Oriente y Occidente se han regido tradicionalmente por sistemas de codificación musical absolutamente divergentes, tanto en el tratamiento rítmico, como en el melódico, el armónico e incluso el tímbrico.
A menudo los libros de historia señalan el descubrimiento por parte de Claude Debussy del gamelán balinés (Exposición Universal de París de 1889), como el principio de un nuevo estadio estético: el de la interacción mutua entre dos mundos musicales aparentemente antagónicos.
En efecto, el impresionismo encontró en la música oriental una fuente idónea de inspiración: las escalas pentatónicas y los modos orientales se convirtieron en una convención compositiva en el París de principios del S. XX, una vía exótica para escapar de la ya manida tonalidad post-romántica.
Quizás podría decirse que la música de Debussy fue esa piedra Rosetta que reveló a otros grandes compositores occidentales del S. XX el sumo interés que merecía la música venida de Asia. Pensemos en Olivier Messiaen y en su fascinación por el sistema rítmico de los talas hindúes y en la utilización de los mismos en sus composiciones. Recordemos al enigmático John Cage y sus incursiones en el apasionante oráculo chino del I Ching, que le condujo a indagar en métodos compositivo aleatorios.
Pero al margen de estos ejemplos arquetípicos, merece la pena señalar otro bastante anterior, absolutamente curioso: el del gran genio romántico Richard Wagner. Sí, han leído bien… Varios musicólogos de renombre han tenido a bien señalar que Wagner sintió una fascinación por la filosofía oriental al final de su vida, y que incluso esbozó el inicio de una ópera de temática eminentemente budista, que nunca vería la luz: “Los vencedores”.
¿Y cuál es la esencia del pensamiento budista? El viaje permanente, la reencarnación, en otras palabras: la continuidad.
Resulta fascinante percatarse de la importancia de esta palabra en la figura de Wagner. No en vano, se le reconoce como el padre del “drama continuo” en el género operístico, y de ese recurso tan emblemático bautizado como la “melodía infinita”. Pensemos en Tristán e Isolda: el ejemplo más magistral de una obra continua, construida por medio de leitmotivs sabiamente concatenados, que resuelven en el último acorde de la ópera la tensión que ya habían comenzado a gestar desde el inicio de la misma.
Esta continuidad, ese sentimiento tan oriental, es precisamente la componente fundamental del proyecto discográfico “de aire y luz”, de la compositora María Eugenia Luc, comercializado a través del sello Orpheus. Pero esa susodicha continuidad adquiere en las obras de Luc una acepción muy distinta a la de la literatura wagneriana.
Por un lado “de aire y luz” mana de una experiencia vital: el contacto personal de la compositora con la doctrina del Chi Kung. Precisamente, es la alegoría de las ocho fases de la respiración implícitas en esta técnica milenaria lo que define la estructura interna de este compendio magistral de Luc.
Por otro lado, en el caso de María Eugenia Luc, ese sentimiento de continuidad permanente se sugiere por medios opuestos a los utilizados por Wagner. Así, si bien éste basa su discurso en un conflicto permanente de los distintos temas, en las sugerentes obras de María Eugenia Luc, sencillamente no hay conflicto alguno.
He aquí, precisamente, el detalle increíblemente fascinante y mágico de este disco: nos encontramos ante un discurso musical eminentemente contemplativo, gracias al cual cada pieza dibuja un trazo único, sin aristas: una auténtica bocanada de aire, construida de principio a fin por medio de una instrumentación loable y una soberbia gestión del tiempo musical.
Es por eso que “de aire y luz” ha de ser considerado en justicia como toda una hazaña compositiva. En este ciclo de obras, Luc apuesta valientemente por alejarse de ese concepto que, precisamente, ha regido por antonomasia la música occidental: el conflicto. Pensemos en la forma sonata clásico-romántica (la más occidental, por antonomasia). Su estructura se basa en el conflicto temático entre el tema A y el tema B y, por supuesto, en el conflicto tonal entre los mismos. Es esa dialéctica, precisamente, la que confiere a la forma sonata un talante dramático. Y es el drama, por naturaleza, lo que ha regido la historia de la música occidental, y por lo tanto la ausencia de conflicto una de las señas de identidad de las músicas orientales.
No obstante, resulta sorprendente hasta qué punto María Eugenia Luc consigue evocar de este modo lo oriental, sin por ello hacer tabla rasa con la tradición contemporánea centroeuropea. De este modo, resulta evidente e innegable que su discurso musical se inserta con naturalidad en la realidad musical actual, heredera del post-espectralismo.
Formada en las grandes escuelas de la composición, en la maestría en el tratamiento tímbrico y en el despliegue abrumador de sofisticados efectos instrumentales, se contempla con claridad la firma de una excelsa creadora, que está a la altura de otras grandes de la talla de Sofía Gubaidulina y Kaija Saariaho.
En este tratamiento ecléctico, en este binomio Oriente-Occidente, “de aire y luz” centra sus señas de identidad, algo comparable a la también interesantísima producción musical del compositor japonés Toru Takemitsu.
No cabe duda de que una música tan visionaria e iconoclasta requiere unos intérpretes a la altura de sus exigencias, algo que sin duda queda patente en el Ensemble Kuraia, la Orquesta Sinfónica de Euskadi (OSE) y Sigma Project.
Convertido en uno de los grupos de referencia de la realidad contemporánea actual, Kuraia destaca en este disco por su precisión y extremo rigor con el que aborda cada obra, al igual que el cuarteto de saxofones Sigma Project, la agrupación de referencia internacional para esta formación. Mención especial merece la Orquesta Sinfónica de Euskadi, que en este proyecto exhibe un control absoluto de los planos sonoros en la pieza Jing.
El proyecto cuenta con la dirección música de Andrea Cazzaniga, el director habitual del Ensemble Kuraia, que demuestra hasta qué punto domina la literatura contemporánea después de muchos años dedicándose en cuerpo y alma a este repertorio apasionante.
Por todo ello, “De aire y luz” no debería faltar en la estantería del oyente adepto a la música contemporánea, pero tampoco en la del melómano sin profundos conocimientos. Y es que escuchar este disco es una experiencia orgánica y natural, como la misma respiración que evoca. Sin duda, dejará sorprendidos a todos aquellos que, todavía hoy, sigan intrigados en conocer cómo los grandes compositores vivos siguen creando por y para la evolución del universo sonoro.
Andrés Sánchez Alonso