Ser fiel a Beethoven se paga caro. Pero muy caro y ello pese a que el público que llenaba a rebosar el Palau de les Arts ofreció rotundas ovaciones, que se prolongaron casi a los cinco minutos, contrapuntadas con no pocos bravos al maestro Ramón Tebar, al cuarteto solista, a la orquesta de Valencia y al Orfeón Pamplonés, que interpretaron la novena sinfonía del músico de Bonn. Pero en honor a la verdad, he de decir que el resultado de la versión no fue satisfactorio y opino, modestamente, que no por culpa del director.
En la primera parte se ofreció del programa se ofreció el arreglo de la décima sinfonía de Beethoven, de Barry Cooper en base a manuscritos de última hora del propio compositor que vete a saber si eran de una sinfonía única o varias o pensados para otros destinos. La complejidad del ensamblaje no le funcionó al musicólogo inglés y la prueba es que goza de muy escasa devoción por parte de orquestas y directores. Lo que era genuino de Beethoven sí le sonó a Tebar a Beethoven pero el puzle era demasiado complejo, como para sacarle propiedad a esa componenda. Solamente hubo un momento con aliento poético en el adagio que precede a la frase de las trompas (solo dos eran escasas) previa a los dos acordes del final.
Y vamos con la «Coral», que es donde está la miga. De entrada diré que seguí la obra partitura en mano y comprobé que las entradas del director fueron claras, los gestos precisos, las demandas de expresión sugerentes e inspiradoras, pero la orquesta no respondía a su lenguaje y en particular a sus tiempos, veloces, pasionales y muy contrastados y eso que la batuta se esforzó en solicitar matices en todas ocasiones en que la pauta los demanda.
Los acordes iniciales anduvieron faltos de rotundidad y la sonoridad global de todo el movimiento anduvo huérfana en muchos grupos de entidad e intensidad, con una decadencia que sonaba a conspiración de silencio. El segundo tiempo fue seco y agrio y el gracejo optimista de danza era apesadumbrado por más que la dirección no hacía con sus gestos más que exigir jovialidad como demanda la partitura a la que fue rigurosamente fiel, como pudo apreciarse en los ritornellos que especifica Beethoven de los que no se erradicó ni uno, ni el último que muchas veces se suprime y que causó no pocas desavenencias de cuadratura en la interpretación. Parecía que los músicos, faltos de ánimo, no pudieran sacar el total de sus posibilidades. Los únicos que se despacharon a gusto fueron el dúo de trompetas con un sonido abierto por demás.
Mejoraron las cosas en el tercer tiempo sobre todo en el tema cardinal que tal vez sea el adagio (llevado casi andantino) más hermoso del todo el sinfonismo. Fue en el único en el que uno percibió la diáfana transparencia que la conducción intentaba buscar desde el minuto uno de la audición.
Los metales anduvieron desajustados antes de la entrada de las cuerdas graves en el último movimiento que exponen el tema del barítono, sin embargo en el fugato del tutti estuvo muy bien. El orfeón Pamplonés sin ser una agrupación de excepción (no es un coro profesional) le metió ganas en los dos allegros y recogimiento en el andante y singularmente en el adagio, muy devocional antes de entrar en el Vivace conclusivo. Del cuarteto no quiero hablar. Lojendio padeció lo suyo en las tesituras superiores al final de la sinfonía, Faus cumplió, Ombuena con una voz pequeña se escondió detrás de la orquesta y López de emisión intensa y poderosa en vez de sensación alegre transmitió exasperación irritada.
La verdad es que salí disgustado del auditorio del Palau de les Arts donde se ofreció el concierto que pertenece a la programación del Palau de la Música, que se encuentra en obras sin que sepamos cuando finalizaran. Muchas cosas no me cuadraban. Lo primero que hice nada más subí que me lleva a Valencia, fue descargar una app de un metrónomo en el móvil y comprobar las BPM (pulsos por minuto) de una negra. Entonces entendí muchas cosas. El primer movimiento está marcada la negra a 88, el segundo a 116, el tercero Adagio a 60 BPM y el cuarto 96 el presto. El allegro assai a 84 y el Vivace a 120. Es más. Aun diré que Tebar no llegó a llevar la velocidad que metrónomo en mano exige el autor, se quedó bastante por arriba de los 12 minutos y medio que por ejemplo a mí me costó de solfear el primer tiempo siguiendo el clic, clac del metrónomo, cuando llegué a casa.
El maestro quiso ofrecer la versión con el pulso que marca Beethoven tal y como han hecho recientemente, ilustres colegas como Rattle y singularmente Chailly y hace medio siglo Toscanini y además con un propósito de diáfana trasparencia en el sonido. De hecho estimo (no lo puedo decir seguro) que debió utilizar el urtext de Bärenreiter. Y ahí es en donde a mi parecer radicó el problema; los instrumentistas no estaban acostumbrados a ese ritmo que sin duda les debió parecer extraño, y de ahí debieron venir las desorientaciones, incuso con un cierto conato de inconformismo por parte de no pocos componentes de la orquesta. Mi criterio, se basa en establecer un análisis lo más exegético y escrupuloso posible sin culpabilizar ni exonerar, siguiendo el que siempre ha sido mi aforismo de diagnóstico: aquel que otrora se atribuyó a San Agustín: «en lo cierto unidad, en lo dudoso libertad y en todo caridad».
Antonio Gascó