
Gonzalo Roldán Herencia
El Teatro de la Maestranza de Sevilla cierra su temporada con un magnífico montaje de la ópera Adriana Lecouvreur del compositor Francesco Cilea, con una exuberante Ainhoa Arteta en el rol principal y un elenco de cantantes muy equilibrado y adecuado a las exigencias de la partitura. Con este montaje, venido del Teatro di San Carlo de Nápoles, se pone fin a una temporada que, en líneas generales, ha satisfecho las expectativas de puristas y diletantes por igual.
Adriana Lecouvreur es, quizás, la obra más conocida de Francesco Cilea, una de esas partituras que merecen pasar a la historia tanto por la bondad musical de numerosos pasajes como por ser un claro ejemplo de cómo la música, puesta al servicio de la lírica, puede engrandecer un texto. La trama de celos y amores cruzados fue escrita por el libretista Arturo Colautti a partir de la homónima obra teatral de Eugène Scribe y Ernest Legouvé; en ella se sitúa como rivales por el amor de Maurizio a una actriz de la comedie française y a toda una princesa; esta última, despechada y derrotada en el juego del amor, decide vengarse y provocar la muerte de su rival, desencadenando el trágico final de la obra. Si bien el argumento tiene todas las trazas de folletín melodramático, la audacia al definir a los personajes y el tono elevado y agudeza literaria del texto hacen del libreto un soporte idóneo para la excepcional partitura de Cilea, que abunda en números de conjunto bien construidos y en un lirismo nada excesivo puesto al servicio de la expresión del texto.
Sin duda, la estrella de la noche fue Ainhoa Arteta como Adriana, un papel que borda desde su primera aparición. Las dotes interpretativas de la soprano se ponen al servicio de un personaje en el que la candidez y bondad de su corazón se entremezclan con pasiones encontradas; el amor incondicional, la resignada entrega a la causa de su amado, el desdén o la venganza definen un personaje en absoluto simple, como tampoco lo es la rica parte vocal que Cilea le proporciona.
Ainhoa Arteta estuvo espléndida en la encarnación de este personaje, embelesando una vez más al público de la Maestranza (en la memoria queda todavía su Manon Lescaut de hace cinco años). Su voz bella y de amplia tesitura se puso al servicio de los distintos registros de la actriz, representando a la perfección sus pasiones y sus anhelos, y distinguiendo los momentos de realidad de aquellos de ficción en los que el personaje encarna a su vez a otro personaje. La potencia vocal de la soprano guipuzcoana, su limpieza y claridad en los agudos, la perfecta dicción del italiano o la cualidad emocional de su canto son sólo algunas de las claves que nos ayudan a comprender por qué su interpretación fue sublime. Cabría destacar cómo llenó el escenario en sus arias Poveri fiori o Io son l’umile ancella, o su agilidad y naturalidad en los diálogos con Michonet o con la Princesa de Bouillon, aunque sin duda su agonía y muerte en el último acto constituyó el momento culminante de su interpretación.
También es digna de mención la interpretación de Teodor Ilincäi como Maurizio, el objeto de deseo de la Princesa de Bouillon y amor incondicional de Adriana. Su voz lírica de amplio espectro se puso al servicio del personaje, cuyo carácter de heroico conquistador queda bien reflejado en la rica línea melódica que el compositor le dedica. Particularmente interesante resultó la calidez de su voz en la romanza La dolcissima effigie, o su turbada expresividad en l’anima ho stanca, aunque sin duda el momento culminante de su interpretación fue su dúo final No, la mia fronte junto a Ainhoa Arteta en la conclusión del último acto.

Otros nombres propios destacaron también en la interpretación. En primer lugar, la mezzosoprano Ksenia Dudkikova ofreció la precisa y cuidada réplica a su rival en la trama, con unos graves bien conseguidos y una coloratura a la altura de su partenaire. Igualmente, el barítono Luis Cansinocomo Michonnet demostró no sólo tener un instrumento prodigioso, sino además unas altas dotes interpretativas. En los roles secundarios destacó el tándem formado por David Lagares como Príncipe de Bouillon y Josep Fadó como su servicial acompañante el abate de Chazeuil; su empatía y empaste en sus dúos revelaron una perfección técnica y un momento interpretativo elevados.
En cuanto a la puesta en escena, el director Lorenzo Mariani y las aportaciones coreográficas de Elisabetta Marinifueron muy oportunos. Hay que felicitar a todo el equipo técnico, ya que cada uno de los actos transportó a la audiencia a un espacio diferente en el que las acciones tenían lugar, desde la tramoya del teatro en el primer acto, pasando por los distintos gabinetes y estancias del palacio del Príncipe Bouillon, hasta la alcoba de Adriana en el último acto. Luces dirigidas, plataformas móviles, proyecciones sobre pinturas mitológicas o mobiliario de época llenaron un escenario dinámico y colorido, a lo que se suma un vestuario de época original e imaginativo responsabilidad de Giusi Giustino. Cabría destacar la esfera plateada que reflejaba a los bailarines que, en el tercer acto, representaron el ballet del juicio de Paris, en un momento álgido de belleza estética y delicado desarrollo escénico.
Por último, la Orquesta Sinfónica de Sevilla realizó una labor espléndida bajo la batuta de Pedro Halffter, garantía de coherencia interpretativa y bondad sonora. La obra de Cilea abunda en pasajes instrumentales intercalados entre las escena, y de un desarrollo melódico-armónico muy rico y de presencia constante en conjunción a la parte vocal. En este sentido, la dirección de Pedro Halffter fue hábil y efectiva, compensando los efectivos orquestales y potenciando la riqueza tímbrico-melódica de la partitura.