Teniendo en cuenta lo que me gusta Händel, la programación de esta Alcina se me antojaba como uno de los momentos más disfrutables de la temporada, debido sobre todo a la consistencia de una obra que es muy redonda en su concepción musical, donde tenemos al compositor en un momento de madurez que le lleva a la realización de obras de un nivel altísimo. El primer reparto me daba garantías por su especialización en este tipo de obras y las pocas dudas que tenía con respecto a la dirección musical de Moulds quedaron solventadas desde su lectura inicial de la obertura. Tuvimos el placer de asistir a una deliciosa velada barroca.
Todo ello a pesar del montaje escénico que perpetró David Alden en esta coproducción con la Opéra National de Bordeaux; en efecto, como de costumbre, poco añade a lo visto y, en ciertas ocasiones entorpece, sobre todo cuando se producían esas coreografías ciertamente anárquicas con más ruido que otra cosa. Alden redunda en la idea, ya muy utilizada por activa y por pasiva en la mayoría de las manifestaciones artísticas, del escenario dentro del escenario y modela algunos de los momentos como números musicales muy vistosos dignos de Broadway, que quedan relativamente bien en lo visual pero no añaden demasiado al significado de la obra; aparte claro está de lo ya manido en la que nosotros aparecemos como observadores de ese teatro de la hechicera Alcina en el que quedan atrapados el resto de los protagonistas por su capricho; la sucesión de puertas que actúan como frontera de las dos realidades tampoco añaden más y sí muchas aperturas de puertas. Centrémonos en el aspecto musical.
Christopher Moulds, dejó clara su impronta desde el principio con una dirección puntillosa y atentísima que vigilaba en todo momento todo lo que sucedía en la escena además de controlar las dinámicas orquestales; consiguió un equilibrio orquestal-vocal que no fue óbice para que su lectura fuera emocionante incluso en la aparente contención de su propuesta. Actúo de manera muy dinámica con los tempos escogidos sin olvidarse de la intimidad de los momentos más graves y acompañó en todo momento la interpretación de los solistas consiguiendo momento memorables; sonó muy bien la orquesta titular del teatro, mejor de lo que estaban acostumbrando, sobre todo las cuerdas, tersas y muy seguras durante toda la obra; muy interesante la idea de los músicos en escena que convertían algunas arias en verdaderos diálogos con el personaje central, especialmente el violín de Víctor Ardelean y el Cello de Simon Veis.
En cuanto a los solistas, claramente fue la noche de Karina Gauvin y Chistine Rice; verdaderas triunfadoras, pero con grandes actuaciones del resto con algunos matices. La canadiense Gauvin tiene un instrumento dúctil y carnoso que le ayuda para afrontar tanto las partes más íntimas, contenidas y en pianissimi con la misma solvencia que las enloquecidas arias que piden las más endiabladas coloraturas. Buena muestra de ello fue cada aria de la noche desde la sensualidad de “Di’ cor mio cuanto t’amai”, pasando por la vulnerabilidad sobrecogedora de “Sì, son quella” hasta llegar a la bellísima “Mi restano le lagrime” cantado todo con muy buen gusto, afinación extrema y potencia no exenta de sensibilidad. Un lujo que tuvo como contrapartida el fabuloso Ruggero de Rice, un papel que, como bien decía José Máximo Leza en el programa de mano, es uno de los más ricos escritos para castrado por Händel, con una evolución que el cantante, en este caso la mezzo, tiene que planificar cuidadosamente. Vaya prodigio su “Mi lusinga il dolce affetto”, justo en ese momento en que el protagonista empieza a reconocer a su esposa Bradamante, cantada cantada con gusto exquisito, dolce y muy legato, con todo el sentimiento que necesita en la exploración del papel y un acompañamiento conciso de Moulds que amplificaba la belleza con el sonido de una orquesta que acentuaba aún más el canto sentido de la británica. Su enrevesada aria “Sta nell’Ircana” fue buena muestra de su virtuosidad a la hoja de dibujar las coloraturas sin perder ni su intensidad ni su afinación ni, por supuesto, su canto legato.
Anna Chisty dibujó una muy buena Morgana, muy pizpireta y divertida y caracterizada por disfrutar de las arias más heroicas, con coloraturas casi imposibles pero ejecutadas admirablemente, como su famosa “O s’apre al riso” o la hermosísima “Credete al mio dolore” con el cello en escena. Lástima que no tenga una voz demasiado grande pero brilló a gran nivel. Lo mismo puede decirse del Bradamente de Sonia Prina, ejecutada muy dignamente a pesar de algunos excesos interpretativos, demasiado bufonescos, que resentían ligeramente la proyección de las agilidades. El tenor Allan Clayton empezó de manera estentórea en su primera aria, tiene una poderosa voz algo falta de control que deslució sus primeros momentos; afortunadamente, según avanzó la obra reguló más y demostró que, cuando se vuelva más contenido, es más que interesante y tiene muchas posibilidades futuras. Razonable el Melisso de Luca Tittoto, exhibió nobleza y templanza a partes iguales en su aria, a pesar de alguna dificultad al proyectar las notas más agudas; muy bien, para terminar, el Oberto de Erika Escribá, lució facilidad en la agilidad y gran volumen, una buena línea vocal.
Aplausos generosos de un teatro que no estaba lleno (habría que hablar alguna vez de los desproporcionados precios de las entradas) pero que disfrutó mucho de una gran velada barroca.
Mariano Hortal
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