Alceste y Lohengrin según G. Mortier. Opera World

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En el París del siglo XVIII, a mediados de los años 60 y unos 10 años antes de la Revolución francesa, una joven, Pauline R., escribe, tras asistir a una representación de Alceste: “Escuché esta nueva obra con gran concentración. De inmediato, la ópera me cautivó  y me conmovió de tal manera que caí de rodillas en mi palco y permanecí así hasta el final de la representación”. Es la época en la que Gluck, uno de los compositores más famosos por aquel entonces, festeja su triunfo en París. Sobre todo entre los miembros de la nueva generación. Los mismos que habían leído Werther de Goethe y La joven Eloísa de Rousseau. Era la generación que desarrollaría los ideales burgueses de la Revolución francesa. Gluck se entrega por completo a este movimiento intelectual y escribe un prefacio a Alceste, que fue estrenada en Viena en 1767 y, en París, en 1776, en una versión revisada en profundidad, y que alcanza un enorme éxito. En el prefacio recalca que la música debe volver a su auténtica función: servir a la expresión del drama.

Si en la historia del arte existe desde tiempos inmemoriales la disputa entre “anciens et modernes”, la historia de la ópera se caracteriza además por un permanente movimiento pendular entre la ópera concebida como entretenimiento o como dramma per música. Esta nueva forma artística, que se inspira en la tragedia griega, la desarrollaría Claudio Monterverdi, entre otros.

En París, esta doble disputa se plasma en aquel momento a través del enfrentamiento entre los piccinnistas, admiradores del belcanto, y los gluckistas, defensores de la tragédie lyrique. Resulta curioso que esta polémica involucrara y dividiera a los enciclopedistas también. De parte de Gluck se sitúan Rousseau y Diderot, de la otra están D’Alembert y el Barón Grimm, en cuya casa vivió Mozart durante su viaje a París, y con el que D’Alembert tampoco se entendió. Mozart conoció entonces, en 1778, la música de Gluck, y está claro que su Idomeneo, que escribió dos años más tarde para la corte de Múnich, muestra su intento por superar el ideal gluckiano. Ifigenia e Illia son hermanas del alma.

“El éxito de Gluck está en estrecha relación con el desarrollo de los ideales burgueses.”

El entusiasmo de las jóvenes mujeres de la época se comprende mejor en el marco de su intento por emanciparse del ambiente rococó, época en la que fueron degradadas a objetos de placer a través de las obras del Marqués de Sade y el Duque de Orléans. Maria Antonieta, hermana del reformista emperador de Austria José II, pertenece a esta nueva generación y es una admiradora de Gluck, con lo que se muestra muy alejada de los intereses de su esposo Luis XVI, lo cual no la salvará de la guillotina.

Como ya se ha mencionado, el éxito de Gluck está en estrecha relación con el desarrollo de los ideales burgueses, tal como los muestran las pinturas de Jacques-Louis David, Jean-Baptiste Greuze y Jean-Siméon Chardin. Gluck ya había compuesto alrededor de 20 óperas cuando escribió su Orfeo ed Euridice. Que recurra al tema de la primera ópera de Monteverdi no es casual. Junto con Iphigénie en Aulide, Iphigénie en Tauride, Alceste y Armide, estas cinco óperas constituyen el corpus de su reforma del género artístico apoyado por su libretista Calzabigi, que es quien formula el prefacio de Alceste, que desarrolla el que sería su programa ético y estético, como hicieron Víctor Hugo con Cromwell o Richard Wagner con sus escritos teóricos.

Su éxito en París está más relacionado con esta voluntad de reforma que con la renovación de la expresión musical, para lo cual los parisinos eran más bien algo sordos. Sabemos que Mozart se sintió muy decepcionado en París y, como más tarde haría Wagner, se queja de su incomprensión musical. La innovación musical más importante es el ímpetu de los coros, la sencillez sentimental de las melodías con instrumento obligado como en “Oh malheureuse Iphigénie”, que  encontraremos también en la primera frase de la Sonata Claro de luna, de Beethoven, y la expresividad dramática de la orquesta en “Divinités du Styx” de Alceste.  El que esta radical reforma musical parezca actualmente pálida en ocasiones se debe a la historia de la música que se sitúa en medio: 50 años después, Beethoven compuso la Missa solemnis.

Tras el éxito de Iphigénie en Tauride, Gluck se retiró, por motivos de salud, a Viena, donde transcurrieron los últimos años de su vida, en los que se convirtió en mentor de Salieri. Cuando fallece, Mozart ya había compuesto Le nozze di Figaro y Don Giovanni, con lo que había determinado la estética de la ópera de los siglos XIX y XX. Pero Gluck anticipó mucho de ello, aunque necesitara a un genio como Mozart para que sus ideas sobre la ópera se transformaran en un súmum del arte lírico.

En el siglo XIX, y dado que Mozart estaba demasiado adelantado para su época, Gluck sigue siendo una figura rectora para todos aquellos que, una vez más, quieren rescatar la forma artística de la ópera de su función de mero espectáculo de entretenimiento. En primer lugar se sitúa Hector Berlioz, quien compone una maravillosa reelaboración de Alceste que él mismo dirigió. Y ahí encontramos naturalmente a Richard Wagner, quien se inspira en él para sus escritos teóricos sobre la ópera y el drama, y que programó y dirigió Iphigénie en Aulide.

Esto es motivo suficiente para dedicar el tercer proyecto de esta temporada a Alceste de Gluck y Lohengrin de Richard Wagner. Ambas óperas, Alceste y Lohengrin, contradicen el consumismo de la nueva burguesía de un modo brillante, retomando de nuevo la idea del dramma per musica de Claudio Monteverdi con mucho talento, cada una con sus respectivos medios estilísticos tanto musicales como dramáticos.

Con Lohengrin, Richard Wagner escribe la primera ópera (pues Tannhäuser está en deuda con el mundo, como el propio compositor dice) en la que intenta trasladar sus ideales sobre Ópera y drama a lo musical, lo que supone una auténtica revolución en la historia de la música, y cuya obertura es ya un brillante ejemplo de ello. Como Alceste, Lohengrin surge en un importante momento de cambio en Alemania. La idea de la Revolución francesa entusiasmó a la burguesía alemana, como nos cuenta Goethe, pero la degeneración de la revolución en un reino del terror y las guerras imperialistas con las que Napoleón, tras su coronación como emperador, quería conquistar Europa, empujó a muchos a alejarse de ella. Con el Congreso de Viena de 1815, Alemania cayó, como ningún otro territorio europeo,  bajo la dominación de la Restauración, y ello hasta 1849.

“Los intelectuales se retiran a un mundo ideal”

Georg Büchner, como ningún otro, denunciará este feudalismo en su obra La muerte de Danton, en la que analiza la Revolución francesa, y en la primera pieza proletaria, Woyzeck.

Alemania es una aglomeración de muchos territorios gobernados por príncipes a partir de privilegios que les permiten explotar desmedidamente a los campesinos. Los intelectuales se retiran a un mundo ideal cuyo modelo se inspira en el Sturm und Drang, Weimar, Schiller y Goethe. Y dibujan un paraíso artístico. Lo que en Francia ha provocado la revolución, se trasnforma en Alemania en sueños idealizados con la Oda a la alegría de Schiller, el Götz von Berlichingen de Goethe, y la construcción de una filosofía ideal por parte de Hegel. No obstante, surge al mismo tiempo un intercambio fascinante entre Francia y Alemania, cuando los defensores de los ideales burgueses, pero también realistas y católicos convencidos, se distancian del terror de Robespierre y del imperialismo de Napoleón, y buscan refugio en los ideales de Alemania, aunque estos no cristalicen en lo social. Sobre ello dan testimonio Madame de Stael y Chateaubriand, estableciendo las bases del Romanticismo francés, que incluye también, entre otros, a Victor Hugo, Theophile Gautier y Gerard de Nerval, traductor del Fausto de Goethe al francés. Resulta curioso el hecho de que los románticos alemanes admirados por los franceses fueran denominados “clásicos” por los propios alemanes.

En la época que abarca desde el Congreso de Viena hasta la revolución en Berlín y Dresde de 1848 y 1849, los intelectuales alemanes desarrollan su idea sobre el significado del “estatus nacional” y el concepto de “pueblo alemán”. Algunas de las personalidades más destacadas en este ámbito son los hermanos Jakob y Wilhelm Grimm, los autores de las recopilaciones de cuentos, que en 1835 publican La mitología alemana en la que Wagner leerá las historias de Tannhäuser y Lohengrin. Junto a otros cinco profesores, los hermanos Grimm pertenecen a la universidad de Gottinga, y todos ellos serán enviados al exilio por el rey Ernst August I de Hannover, por manifestarse a favor de la abolición de la monarquía constitucional que se acaba de instaurar.

Por lo demás, tampoco estas revoluciones triunfan, y eso llevará a la idea del imperialismo alemán bajo la égida de Bismarck, apoyado en la tan exitosa industrialización alemana y que se reafirma con la victoria frente a Napoleón III en 1870. Esta hybris alemana provocó después la declaración de la Primera Guerra Mundial, que apoyaron todos los intelectuales alemanes de entonces, incluidos Thomas Mann y Arnold Schönberg. Para decirlo brevemente, la frustración que produjo la derrota y los términos de la victoria de los aliados en los Pactos de Versalles fueron el caldo de cultivo del nacionalsocialismo. Este es el negativo de los ideales alemanes de finales del siglo XVIII y principios del siglo XIX. Y un ejemplo prístino de cómo los sueños y utopías se pueden convertir en lo contrario si no se integran de forma concreta en la estructura social. De ello habla Richard Wagner en el Anillo de los nibelungos, desde Niebelheim pasando por el Wallhalla hasta la decadencia del mundo. Y Lohengrin resulta, precisamente, su espléndido preludio.

El exilio de los hermanos Grimm y sus compañeros de la universidad de Gottinga es uno de los muchos acontecimientos que conducen a las llamadas rebeliones en las que Wagner tomará parte en Dresde, lo que le obligará a padecer a él también un exilio durante más de 10 años. Para entonces ya había compuesto Tannhäuser y Lohengrin, y, en 1851, Franz Liszt logrará estrenar Lohengrin en Weimar. Este hecho, ampliamente documentado en la extensa correspondencia al respecto entre ambos, le causará un gran pesar a Wagner, que soñaba con asistir a dicho estreno.

“Lohengrin es una obra increíblemente triste”

Esta ópera conquista a toda Europa en un muy breve espacio de tiempo, e incluso Verdi asistirá, fascinado y oculto en un palco,  al estreno en Bolonia, dirigido por su amigo Mariani. Las razones a la vista están: desde un punto de vista musical, se escuchan sonidos hasta entonces desconocidos, tanto en el preludio como en la profanación de los dioses por parte de Ortrud y la narración sobre el Grial de Lohengrin, y naturalmente en uno de los coros más complejos desde Bach con la aparición del cisne “ein Wunder, ein Wunder…”. Desde el punto de vista dramático, la ópera satisface todos los anhelos de la burguesía de entonces, decepcionada por la Restauración de Metternich y el “juste milieu” de Francia; frustrada en su anhelo de un nuevo orden mundial, convencida del especial lugar que ocupa el artista pero también de su soledad (Lohengrin), afligida por la melancolía que surge de la frustración de una utopía irrealizada.  Y todo ello plasmado en formas sobredimensionadas que ya utilizó también Meyerbeer, aunque este no lograra dotarlas más que de un efectismo semejante al de las actuales producciones de Hollywood.

Lohengrin es una obra increíblemente triste, porque al principio promete la realización de un nuevo mundo y al final, como a Elsa, nos abandona a nuestra soledad, pues la sociedad no pudo encontrar el valor para seguir la exigencia del artista, mensajero del utópico castillo del Grial: “no me interrogues nunca”. Elsa quiere saber en lugar de creer, y por ello no puede ser liberada, mientras Lohengrin tiene que regresar a su reino ideal del castillo del Grial solo… como Wagner en el exilio.