera póstuma en tres actos Guercoeur, que fue reconstruida a partir de su reducción a piano y estrenada en La Ópera de Paris en 1931.

Albert Roussel, en cambio, no tuvo un final tan trágico como el de Magnard, ni tampoco trascendió a su música –al menos, de forma explícita– el dramatismo de los acontecimientos que Francia vivía en esos momentos. Hasta podría llegar a decirse que el compositor fue capaz de eludir esa realidad y construir un corpus de atmósfera bucólica, a caballo entre el romanticismo y la transgresión armónica –y tímbrica– de los impresionistas. Pero no debemos pensar que Roussel fuese, por ese motivo, un hombre indolente o timorato.

En 1914 tenía 45 años. Nacido en Tourcoing, cerca de la frontera con Bélgica, el contacto directo con la naturaleza, sobre todo con el mar, desde muy pequeño hizo crecer en él una gran fascinación por los viajes. Ingresó temprano en la Escuela Naval Francesa y esto le permitió realizar travesías por el Atlántico. Entre muchos otros destinos ultramar conoció Indochina, ambiente exótico que plasmaría en una de las óperas-ballet más conocidas y representadas de su repertorio, Padmâvatî –en la que trabajaría casi exclusivamente durante los cuatro años de guerra–.

La delicada salud de Roussel le obligó a abandonar su prometedora carrera como marino, que había aprendido a compaginar con su primer –y autodidacta– periodo compositivo. A partir de ese momento se dedicaría por completo a la composición. Se trasladó a París donde, al concluir su formación académica, logró gracias a su amistad con Vicent d´Indy un puesto como profesor de contrapunto en la prestigiosa Schola Cantorum, donde llegaría a impartir clases, entre otros, a un joven y excéntrico Erik Satie. Cuando se declaró la guerra, Roussel aún desempeñaba su cargo en la institución, que abandonó para alistarse como voluntario en el ejército, donde llegaría a alcanzar el puesto de oficial a pesar de que había sido considerado en principio no apto a consecuencia de los problemas de salud que arrastraba. Finalmente logró ejercer como chófer para La Cruz Roja en el frente occidental. Pero aquella experiencia pasó factura a su delicada salud y se vio obligado a retirarse definitivamente a Normandía. Allí se dedicó a componer hasta su muerte en 1937, recluido en su refugio frente a un acantilado de Sainte-Marguerite-sur-Mer. La música compuesta por Roussel fue siempre fiel a sí mima, ajena al influjo transgresor de sus contemporáneos –debussyano por antonomasia– en su particular affaire musical más acorde, grosso modo, al neoclasicismo.

Antes de dedicar el resto de nuestro recorrido por Francia a los músicos más influyentes de su época, sería un despropósito olvidarnos del co-fundador de la visionaria Scola Cantorum parisina citada en el párrafo anterior; un personaje que, indiferentemente de sus dotes como músico, pertenecía a aquella alta sociedad ultraconservadora y facciosa que impelía a Europa de falsos ideales sustentados en la beligerancia y cuyas trágicas consecuencias –históricamente hablando– no precisan aclaración alguna.

Paul Marie Théodore Vincent d’Indy estudió derecho a sugerencia de su familia, como ocurrió con tantos otros músicos que también procedían de la alta sociedad. En el caso de d´Indy, una estirpe, además, monárquica a ultranza y de tradición militar. Pero su predisposición natural por la música era irrevocable, y tanto llegó a ser su empeño ilustrado en la difusión de esta arte, que acabó subvencionando con capital privado el proyecto de Charles Bordes para la creación de La Scola Cantorum. Una institución destinada originariamente al estudio del repertorio sacro. El primer edificio estaba situado en el barrio de Montparnasse, aunque pocos años después se trasladó a un antiguo Convento Benedictino inglés del Barrio Latino, sede aún en la actualidad. Vincent d´Indy impartió clases allí hasta el final de su vida, pasando por sus aulas alumnos de la talla universal de Albéniz, Turina, Satie,… La Scola Cantorum, ya en el año 1900, tenía como objetivo ofertar una enseñanza humanística (musicológica) –fundamentada en la tradición– que aspiraba a implementar la formación absoluta de los músicos, que en aquel entonces, y en función de la escasez de medios, sólo tenían posibilidades de desarrollar rudimentarias habilidades prácticas, insuficientes si albergaban aspiraciones compositivas.

La música de Vincent d´Indy, dados sus ideales reaccionarios, no comulgaba con las corrientes de su época. Las teorías de Schönberg le parecían una aberración, y sus aspiraciones iban dirigidas al enaltecimiento de una genuina música francesa que aplastase la influencia germánica. No obstante, su «gallica Ars» contrastaba con la influencia, también aplastante, que en sus composiciones tuvo la música wagneriana. D´Indy no es precisamente uno de los compositores obligados en los repertorios actuales, pues cuenta con el dudoso honor de ser haber escrito la única ópera antisemita de la historia de la música francesa: La Légende de Saint-Christophe, drama sacro en tres actos. A pesar de todo, sería injusto no reconocer que su música fue también admirada por muchos de sus contemporáneos, entre ellos Saint-Saëns o el revolucionario Debussy.

Erik Satie, como decíamos en el párrafo anterior, pasó cinco años en La Scola Cantorum en su segundo intento académico por dotar a sus obras de la arquitectura armónica –contrapuntística– que otros músicos de su generación le reprochaban no encontrar oportunamente en sus partituras (unos años antes había sido expulsado del conservatorio por incompetencia y absentismo). Sirva esta anécdota para ilustrar una relación inaudita, aunque muy frecuente en la música, entre dos personajes diametralmente opuestos en sus respectivas prácticas compositivas. Pero en la vida y obra de Satie –prolíficamente documentada– no creo necesario detenernos mucho más allá de lo acontecido en torno a 1914, objetivo real de este artículo.

Alfred Eric Leslie Satie nació en el seno de una familia modesta en Honfleur, la misma localidad donde, curiosamente, había nacido el escritor Alphonse Allais, autor de las tribulaciones del extravagante Capital Cap –protagonista de la novela homónima– publicada por entregas en 1902. Es curioso el hecho de que tanto el compositor como el escritor compartiesen una visión tan sarcástica e iconoclasta de la realidad formal de su tiempo. ¿Casualidad?

Todos conocemos lo que representa Erik Satie en la historia de la música, y también cuánto hay de leyenda en torno al personaje. Algunos teóricos le consideran precursor del impresionismo por la virtud de haber sido posiblemente el “inspirador de Debussy”. Satie se inició en la música recreando el clasicismo para más tarde transformarse en el compositor onírico de las insinuantes Gymnopédies –inspiradas en danzas griegas–. Tal vez sean demasiadas las etiquetas que atosigan –desvirtuándola– la vida bohemia del compositor afincado en Montmartre, pianista del Auberge du Clou y autor de tantas obras breves, etéreas, espaciales, que maduraron apiladas en la minúscula y destartalada habitación donde vivió gran parte de su vida. Anécdotas y anécdotas de un presunto lunático, en realidad más consciente y comprometido que la mayoría de sus contemporáneos con la superación lúdica de los clichés.

En 1914 Satie atravesaba una etapa creativa que algunos teóricos han considerado próxima al dadaísmo. Fue precisamente ese mismo año cuando Lucien Vogel, editor de la revista Gazette du bon son –muy conocida por sus ilustraciones art déco sobre moda– buscaba a un compositor que acompañara de piezas breves las 21 ilustraciones de Charles Martín listas ya para ser publicadas. Después de que Stravinsky rechazara la oferta, fue finalmente Satie quien realizó el trabajo. De esa colaboración surgieron las singulares Sports et Divertissements, micropartituras ilustradas con indicaciones sorprendentes que junto al movimiento pictórico de las notas crearon un asombroso universo alegórico –y subversivo– nunca visto hasta entonces. Otra de las obras insólitas en las que trabajó ese mismo año fue la delirante suite en tres movimientos Choses vues à droite et à gauche (sans lunettes). Tales “atrevimientos” podrían entenderse mejor desde la óptica de un músico que al inicio de La Primera Guerra Mundial frecuentaba los círculos cubistas y disfrutaba de la amistad –a veces el odio– de los grandes iconos de la época: Cocteau, Picasso, Apollinaire, Diaghilev… con quienes, mientras el conflicto asolaba Europa, colaboró componiendo la música del proyecto multidisciplinar que a la postre sería máximo exponente del eclecticismo artístico del periodo de entreguerras, el ballet Parade, estrenado en 1917. La partitura en sí representa la superación de un periodo estanco de la música europea viciada por el influjo del nacionalismo germánico. Es fácil imaginar la reacción del público parisino ante una representación donde tenía cabida la música de jazz y al mismo tiempo algo inconcebible hasta ese entonces: el “ruido” –silbatos, sirenas, una máquina de escribir, disparos…– A nadie sorprende a estas alturas la conocida fascinación de John Cage por Satie.

Si alguien sublimó la incendiaria trayectoria del compositor honfleurais, ese fue el monumental Claude Debussy, nacido en Saint-Germain-en-Laye, a unos 20 kilómetros de París. De la magnitud y repercusión de la obra de este gran compositor se ha dicho prácticamente todo. Cualquier historia de la música editada después de su muerte sitúa a sus obras a la altura de las divinidades clásicas, –incluidas las germánicas tres B´s–, por quienes Debussy no parecía sentir especial simpatía excluyendo a Bach.

En 1914 el compositor tenía 52 años. Su brillante trayectoria por aquel entonces le había situado por méritos propios en lo más alto del irreverente panorama musical francés. Del aspecto formal de sus obras –de su vanguardismo– los lectores de Opera Word ya habrán oído todo tipo de descripciones que podrían resumirse en su expresa repulsa por las formas estéticas preestablecidas y en la creación de un nuevo estilo basado en la superación de las relaciones acórdicas, en el desarrollo de los matices expresivos basados en el color y el timbre, la ausencia de hilos temáticos en pro de un discurso formal basado en la resolución de las texturas –o mixturas– y en el uso de inusitadas escalas tonales de influencia oriental. Resulta obvio que esta definición urgente no hace justicia al universo musical del compositor, pero nos es suficiente para contextualizar la actividad del genio francés al declararse La Primera Guerra Mundial.

Cinco años de que se produjese la movilización de París en agosto de 1914 al compositor se le había diagnosticado cáncer. La suma de ambas contingencias afectaron gravemente a su ánimo y a su capacidad creativa. Crisis que afrontó estoicamente como demuestra el hecho de que al año siguiente apareciese publicado el último volumen de sus brillantes Études. 1914 fue, a pesar de todo, un año de intensa actividad para el compositor, que viajó a Roma, La Haya, Ámsterdam, Bruselas y Londres para interpretar sus obras a pesar de la fatiga crónica provocada por el cáncer. También fue el año en que comenzó la composición del ballet Le Palais du Silence, que desgraciadamente abandonaría sólo unos meses más tarde, puede que desbordado por los acontecimientos. Sin embargo, sí tuvo ocasión de finalizar Les Six Epigraphes antiques que corresponden en la cronología de sus obras a este mismo periodo, al mes de julio concretamente. La mayoría de los biógrafos de Debussy coinciden en que fue la Berceuse Héroïque la única obra que el maestro fue capaz de componer íntegramente en 1914 malgré la depresión y que dedicó al rey Alberto I de Bélgica “y a sus soldados”.

Pero la actividad de Debussy también tuvo ese mismo año un componente teórico-didáctico. Por un lado, y para saldar las deudas que su crisis compositiva le estaba generando, acordó con su editor las revisión de las obras para piano de Chopin y las sonatas para violín y clave de J. S. Bach. Claude Debussy también ejercía como crítico musical en varias revistas de su época como La Revue Blanche o Gil Blas donde dejaba clara constancia de su aversión por el lamentable influjo que la música germánica ejercía sobre la de su país. Estos artículos fueron posteriormente recopilados en el libro Monsieur Croche, Antidilettante, personaje de ficción a través de cuyos labios el compositor teorizaba –a veces de un modo un tanto radical– sobre su personalísima revolución, carácter éste que justifica el hecho de que no dejase discípulos directos como solía ocurrir con otros compositores de su misma época.

La última entrevista que concedió Debussy se produjo en mayo de 1914 en Filadelfia. Cuatro meses después la ofensiva le obliga a refugiarse junto a su familia en el Gran Hotel de Angers. El creador de la música nueva, como lo definió Manuel de Falla, falleció a consecuencia del cáncer que padecía– tuvo serias complicaciones a causa de una última y arriesgada intervención quirúgica– el 25 de marzo de 1918 en París, en su casa situada en Les Bois de Boulogne. Tres días después fue enterrado originalmente en Pire-Lachaise. A su funeral sólo acudieron un reducido grupo de personas ante el riesgo inminente de ser bombardeados.

Tras la muerte del compositor de la Suite bergamasque, Maurice Ravel se convertía en el músico más influyente del país galo. Hasta ese entonces había sido vox pópuli la relation dangereuse existente entre ambos compositores a causa del ¿influjo? que habían ejercido sus respectivas obras entre sí. Lo cierto es que antes de que Debussy muriese Ravel ya había alcanzado la fama –a muy temprana edad, por cierto– y su música se interpretaba por toda Europa y América. En cuanto al aspecto formal de la música de Ravel los musicólogos coinciden en que se trata de un caso excepcional de meticulosidad y eclecticismo a la hora de componer. Partiendo de un armazón teórico inspirado por el clasicismo, fue capaz de transgredir sus restricciones armónicas sin prescindir de la música tonal. Maurice Ravel no fue, precisamente, un compositor prolífico y sin embargo se le reconoce como uno de los mejores orquestadores de la historia de la música. En este artículo nos interesa especialmente destacar los vínculos del compositor con las corrientes renovadoras emprendidas por sus compatriotas, a quienes admiraba y con quienes había colaborado estrechamente –Erik Satie, por ejemplo– a pesar de las asperezas puntuales que relatan los biógrafos.

En 1914 Maurice Ravel tenía 39 años y se encontraba en plena madurez artística, pero el conflicto supuso para él un varapalo y como a tantos otros compositores le sumió en una profunda crisis existencial. Pero parece ser que Ravel era un hombre obstinado y no depuso la firme determinación de defender a su patria con las armas. Pero sus deseos quedaron frustrados por su fisonomía, irónicamente. Su delicada salud y su complexión no “daban la talla” y no fue considerado apto por las autoridades militares para ser enviado al frente. Aún así no desistió de su empeño hasta que logró alistarse, pero desempeñando funciones menos heroicas que las que anhelaba en un principio. Su responsabilidad se reducía a conducir un camión –ya tan famoso en sus biografías como sus propias composiciones, al que llamó Adelaide–. Aunque no tardó más que unos meses en abandonar el frente en las proximidades de Verdún a causa de una inoportuna peritonitis. Tras el periodo de ingreso en el hospital donde fue operado y la larga convalecencia posterior, le instaron de nuevo a recuperar su condición civil. Después del armisticio, Ravel se trasladó al pequeño pueblo de Monfort l´Amaury, donde permaneció hasta su muerte.

La Primera Guerra Mundial estigmatizó al compositor y dejó su impronta en alguna de sus composiciones más reconocidas, como las seis piezas que componen la suite Le Tombeau de Couperin escrita entre 1914 y 1917. Al parecer, este trabajo comenzó gestándose como un homenaje al compositor francés muerto en 1733 al que hace mención el título de la obra –de ahí que Ravel se decantase por un estilo “neobarroco” en la partitura– pero que finalmente trascendió su sentido original transformándose en una ofrenda a seis de los amigos del compositor que habían muerto durante la guerra, entre ellos el musicólogo Joseph de Marliave, esposo de la pianista Marguerite Long que ejecutó el estrenó la obra.

Otra de las partituras más conmovedoras de Ravel inspiradas por el dramatismo de La Primera Guerra Mundial fue el famoso Concierto para piano para la mano izquierda, escrito entre los años 1929-1931. Los biógrafos de Ravel han encontrado la fuente de inspiración de este concierto en la visita al compositor realizada por el célebre pianista Paul Wittgenstein –hermano del filósofo Ludwig, autor del Tractatus logico-philosophicus, escrito entre trincheras mientras era soldado–. Ravel quedó profundamente impresionado por el dramatismo de lo que había sucedido al pianista, que tras haber sido tomado como rehén por el ejército ruso sufrió heridas tan graves que fue necesario amputarle su brazo izquierdo. Wittgenstein –que se codeaba con compositores de la talla de Mahler– continuó sin embargo su carrera como pianista y sería él mismo quien se encargase de estrenar en 1932 la obra que Ravel le había dedicado; con cierta polémica, además, ya que el pianista realizó cambios en la partitura con los que Ravel estuvo, en un principio, en completo desacuerdo.

Rusia

Si tal y como hemos visto la música francesa en torno a 1914 representaba “la nota disonante” de los cánones establecidos en la vieja Europa, en Rusia, igual que sucedía en Alemania, el nacionalismo musical seguía siendo la corriente imperante, aunque sus compositores más representativos mantuviesen de facto una actitud dudosamente proclive a esta corriente. Serguéi Prokófiev representa mejor que ningún otro de los contemporáneos de su país la convicción de que una nueva metodología –más heterodoxa– debía imponerse, ignorando la desaprobación del público tradicional y, por supuesto, la del academicismo en su conjunto.

El músico de origen ucraniano había revelado muestras de su debilitada fe hacia los dogmas arcaizantes de la música sinfónica mientras era estudiante el conservatorio de San Petesburgo. El 24 de mayo de 1914 se graduaría en piano, composición y dirección orquestal. Alumno irreverente de Rimski-Korsakov, la experimentación era un elemento recurrente en sus obras, no sólo respecto a su indisciplina armónica, sino también en sus exasperantes formas rítmicas y en su especial gusto por lo musicalmente grotesco –Sugestión Diabolique, Désespoir, etc.–. El mismo año de su graduación –que coincidió con el estallido de La Gran Guerra– abandonó Rusia para instalarse en Londres. Para aquel entonces en su haber ya contaba con cuatro óperas, dos sonatas, una sinfonía y varias piezas para piano. Nunca más regresaría a su país. Gracias a la admiración y posteriores colaboraciones con compositores de la talla de Shostakovich o Rachmaninov, a sus contratos con el omnipresente en la escena internacional Sergei Diaghilev, y, cómo no, a sus dotes como intérprete, Prokófiev evitó las consecuencias de la guerra dedicándose a viajar por aquellos países que aún no se habían implicado en el conflicto: Rumania, Bulgaria, Grecia,…

Con solo 23 años, en 1914 Serguéi Prokófiev ya había obtenido un año antes –con bastantes discrepancias en el jurado– el premio Anton Rubinstein (fundador del conservatorio de San Petesburgo) con su Concierto para piano N º 1 en Re bemol mayor, op. 10 –el más breve de los cinco que escribiría–. Cuando estalló la guerra esbozaba la ópera El jugador, inspirada en la novela homónima de Fiódor Dostoievski y cuyo estreno debió posponerse hasta la década de los años 30 a causa de la Revolución de febrero de 1917. Durante su viaje a Londres ese mismo año –1914– Prokófiev conoció al empresario Diaghilev, quien le encargó escribir un ballet basado en temas del paganismo ruso que originariamente se tituló Ala y Lolly. El compositor tomó como fuente de inspiración para este trabajo a la mitología escita, aunque la partitura no satisfizo finalmente las expectativas del empresario. Prokófiev la reescribió al año siguiente convirtiéndola en lo que hoy conocemos como la imponente –y fantasmagórica– Suite escita.

Es indudable que Ígor Fiódorovich Stravinski, nacido cerca de la actual San Petesburgo, es uno de los más influyentes compositores rusos del siglo XX. Nos vemos obligados a omitir su trayectoria por cuestiones de economía –su vida y obra son tan prolíficas que difícilmente unos pocos párrafos podrían hacerle justicia–.

Al declararse La Gran Guerra el compositor tenía 32 años y una brillante carrera consolidada a sus espaldas. Sin embargo, las dificultades económicas y la imposibilidad de consumar proyectos de envergadura en una Rusia pre-revolucionaria obligaron al músico a refugiarse en Suiza –país neutral durante el conflicto–, dividiendo su estancia entre Morges, Salvan y Clarens según las épocas del año. Allí permaneció hasta la década de 1920. Durante esos años difíciles, asolado por la tragedia que devastaba Europa y con un sentimiento de frustración respecto a sus aspiraciones como músico, se dedicó a componer trabajos de ejecución breve: música de cámara y piezas para piano fundamentalmente. La característica de estos trabajos –Tres piezas para cuarteto de cuerdas, por ejemplo– es que no comparten el carácter “nacionalista” de las obras anteriores, sobre todo el de sus ballets pertenecientes al periodo ruso. Algunos teóricos consideran estas obras “oscuras e intimistas” y con un acentuado carácter de ruptura respecto a la tradición. Se postula que este punto de inflexión podría ser interpretado como una negación meditada de su pasado. Baste pensar que tan sólo un año antes había compuesto rotunda Consagración de la primavera, obra maestra en las antípodas de las partituras menores que compondría durante su estancia en Suiza.

A este periodo corresponden también un conjunto de piezas fáciles para dos pianos que excepcionalmente sí obedecen a formas clásicas como la marcha, el vals y la polka. Otro ejemplo de este periodo de regresión, o transición según se mire, son el curioso ciclo de canciones Pribaoutki, compuestas entre junio y septiembre de 1914 para solista masculino –bajo, en la partitura original– (en la actualidad suele ejecutarse adaptada para contralto). Aunque un año antes y con gran escasez de medios la obra se había dado a conocer en París, su estreno orquestal se produjo en Viena en 1919 ante un público minoritario –y receptivo– en la controvertida organización Verein für musikalische Privataufführungen fundada por Schoenberg.

Pero la obra más representativa de este periodo fue su ópera El ruiseñor, inspirada en el cuento homónimo del danés Hans Christian Andersen. El éxito que el compositor había cosechado en sus anteriores trabajos llevó al Teatro Libre de Moscú a interesante por esta obra inconclusa. Fue un reto para el compositor reunificar su estilo anterior con las nuevas corrientes estéticas, aún así Stravinski la concluyó añadiendo a la partitura original dos nuevos actos. Sin embargo, el prometedor proyecto se malogró, pues el Teatro en cuestión acabó cerrando sus puertas arrastrado por la debacle económica del país. Y es aquí donde de nuevo aparece en escena el mago Diaghilev para rescatar esta obra maestra. Finalmente se estrenó bajo su mecenazgo el 26 de mayo de 1914 en la Ópera de París. La obra fue adaptada por el propio compositor para ser representada como ballet y reutilizada también con posterioridad como basamento de su poema sinfónico Le chant du rossignol.

Aunque no corresponde al periodo concreto que nos ocupa, no podemos concluir esta breve reseña del compositor sin referirnos a la Historia de un soldado, compuesta en 1918. La obra refleja el gran impacto sufrido por los años de guerra y se enmarca aún dentro del periodo ruso de Stravinski a pesar del paréntesis creativo que hemos descrito. En este peculiar trabajo para tres actores y siete instrumentos, el compositor se deja llevar por el estilo de otras músicas –el jazz o el ragtime– que habían ejercían un influjo enorme durante y después de la guerra, sobre todo en los compositores franceses.

Inglaterra

Aunque no formase parte del grupo de países detonantes de La Primera Guerra Mundial y su participación activa en la contienda se produjese de forma tardía –respecto a Alemania, Francia o El Imperio Austrohúngaro–, siempre que alguien se refiere a este gran imperio de ultramar aduce el “aislamiento” de la isla con respecto al resto de Europa y a las consecuencias que esta realidad llevaba consigo. No son pocos los historiadores que sostienen que El Imperio Británico, protegido por su gran flota –la misma que Alemania desde finales del siglo XIX aspiraba a suplantar construyendo a marchas forzadas los acorazados que le permitiesen ocupar de una vez por todas su lugar bajo el sol (lema pendenciero del país en aquel entonces)– no compartía los “estándares” artísticos –estéticos– del continente. Los centros neurálgicos de la música seguían siendo, pues, Viena, Berlín o París. Según esta teoría sin demasiado fundamento, los músicos no viajaban por Europa tanto como lo hacían sus contemporáneos continentales, tal vez –es discutible, por supuesto– inflamados de alta estima hacia su legendario patrimonio artístico. Lo cierto es, más allá de los tópicos, que Inglaterra sí bebía de esas fuentes estandarizadas, consciente o inconscientemente, aún más si tenemos en cuenta el desarrollo vertiginoso desde principios del siglo XX de las grandes rutas comerciales y de transporte de pasajeros y de los medios de comunicación, que contribuían a una rápida –e infalible– propagación en la sociedad inglesa de cualquier corriente social, y por extensión artística, surgida allende sus costas. Y así lo demuestran las composiciones de Arnold Bax o Ralph Vaughan Williams, por poner algún ejemplo.

Otro asunto diferente es la realidad concreta respecto a que en 1914 Inglaterra no contara con una cantera de músicos en activo tan copiosa e influyente como la de otros países europeos, a excepción, por supuesto, del maestro Gustav Holst. La razón es obvia. A pesar de tratarse de una gran potencia mundial hablamos sólo de un único país y no del congregado de sujetos y estéticas de todo un continente que someramente ha intentado describir este artículo.

 

Diógenes Granada.

Ilustraciones: Ascensión Malagón Solana.