Aida, o la espiritualidad verdiana

Ya los últimos acordes de La forza del destino plantean una pregunta: ¿qué quiere decir Verdi con esta música? O más bien, y cambiando la perspectiva, ¿qué es esto que estoy sintiendo con esta música? Por primera vez, la respuesta no parece más o menos evidente. Seguramente se trate de aquello que el wagnerianismo acérrimo siempre ha esgrimido como argumento para situar a su ídolo varios pasos por delante del italiano; lo espiritual. Es decir, sentimientos y emociones que trascienden el drama y que no se pueden catalogar, por su profundidad, con las etiquetas clásicas de alegría, nostalgia, tristeza, pasión…

A partir de este momento, Verdi cultivará sin ninguna duda esa espiritualidad, no como una constante permanente y dominante en su música sino como un elemento que permanece oculto y que de tanto en tanto, cuando el drama se acalla en un momento de intimidad absoluta, surge de ahí donde siempre estuvo, y sin estruendos ni alardes se hace oír al desnudarse de todo lo demás. Hablo, por supuesto, de los primeros compases del gran dúo de amor de Otello, hermoso y terrible por su inocencia, como un oasis frente a la tempestad que se abate sobre ellos, que dejará en una brisa la que iniciaba la ópera. Hablo, por supuesto, de la soledad del rey Felipe II, quien desnudado de la pompa y la alteza necesariamente fingidas, no es más (ni menos) que un hombre, que la historia de un amor contrariado. Y hablo, por supuesto, de Aida.

En Aida, todo exotismo orquestal, todo el fasto, toda la grandiosidad y exuberancia del conjunto, está puesto al servicio del viaje espiritual de los tres protagonistas desde la pasión terrenal hasta la verdad absoluta, íntima y desnuda del amor. Es la máxima encarnación del ideal romántico, de ese primer romanticismo de tintes legendarios que tanto distaba del posterior verismo; Verdi no busca aquí divinizar lo humano, sino humanizar lo divino. Convertir a grandes reyes, caudillos y princesas, en hombres y mujeres. Mostrar que esa es su verdadera naturaleza. Que no sólo la muerte, sino también el amor, a todos iguala.

Así, Radamès avanza por esa senda desnudando al guerrero de sus laureles, de sus armas y finalmente de sus corazas; desde el impetuoso vencedor de los etíopes al traidor inconsciente, rendido de amor, que finalmente callará ante sus jueces y sólo así, vencido y condenado a muerte, hallará el verdadero significado y la auténtica meta de su existencia (como habría de decir André Chénier al verse en la misma situación unos veinte años más tarde). Esta consunción progresiva, a juicio del que suscribe no ha tenido nunca mejor encarnación que la del gran Aureliano Pertile en su grabación completa de la ópera de 1928, volviendo a demostrar (como haría con su Manrico) su inteligentísima lectura y capacidad emotiva al dotar de un verdadero desarrollo psicológico a sus personajes. El arrojo salvaje de su Celeste Aida es toda una declaración de intenciones, frente al hermosísimo diminuendo con el que culmina la escena final en la tumba, exhalando los últimos restos del alma del personaje, desnudado ya hasta la médula amante.

El de Amneris es quizá el más radical y doloroso de los tres viajes; del deseo, posesión egoísta, avanza al temor por la pérdida cuando descubre que tiene en Aida a una rival victoriosa; a esto responde de forma implacable en su triunfo cuando le es concedida la mano de Radamès en matrimonio. Hasta este punto, las infinitas intérpretes que han hecho de Amneris una suerte de víbora celosa y ebria de poder, pueden captar su esencia, pero después fracasan, fracasan porque en el tormento de Radamès ella abandona progresivamente todo deseo de posesión para entregarse a su salvación sin reparar en Aida, para finalmente alcanzar, con una ternura insospechada, la aceptación de su muerte; aquí se redime ella porque de alguna manera baja con ellos a la tumba, y más hondo, y su soledad es más profunda y solitaria.

Aida, por su parte, lejos de ser sujeto de los deseos y los odios de unos y otros, vapuleada y sin embargo capaz de sobreponerse, es la fuerza divina que atraviesa de parte a parte todo el entramado de intereses, pasiones y voluntades de los hombres; ni el poderoso Ramfis, que encarna todo aquello que en el mundo reprime la libertad y los sueños; ni el pusilánime Rey, que es el falso poder como marioneta de los verdaderos poderosos; ni siquiera el odio cegador de su padre consiguen apartarla de su viaje; ella cargará sobre sus espaldas las más terribles contradicciones para, finalmente, surgir de las tinieblas de la tumba oscura para redimirse y redimir tanto a Radamès como a Amneris y elevarse junto a ellos de un mundo corrompido (de lo que dan testimonio Ramfis, el Rey, los fanáticos sacerdotes y la masa voluble y temerosa de los egipcios).

Las grandes y gloriosas escenas corales, como el majestuoso final del segundo acto, no hacen sino agudizar la soledad de los personajes; Amneris triunfal, Radamès presa del remordimiento, Amonasro sediento de venganza, Aida devastada, y sin embargo la celebración sigue pese a ellos, el espectáculo continúa, sus anhelos sólo son pequeñas piezas sin importancia de un conjunto que vive ajeno a ellas. Estas grandes escenas de conjunto (el coro de sacerdotes al final del acto primero; las danzas, cortesanos y egipcios en las calles del segundo) van desapareciendo poco a poco, los espacios son cada vez más íntimos; llegando al acto tercero no tenemos palacios o plazas de Menfis sino la ribera del Nilo, y posteriormente en el cuarto la antesala de un templo donde sólo encontramos a Amneris y Radamès, para finalmente terminar en el fondo de una tumba. No es (o no es a mi jucio), por tanto, un canto a la patria frente a la opresión extranjera sino un canto al hombre frente a la represión de su libertad. Y en el ideal romántico, el amor es la máxima expresión de libertad.

Por tanto, y regresando para terminar a la escena de la tumba, nos encontramos con una muerte de amor en toda regla, una inmolación no por la salvación del universo, sino por el amor de un hombre, un hombre que al mismo tiempo también ha ido entregando todo cuanto era y cuanto deseaba ser por ella. Y allí, en aquella profundidad, no hay más mundo que ellos y ellos son el mundo, y esa asimilación del amor con el todo es, de nuevo a mi juicio, la máxima cumbre de la espiritualidad verdiana.

 

Manuel García Bravo