
El debut de Roberto Abbado en el Auditorio de Castellón al frente de la orquesta del Palau de les Arts y de la Comunitat Valenciana, de la que es titular, no se saldó con el éxito esperado y eso que eligió un programa con mucho criterio en el que las remembranzas, el sentimiento y el gozo sincero de los niños establecían el precepto de las tres obras programadas.
La primera parte en la que interpretó la cuarta sinfonía de Mahler, resultó muy desvaída y eso que el maestro comenzó con el mismo pulso que empleaba, en su grabación DVD del 2009 su inolvidable tío Claudio III «el grande» (obviamente el primero debe ser Tiberio, Claudio, César, Augusto, Germánico que apellida a la primera dinastía imperial romana y el segundo Marco Aurelio, Valerio, Claudio, Augusto, Gótico que dos siglos más tarde, tampoco lo hizo mal). Pero, volviendo a la batuta, la cosa no fue mucho más allá de 30 compases. En el «molto crescendo» anterior a la entrada del hermoso tema lírico, hubo un conflicto de ajuste y luego la sonoridad se volvió muy divergente a lo largo de todo el movimiento, con excepción del cantábile anterior a la coda en el que se patentizó una especie de resurrección del criterio.
En el segundo tiempo el ternario tema inicial anduvo falto de agilidad, y excesivamente continuista. De hecho las danzas de la muerte no pasaron de ser lúgubres melodías sin el talante grotesco que les es substancial. Parecía que al director le interesaban más las disonancias de la madera que la intención global del conjunto. Mejoraron las cosas en el tercer movimiento delineando muy bien el melódico y sentimental motivo que presentaron unos cellos de sedosa sensación y reexpusieron en canon los segundos y las violas. La dominante en SolM, se quedó bastante diluida. Uno piensa si realmente el director no se acomodó con la sonoridad de la sala que tiene una cierta reverberación y que tal vez motivó a la batuta a no arriesgarse incrementando los fuertes para evitar resonancias.
La soprano Elin Rombo ofreció una lectura de los poemas de «Das Knaben Wunderhorn» muy lírica y con el candor infantil que reclaman los textos musical y literario, dando intención a la plácida alegría con su voz de refulgente cristal que en muchas ocasiones fagocitó la orquesta.
La cantante sueca se lució, y mucho en «Knoxville, summer of 1915» de Samuel Barbe. Su relato plagado de matices y hogareña plática, de una sociedad aun pueblerina, amigable, familiar, cotidiana, sencilla y afable, que con mano maestra puso en música el autor, no pudo ser más entrañable, ni más cautivador. Lástima que la ambientalidad orquestal se quedase corta de acentos sobre todo en el manejo de colores, timbres, para dar propiedad a las onomatopeyas de un tiempo country con guiños de slow rock y blues, que al autor de este texto no se le patentizó.
La sinfonía tercera de Schubert, que no es musicalmente una joya, sí tiene muy claras unas dobles herencias de Haydn y Beethoven (tres corcheas y una negra, la quinta al poder) la jovialidad melódica de los lieds de un autor que en el tiempo de la composición aun no tenía 20 años y disfrutaba de la vida escribiendo en tabernas y en medio de ambientes joviales con sus amigos. En la lectura del maestro italiano emergió ese carácter, teniendo además el buen juicio de dejar la iniciativa en los dos primeros tiempos a los clarinete y oboe solistas que en sus solos dieron componendas y aire al compás. Valseó bien el lander del minueto, con un aire muy ágil, y se enervó con la tarantela conclusiva, ya se ve que sin miedo a las resonancias acústicas de la sala. Sirva de anécdota el hecho de que la misma cuarta sinfonía de Mahler la ofreció en este auditorio el maestro Lorin Maazel, con Ofelia Sala de solista y la misma orquesta hace diez años (llegó al auditorio a punto y hora, se puso el blanco smoking y salió a escena) y sin hacer prueba acústica, ofreció una versión que aún nos hace relamer al recordarla.
Antonio Gascó