Conviene desvincular este Quartett en el Liceo de Las amistades peligrosas en el que se basa, puesto que el texto reinterpretado por Heiner Müller sobre el que se adapta el libreto tan solo involucra a los dos examantes: el vizconde de Valmond y la marquesa de Merteuil, los dos conscientes de jugar al mismo juego. Lo juegan con una honestidad feroz, hiriente, violenta, pero que no puede calificarse de cínica ni miserable, como ocurre en la obra original de Pierre Choderlos de Laclos y sus versiones cinematográficas, dado que aquí desaparece la implicación de otras personas en su juego; la manipulación de la inocencia y las expectativas ajenas es precisamente lo que corrompe a los protagonistas originales, mientras que aquí no hay daño colateral, infligen su actitud pero también la acusan dentro de la piel de los sucesivos personajes que fingen el uno para el otro…«¿Estoy actuando bien? », «¿deberíamos dejar de actuar?» se interrumpen en dos momentos de la historia.
«El instrumento de nuestros cuerpos ha de ser pulsado hasta que el silencio rompa sus cuerdas».
Una gran sinergia entre la música de Luca Francesconi y el montaje de Alex Ollé (La Fura dels Baus), que en cada una de las doce escenas del único acto de esta ópera plantean una sugerente superposición narrativa que deslinda la acción del pensamiento. Podríamos decir grosso modo que, de una parte, el plano sonoro de los cantantes y el foso orquestal desarrollan la acción dentro del habitáculo suspendido, ajeno a todo contacto que no sea el del juego entre los dos personajes, y de otra, el plano sonoro de las grabaciones vocales y orquestales electro-acústicas conforma un universo onírico de pensamientos y confesiones en la proyección multimedia de Franc Aleu sobre el fondo escénico. La dureza de la acción y la fragilidad del pensamiento pueden contemplarse aquí como dos alivios opuestos pero igualmente lesivos para unas personas que no parecen tener escapatoria. No obstante, la partitura en su conjunto no admite esta división tajante y forma un espacio más superpuesto donde hay que subrayar la milimétrica compenetración del maestro Peter Rundel desde el foso.
Grandes los personajes y las personificaciones de la mezzo-soprano Allison Cook y del barítono Robin Adams, que logran un efecto subversivo y sublime sobre el espectador.
La obra se abre sobrevolando la ciudad de París hasta unos ventanales tras los que se masturba la marquesa de Merteuil con el nombre del vizconde en sus labios. Que «El amor es el dominio de los siervos» y «la felicidad suprema es la de los animales» bien sirven de premisas para enaltecer y explorar las pulsiones en sus diversas formas, asumiendo el rol de otros personajes que en realidad sacan a flote parte de sí mismos… el vizconde, en un largo vestido de noche negro, comenta divertido que podría llegar a acostumbrarse a ser mujer, ante lo que ella calla hasta interrumpir su largo silencio: «ojalá yo pudiera». El desenlace mismo de la obra es una confesión llevada al fatal extremo a través de un personaje caracterizado por Valmond que provoca otra clase de fatalidad en la marquesa, en lo que es un verdadero desmentido de las premisas de la que hablábamos antes. Queda la carcasa desvencijada de quienes hemos visto y la visión final de un París arruinado, del que solo sigue en pie la estructura de los edificios.
Félix de la Fuente