Alejandro Carantoña. Entrevista

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Alejandro Carantoña es insultantemente joven: joven, porque nació tan hace poco como en 1988; insultantemente, porque esos apenas 25 años le han bastado para ser, además de periodista, un precoz erudito en ópera y publicar un ensayo y un libro relacionados con su pasión: Peter Grimes, el mar y la muerte y Cuestión de oficio, este último recién publicado por Trea y que consiste en unas memorias artísticas de Emilio Sagi, el aclamado director escénico ovetense que actualmente es director del Teatro Arriaga de Bilbao después de haberlo sido del de la Zarzuela y del Real. Carantoña, cansado del periodismo, quiere ser director escénico y en sus ratos libres de estudio emprende proyectos como éste: un libro ameno y absorbente que exuda alta cultura en cada letra, pero también un humor amable y un tono accesible con los cuales aporta su granito de arena a la labor pendiente de acercar este “arte total” y fascinante a un gran público que no sabe lo que se pierde. Sobre Cuestión de oficio, sobre Sagi y sobre ópera en general versa esta entrevista informal celebrada al calor de dos cervezas en Toma 3.

¿Por qué te gusta la ópera?

Creo que es algo subconsciente. Cuando era muy pequeño sonaba en casa, pero no de una forma muy explícita. Mi madre no es que fuera especialmente aficionada, ni que fuera todo el rato a la ópera, pero en mi casa siempre había música clásica sonando. El gusto consciente empezó cuando, como periodista, me tocó ocuparme de temas de ópera. A partir de ahí me di cuenta de que la ópera reunía, de alguna manera, todo lo que me gustaba: la literatura, la música, la escena, la imagen…

También del cine se dice que es un arte total.

Sí, pero en la ópera es más exagerado, porque la ópera tiene algo que el cine no tiene y no puede tener, que es que está ocurriendo ahí y ahora. Tiene ese aliciente: el directo. Y que, por mucho que se haya ensayado una ópera, por mucho que se haya preparado, nadie sabe nunca lo que va a pasar esta noche. Y eso es una especie de precipicio que nada más tiene.  Es algo que se entiende muy bien si hablamos de la crítica, del público y de esa cierta adoración por las viejas glorias que existe, como cuando en Oviedo se dice, por ejemplo, “Kraus cantaba esto mucho mejor”. Kraus murió hace quince años, ya no hay Kraus posible.

Se suele decir que el estreno de una ópera es muy diferente de las siguientes funciones.

Sí, porque en el estreno se libera una energía acumulando durante semanas, o incluso meses, de ensayos. Se va condensando y explota en la primera función; en la segunda ya hay un pequeño relajamiento, y en las siguientes va oscilando.

¿Se nota mucho, o hay que tener un oído muy preparado para verificar la diferencia?

No es una cuestión de oído, sino de transmisión. Puede que un ultraexperto detecte que ese do no sé qué, o ese re no sé qué más, pero más allá de eso hay una sensación global que es un poco indescriptible, pero que sí se percibe. De todas formas, hablamos de sitios como España. Como se explica en el libro, en Alemania la cosa funciona de manera diferente.

¿Por qué en Alemania sucede menos?

Lo que sucede en Alemania es que allí pervive un sistema que aquí también funcionaba antes, pero que ahora está casi circunscrito a Alemania: los ensayos de repertorio, en los cuales los mismos cantantes, los mismos equipos, hacen todas las operas, y se pueden hacer cosas muy deprisa, en tres o cuatro días. Funcionan como compañías de teatro y con algo de lo que Emilio habla en el libro: el concepto de engranaje, que es muy importante.  Puede ocurrir que, después de meses de ensayo, en el ensayo general el cantante se parta una pierna, o agarre una afonía. En España, cosas así ocurren más constantemente de lo que parece. Con un sistema como el de Alemania es posible sustituir al cantante rápidamente, porque hay una maquinaria bien montada. En España esa maquinaria se monta cada vez y es más difícil encontrar un recambio. Aunque se puede: en el libro se cuenta cómo Emilio salva una función de Wagner cuando dirigía el Real trayendo un tenor sobre la marcha. Pero es más difícil. Sin embargo, al mismo tiempo, la química que se genera, al ser nueva, es más pura, y quizás más auténtica que en Alemania. En fin, es como la diferencia entre ir a un restaurante de comida internacional e ir a uno de comida mexicana: probablemente sea mejor el mexicano, pero el internacional es más versátil.

¿Qué tiene de especial Emilio Sagi como director?

Yo creo que aquí hay dos niveles, que a mí no me gustaría que se confundieran. Tiene de especial, primero, que él inventó o planteó en España una forma de dirigir que no existía, que era propiamente la dirección de escena en ópera. Eso apenas se daba: en España, la ópera era una cosa de cantantes cantando con unos toscos telones de colores de fondo, y ya está. Él ejecuta esa transición. Eso, que fue lo que a mí me motivó a escribir el libro, por una parte. Por otra, lo que tiene de especial es una visión no sé si onírica, pero no necesariamente naturalista, sino bastante preciosista. Es uno de esos directores que piensa en la imagen completa: no se centra sólo en un gesto, en un pequeño detalle, sino que tiene una visión de conjunto que es bastante admirable.

Trázame tres o cuatro destellos de genialidad de Sagi, tres o cuatro anécdotas que revelen su genialidad.

La primera que yo daría es verle ensayar; la manera que tiene de manejar a la gente. La primera frase que él dijo cuando pisó el escenario del Teatro Arriaga para ensayar El juez fue: “Yo estoy aquí para buscar mis soluciones, pero vosotros estáis aquí para encontrar las vuestras. Cualquier cosa que necesitéis, decidla, y decidla cuanto antes”. Eso se lo dijo al coro, pero también se lo dijo a Josep Carreras. Como segundo destello de genialidad, yo ahondaría en Le chanteur de Mexico, que es una de las traducciones de las que más se habla en el libro, porque es de esas obras, igual que  La corte del faraón, que cualquier director de escena consideraría menor, frívola, que no les reportará nada, y Emilio hace un planteamiento tan desbordante, tan brutal… Para mí es una muestra de humildad enorme el hecho de renunciar a la propia gloria para realzar una obra y para divertir al público. Elconcepto de diversión, que parece que en ópera está un poco fuera de juego. El tercer destello de genialidad tiene que ver con su capacidad de reacción a la hora de gestionar un teatro, no ya como director de escena sino como director artístico. Me parece dificilísimo dirigir un teatro, y más difícil aún compaginar eso con un desarrollo artístico propio y personal. Y él es algo que consiguió hacer siendo muy consciente del público que tenía delante. Sagi es capaz de programar un Berg, un Wozzeck, ópera del siglo XX dura, y ardua, y densa, y de combinar eso con la zarzuela más despampanante. Y eso es un acto de visión y de perspectiva bastante notable. Y como cuarta pincelada, yo apuntaría quizás a su sensibilidad hacia la voz humana. Es algo que se traduce en su tratamiento hacia las sopranos. Yo tuve la oportunidad de ver, en una sola semana, el mismo montaje de Lucia di Lammermoor en  Oviedo con dos repartos diferentes; es decir, vi la misma aria, el aria más importante de Lucia di Lammermoor, el ‘Aria de la locura’, dos veces, interpretada por dos sopranos, en días consecutivos. Cada una de las dos sopranos tenía dificultades o retos diferentes en momentos determinados del aria, abordaba esos momentos de forma diferente: cuando una se tumbaba, la otra se ponía de pie; cuando una se ponía de pie, la otra se tumbaba. Pero Emilio conseguía que, aunque cada soprano transmitiese una cosa diferente, el montaje transmitiese lo mismo.

Se trata de combinar cosas aparentemente contradictorias: dar libertad a los artistas pero al mismo tiempo imponer la propia visión; ser capaz de realzar obras menores y, al mismo tiempo, de rebajar, en el buen sentido, las obras mayores, es decir, de simplificarlas para transmitírselas más eficazmente al público.

Probablemente sea así. Y creo que es un cosa de humildad. Yo no creo que la humildad sea un valor cultural en sí: a mí, cuando se dice que un artista no gusta porque no es majo, pues bueno, se me caen un poco los anillos al suelo. No creo que Beethoven fuese precisamente majo. Pero la humildad sí tiene un aspecto positivo, que en lo que respecta a Emilio se manifiesta en que él sabe dejar trabajar a la gente; sabe generar un entorno de trabajo en el que quienes trabajan con él puedan desarrollarse. Emilio Sagi nunca Emilioantepone lo que él quiera contar, lo que él haya encontrado en la obra, a lo que el artista necesite para cantar correctamente. Lo cual no quiere decir que, cuando Emilio tiene una idea, no se esfuerce mucho en llevarla a cabo. Lo hace, pero lo hace procurando no imponer. En cuanto a lo de realzar las obras menores y simplificar las mayores, eso se ve especialmente en la zarzuela, que es un género muy denostado, muy poco valorado, y que es verdad que intelectualmente, o culturalmente, puede no tener ese peso que se espera del gran arte. Sagi le da una vuelta al concepto de zarzuela y consigue que, más allá de esa alegría, de esa cosa despampanante, de esa exageración, se vea la cierta amargura que es el trasfondo de la zarzuela: esos principios del siglo XX en los que en España se pasa realmente mal, y surge la zarzuela como un teatro de evasión. Me parece un enfoque bastante interesante, porque significa leer las obras desde la perspectiva con que fueron compuestas, no desde lo que hoy supone, qué se yo, Pan y toros.

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En el libro se habla de cuánto fascina la zarzuela a los japoneses.

Sí. Y no sólo les fascina, sino que la entienden, y les divierte. Van al teatro sin esa percepción un poco averiada de la cultura que tenemos en España, en Europa, en Occidente en general: que hay que ir al teatro a pensar y salir de él con una reflexión superprofunda. Por otro lado, la ópera tiene habitualmente un lastre, que es el de que las obras son muy conocidas y el único aliciente, el único plus, es la visión del director de escena en lugar de la obra en sí. Eso con la zarzuela no ocurre, porque el espectador de zarzuela fuera de España va al teatro con sólo un contacto mínimo con ella. Y eso hace que su experiencia de la zarzuela que van a ver sea más pura.

También se habla de los pequeños malentendidos culturales que encontramos los occidentales al visitar Japón.

Sí, es una parte divertida, y más en Sagi, porque Sagi tiene un apego enorme a Asturias. Es de esa gente que vive el hecho de ser de Asturias con mucho cariño, y su forma de ver el mundo y de viajar, que se manifiesta en esos dos capítulos sobre América y Asia, es muy graciosa, porque al final no deja de ser un asturiano en Japón. Y el hecho de que odie el sushi es divertido. Pero además de malentendidos culturales, también los hay teatrales. Él también habla de ese silencio, de ese respeto que tienen los japoneses en comparación con los españoles. En una sala de ensayos española nunca hay más de dos minutos de silencio: eso sólo sucede cuando se ha muerto alguien y se le está rindiendo homenaje. Aquí la gente no se calla la boca ni para atrás. Allí no; allí lo que hay es un silencio sepulcral, una precisión metódica, una forma muy respetuosa y protocolaria de trabajar que a él le llama mucho la atención.

 

¿Significa eso que los japoneses valoran más la cultura que nosotros, o es simplemente una forma diferente de relacionarse con ella?

Yo creo que sí, que es una relación mucho más pura con la cultura, menos asociada a cuestiones sociales que rodean al teatro y a la ópera. Por ejemplo, yo recuerdo que conocí a gente de la Ópera de París y que estaban alucinados porque los habían llevado de gira por Japón y habían visto que allí las entradas costaban lo que tenían que costar, o sea, lo que tendría que costar realmente un espectáculo para pagar cada sueldo y el montaje. Las entradas eran del orden de 2.000 euros, una bestialidad. Pero la gente los pagaba, y los pagaba porque lo valoraba, porque allí hay una cultura del respeto hacia el trabajo y el arte de los demás. Aquí, sin embargo, si alguien me regala entradas para ir al ensayo general, pues me ahorro ir a la función.

En el libro también es muy divertida e interesante la parte de Cuba, en la que además de alguna anécdota un poco rocambolesca relacionada con Fidel Castro, se habla de lo tan diferente que es hacer ópera allí.

Hacer ópera en Cuba es lo mismo que hacerla en Marte: un mundo donde todo funciona de forma diferente. Lo más interesante es que en Cuba todo es sangre: por mucho que sean muy disciplinados, y que tengan mucha fama como bailarines y demás, Cuba es uno de esos países que respira por los poros. No hay un sistema de trabajo establecido y no hay una jerarquía en términos teatrales que funcione como aquí o en Estados Unidos. Y sin embargo las cosas salen, y salen bien. Quizás Cuba no sea el lugar idóneo para vivir y para desarrollarse artísticamente, pero sí para recibir enseñanzas muy valiosas sobre hasta qué punto es posible hacer cosas sin jerarquía y con muy pocos medios.

¿Cómo describirías al público español de ópera? ¿Cuáles son sus fortalezas y debilidades?

La gran ventaja del público español es que es muy variopinto, y que está cambiando mucho. Cada vez más gente joven se interesa por esta forma de arte, quizás por lo que decíamos al principio: que cada vez reclaman más el directo, el contacto. Ya no tiene mucho sentido pagar por entrar al cine cuando casi cuesta lo mismo que una entrada de ópera, que además tiene el aliciente de que ves trabajar en directo a ciento y picopersonas. Tiene un componente atlético, la ópera, que es muy llamativo: el hecho de que esa persona esté ahí cantando, y esté cantando sin micrófono, y yo la esté viendo a doscientos metros,como poco es llamativo. Bien, todo eso ha provocado que el público poco a poco vaya dejando de ser el público que va de esmoquin o de frac, y vaya al palco a cerrar negocios, y vaya convirtiéndose en uno interesado de verdad en lo que se le está proponiendo. Lo cual no significa que el asistente joven deje de llevar frac o traje o esmoquin: lo lleva, pero lo lleva por otro motivo que a mí me gusta mucho, y que es la ceremonia. Hay mucho aficionado para el cual ir a la ópera es una ceremonia, algo que implica una semana de estudio, de preparación, y ponerse elegante como muestra de respeto a los artistas y no por quién me va a ver y cómo me va a ver. Lo cual no quita para que España no siga siendo uno de los pocos lugares del mundo donde las entradas de ópera cuestan distinto para el estreno que para el resto de funciones.

¿A qué se debe eso?

Lo desconozco. En las primeras funciones… Mira, por ejemplo, uno de los grandes acontecimientos operísticos del universo es el 7 de diciembre de cada año, cuando se abre la temporada en la Scala de Milán. En la apertura de la temporada de la Scala de Milán hay una serie de códigos inviolables, que son tocar el himno italiano nada más comenzar, gritar un “¡Viva el presidente!” y que al acabar la función caiga una pitada monumental. Los artistas, en su mayoría, salen llorando y dispuestos a no volver jamás, como ocurrió el año pasado con La Traviata. El tenor llegó a su hotel a la una de la mañana y puso en su Facebook: “Queridos italianos, os agradezco mucho la hospitalidad pero solo pienso volver de vacaciones”. Hay un factor futbolístico en la ópera que en Italia perdura mucho más que en otros lugares, y que es ir a la primera función de una ópera igual que se va al fútbol a ver si, qué se yo, el árbitro pita bien el fuera de juego. No sé si me explico. Esto es igual: sentarse a ver qué ocurre en lugar de a disfrutar del espectáculo. Ese público es más propio de una primera función que del resto. Las primeras funciones tienen alicientes y características propias que tal vez expliquen esas diferencias de precio.

Otra parte interesante del libro son sus retratos de las grandes estrellas de la ópera: esa humildad que exhiben en comparación con muchos artistas desconocidos y sin embargo más presuntuosos: que Plácido Domingo se moleste por conocer todos los nombres de todos los trabajadores de todos los teatros en los que actúa, por ejemplo.

Sí. Yo eso lo pude ver en vivo y en directo con Carreras. Cuando vas a ver trabajar a Carreras, te esperas, no sé, una diva, un “que se pare todo que aquí estoy yo”. Ninguno de ellos funciona así, pero es que no pueden funcionar así. No es una cuestión de humildad. Le dan mucho valor al equipo y a la gente que hay, pero no por simpatía, sino por supervivencia.

Es como cuando tú eres director de escena, o escenógrafo, o iluminador, o vestuarista: sabes que quien te va a sacar las castañas del fuego no es el director del teatro, sino esa señora que está con una aguja ahí, o ese señor que está colgando un foco. Cuanto más a tu favor los tengas, mejor te va a ir. Con las grandes estrellas sucede lo mismo: si consiguen llegar a donde consiguen llegar es porque, al final, todos los que les rodean los impulsan y los quieren bien, quieren su éxito. Por otro lado, todas estas grandes estrellas son animales de la escena, pero son gente que ha vivido la transición de la vieja forma de hacer ópera a la actual; del simplemente subirse a un escenario a cantar al espectáculo completo en el que hay todo un equipo de artistas.

¿Es un mundo muy conservador, la ópera? No me refiero al sentido político, sino al artístico.

Yo no creo que lo sea, más bien al contrario, pero sí que hay una cosa práctica que genera esa sensación de inmovilismo. ¿Por qué siempre se hacen las mismas óperas? ¿Por qué todo el rato Verdi, todo el rato Wagner? ¿Por qué no hay óperas nuevas? Bien, sí hay óperas nuevas. Lo que pasa es que es mucho más caro hacerlas, porque tienen derechos de autor que las óperas de Verdi o de Wagner ya no tienen. Y además, Verdi es conocido. Si haces La Traviata, vas a llenar el teatro y te va a salir más barato que si haces Moby Dick, que se estrenó hace cinco años y no se ha vuelto a representar. Pero no: en absoluto creo que la ópera sea un mundo conservador. No puede serlo, porque si lo fuera se hundirían.

¿Cuál es la gran ópera de Sagi? Imagino que, como en todo, también cada director de ópera tiene su especialidad.

Más que una ópera en concreto, yo te diría que la especialidad de Sagi es un estilo, que es el bel canto. Su mayor universalidad la ha alcanzado con el bel canto, con los Donizettis, con los Bellinis, con los Verdis… Los Verdis los encara muy bien, aunque le encargan menos de los que le gustaría: nunca ha vuelto a hacer una Traviata desde el año 80, cuando debutó en el Campoamor. Pero tiene un gran don para ese tipo de repertorio, y además, cuando digo que es mejor en un repertorio que en una ópera en concreto, es porque él tiene ya un lenguaje que le hace moverse con mucha comodidad por esas aguas. Y no digo que sea lo mismo una Hija del regimiento, que una Lucia di Lammermoor, que una Sonámbula, que una Norma, pero sí que hay un lenguaje común que conecta todas esas óperas. Ese lenguaje, Sagi lo entiende a la perfección.

Otra cosa que se menciona en el libro es que en el circuito operístico, los cambios son muy bruscos: a uno lo pueden llamar de la noche a la mañana para dirigir un teatro, sin previo aviso.

Sí, estos saltos de mata son muy problemáticos pero muy reales. Suceden. Es algo cíclico: al final, la ópera es un circuito que, aunque sea internacional, es bastante limitado. En España, de ciertas dimensiones sólo hay siete u ocho teatros, aunque luego pueda haber festivales y demás. Y en el ámbito europeo el circuito no es menos reducido. Entonces, ¿qué pasa? Que si se va el director de la Scala de Milán, eso provoca un efecto dominó que acaba desencadenando que todos los directores de todos los teatros cambien de lanoche a la mañana. Y eso da mucha guerra, porque en los cambios de director intervienen factores políticos, económicos, administrativos y de muchas más índoles que son muy perjudiciales para la ópera, donde se trabaja a dos, tres o incluso cuatro años vista, que es el tiempo que se tarda en programar y en cerrar agendas. Un cambio tan brusco no te deja margen a esa preparación: tienes que empezar ya mismo. Y eso hace que acabe habiendo temporadas de transición, pero ello no impide que un director se pueda ver en la tesitura de tener que actuar muy rápido. Puede encontrarse, por ejemplo, con que esté programado un título especialmente complicado de cantar, qué se yo, Otelo, pero que se haya cogido porque hay un gran tenor para hacer ese Otelo. El problema de Otelo es que tiene toda una colección de papeles alrededor de ese tenor que son muy difíciles de cubrir. Si acabas de llegar a un teatro y te encuentras un Otelo a medio montar, hay que tener mucha cintura para salvar esa producción. Emilio la tiene.

Imagino que esa necesidad de actuar rápido hará que un criterio fundamental para contratar a un director y no a otro sean sus agendas de contactos.

Aquí a la gente se la contrata por las agendas, por lo que conoce y por lo que es capaz de tragar. Y lo importante no es sólo cuánta gente se te ponga al teléfono, sino cierto margen de maniobra para cachés y demás. Hay cantantes que se bajan los cachés para ayudar a un director que lo necesita.

Un acierto del libro es la naturalidad y la delicadeza con que se trata la homosexualidad de Sagi.

Eso fue un pacto que tuvimos los dos. Sagi siempre dice, y es una frase que a mí me encanta, que nunca salió del armario, porque nunca entró en él. Es algo que lleva con total naturalidad, y no nos parecía especialmente relevante hablar de ello. Y, sobre todo, yo, como autor y presentador de estas memorias artísticas, no quería que pareciese que su homosexualidad tiene algo que ver con su trabajo. No quería que la mención a la homosexualidad de Sagi impregnara todo lo demás. Pero tampoco se trataba de ocultarla, porque eso transmitiría una imagen errónea de cómo vive Emilio esa parte de su vida, y tampoco queríamos clausurar las memorias sin homenajear a Javier Escobar, que fue compañero de Emilio durante décadas y que estuvo a su lado desde el minuto cero de su carrera hasta que murió. Lo que hicimos fue dejar esa parte para el final; ocuparnos de ella sólo después de dejar todos los cabos bien atados. Aquella entrevista fue la última de todas, el mismo día del estreno.

¿Cómo se gestó el proyecto de hacer el libro?

Fue idea mía. Se me ocurrió el día de Reyes de este año, y se me ocurrió porque me parecía relevante por varios motivos. El primero es que yo siempre le he dado muchas vueltas al tema del recuerdo y de la pervivencia de las cosas. Mi abuelo fue periodista y director de El Comercio durante cuarenta años, y empezó a dictar sus memorias, pero nunca las llegó a terminar. Murió antes, y todo lo que él fue como periodista se ha perdido, más allá de que podamos ir a la hemeroteca y leer sus artículos. Por eso me parecía importante que Emilio Sagi tuviese ese retrato, ese reflejo en un libro. En segundo lugar, yo, que aspiro a llegar a ser director de escena de ópera en un momento determinado, veía que se me terminaba el trabajo en el Teatro Campoamor, no tenía mucho que hacer y quería seguir formándome y aprendiendo. Vi que no había bibliografía sobre este asunto y se me ocurrió abordarlo de este modo. Así que decidí contactar con él, y él aceptó muy rápido. Estuve documentándome intensamente durante un mes, y después comenzamos las entrevistas.

El libro, tal y como está escrito, ¿tiene más de la voz de Emilio Sagi, o de la de Alejandro Carantoña?

Es difícil de decir, pero la gente que nos conoce a los dos y que ha leído el libro dice que es una voz un poco extraña porque a ratos parece la mía y a ratos parece la suya. En todo caso, la gente que conoce sólo a Emilio, y eso me enorgullece bastante, dice que la voz es inequívocamente la de él, la de Emilio.

¿Cuáles son tus propias óperas predilectas?

Tengo algunas querencias, dos en concreto, por distintos motivos extramusicales. No, te voy a decir tres. La primera es Muerte en Venecia, de Benjamin Britten. Muerte en Venecia no sé cómo cayó en mis manos, pero fue una de las primeras partituras que me regaló mi madre cuando decidí meterme en esto de la ópera.  Es una ópera a la que le tengo un cariño especial porque tiene una forma de hablar de Venecia y de la muerte, del crepúsculo de la gente y del crepúsculo artístico, que es alucinantemente buena. Y además entronca con la ópera que a mí me movió realmente a meterme en esto, que es Peter Grimes, también de Britten. La segunda ópera que mencionaría sería El cazador furtivo, de Weber, que está basada en un cuento alemán y que, aparte de que musicalmente sea superpotente, tiene un significado especial para mí porque me quise presentar con ella a un concurso de dirección de escena el año pasado, y los que convocaban el concurso me dijeron que no hacía falta ni que me presentara porque no lo iban a mirar, y que me dedicara a cualquier cosa que no fuera la ópera porque no lo iba a conseguir. Tengo guardado ese correo y tengo guardada esa partitura por si algún día… No tanto como venganza, sino más bien como recordatorio de por qué estoy en esto. Y como tercera, aunque suene un poco a topicazo, yo diría La Traviata, porque fue el montaje con el que yo empecé el año pasado como ayudante de dirección de escena, y me hizo conocer a mucha buena parte de la gente que hoy es mi familia en el mundo del teatro. 

Se suele decir y no sé si es cierto que a los aficionados a la ópera les gustas o la ópera italiana o la ópera alemana, pero nunca las dos. ¿Tan diferentes son? ¿Tan difícil es ser capaz de disfrutar de las dos?

Mira, ése es otro de los cambios afortunados que se están produciendo y que tienen que ver con lo del conservadurismo. Y hay otro pilar, ¿eh?, que es la ópera inglesa, aunque hay gente que dice que la ópera inglesa no es ópera. En fin, hay varias facciones, pero sí, esa dualidad existe, y yo no creo que tenga mucho sentido. Es como decir que no te gusta el cine chino, o el español. Recuerdo que antes, cuando había videoclubes, siempre había una sección titulada “Cine español”. Bueno, pues igual hay que empezar a romper eso, esas fronteras. Se puede contar lo mismo desde formas distintas y sensibilidades diferentes.

La ópera, ¿sólo puede ser un fenómeno occidental, o hay cabida a, qué se yo, una ópera china?

Hay ópera china. y hay ópera japonesa, pero no configurada tal y como la entendemos aquí, sino con otros gustos y formas que a nosotros nos pueden resultar muy arduos. Yo no creo que la ópera sea estrictamente occidental, pero sí que es intraducible. Creo que es intraducible. Aunque una ópera se pueda interpretar en otros idiomas, y el texto se pueda adaptar más o menos, no es lo mismo. Precisamente ahora se acaba de estrenar en Oviedo El castillo de Barbazul, de Béla Bartók, y el director me decía al principio del proceso que, aunque hay una traducción al alemán aprobada por el propio Bartók, esa obra no puede representarse en alemán; debe representarse en húngaro. La letra está en húngaro, pero la música también está en húngaro, porque su sonoridad, su forma de respirar, etcétera, está determinada por el texto en húngaro. En literatura, tú puedes traducir una novela china al español con más o menos fortuna aunque nunca puedas llegar a traducir al cien por cien lo que es y lo que significa, pero en las óperas la traducción es directamente imposible. Si hay diferencias insalvables entre el alemán y el húngaro, no digamos ya entre Occidente y Oriente. Tampoco hay una ópera africana.

Otro aspecto interesante de la ópera es la cierta mística que la rodea y que la imbuye: todo ese mundo de fantasmas y supersticiones que también tiene el teatro.

A mí eso me gusta mucho, sí. Un teatro vacío impone mucho, y un teatro a oscuras no digamos. En la ópera hay algo de ritual que perdura en eso que hablábamos de la ceremonia y el protocolo. Una ópera se parece mucho a una misa; es algo muy espiritual. La ópera, en el mundo en que vivimos ahora, es uno de los poquísimos momentos en que estamos dispuestos a apagar el móvil, sentarnos en una butaca y dejarnos llevar, dejar que hagan con nosotros lo que quieran. La entrega por parte del espectador es enorme. Es algo, sí, espiritual, religioso casi. Y de ahí salen los fantasmas, los mitos, la prohibición del amarillo, el “mucha mierda”, todos esos códigos que tienen su encanto. 

Volviendo al tema de las pulsiones de genialidad que forjan a los grandes directores, ¿la clave del éxito está más en ser capaz de entender bien las obras, en ser capaz de transmitírselas adecuadamente al público, o, por utilizar un símil futbolero, en la gestión del vestuario, es decir, en la destreza en manejar a los artistas?

Yo creo que es una mezcla de dos cosas: una, la comprensión, y dos, la posición en la que te coloques para ejecutarla. Hay evidentemente una parte técnica en la ejecución, pero sobre todo es algo interior. Cuando a ti la obra te dice algo, cuando… Mira, en el libro hay una pequeña revelación, algo que no todo el mundo sabe, que es que Emilio no utiliza partituras. Eso, ese saberse las partituras de memoria, a los cantantes les impresiona mucho, pero no es una pose de Emilio: no necesita las partituras, pero no las necesita de verdad. Interioriza las cosas y eso, de un modo u otro, le coloca en una posición de comodidad con respecto a la percepción global del ambiente. El éxito está más ahí que en las pequeñeces técnicas: no eres ingeniero por saber diseñar planos en Autocad, y no hace falta saber tocar un instrumento para ser director de escena, aunque ayude. Es algo más etéreo.

¿Cuál sería, para ti, la política cultural ideal de las administraciones con respecto a la ópera?

Creo que es algo que hay que cuidar por varios motivos. En primer lugar, motivos culturales que no me voy a cansar en explicar, porque los únicos que critican la ópera son quienes nunca han ido. Yo no conozco a nadie que haya ido a la ópera y haya dicho: “Dios, no vuelvo”. Cualquier ópera, si respeta unos estándares mínimos, es algo que culturalmente tiene un valor innegable. Y esto, como te digo, no me preocupo en explicarlo: se trata de ir y verlo. Y luego creo que es algo que hay que fomentar mucho porque, en primer lugar, nos falta creatividad, y los teatros tienen que estar muy pegados a la sociedad en la que se encuentran para que los potenciales autores se atrevan a entrar en ellos. Así como basta comprarse un bolígrafo  y un taco de folios para sentirse escritor por un día, en el caso de la ópera es muy difícil hacer que la gente se sienta parte de ello.  Por eso hay que generar actividades de todo tipo en torno a los teatros: para que la gente entre en ellos y empiece a sentirse partícipe de lo que en ellos sucede. Por último, hay un factor estrictamente laboral. Hay un montonazo de oficios en torno a la ópera, muchísimos, que van desde la sastrería hasta la electricidad y desde la dirección de escena hasta el acto del canto. El valor añadido que se genera en una sociedad alrededor de todo eso es inestimable. Generar ese ecosistema es importantísimo. En el caso de Oviedo, está estudiado que el impacto de la ópera en el PIB es positivo; que la ópera es rentable. Quizás modelos salvajemente grandes como el del Palau no se midieran bien en su momento, pero cosas más ajustadas tienen una rentabilidad segura. Y eso sólo en cuanto a lo económico; siguiendo un criterio de rentabilidad más amplio, el impacto es incontestable. Hoy hay artistas internacionales que quieren debutar en Oviedo. Hace tres años, Sondra Radvanovsky, que es una de las mejores sopranos del mundo, debutó como Norma aquí. Y vino a debutar aquí porque Oviedo es un teatro de repercusión internacional y, al mismo tiempo, de las dimensiones adecuadas para poder debutar un papel con garantías: debutarlo directamente en el Metropolitan de Nueva York es un riesgo enorme para un cantante. En cuestión de ópera, Oviedo juega en una liga muy superior a la que podría esperarse atendiendo al tamaño y la importancia global de la ciudad. De todas formas, más importante que las subvenciones es el apoyo institucional; el respaldo de todos los agentes para que la ópera deje de ser vista como algo elitista y para dejar de derrochar tan bestialmente como lo hacemos todo el talento potencial que hay en España.  

Pablo Batalla Cueto- Asturias 24