Hacía más de un cuarto de siglo que no se representaba esta ópera en Maribor, cuyo Teatro Nacional mantiene unos altos estándares de calidad que harían sonrojar a varios teatros de ciudades de similares características. Andrea Chénier, una ópera con trasfondo social que muestra las dos caras de la Revolución francesa a través de una trágica historia de amor, es sin duda uno de los títulos más queridos por el público. Umberto Giordano compuso una música a la vez brillante y delicada para servir a la estructura dinámica y equilibrada del excelente libreto de Luigi Illica.
Y eso mismo se espera de una puesta en escena de esta obra verista que por momentos se refleja en el romanticismo. En este sentido, la propuesta de la directora de escena Sarah Schinasi está a la altura, encontrando un equilibrio escena-foso idóneo desde el recurso de la evocación. Si en el primer acto vemos el lujo en el palacio de la Condesa de Coigny, en gran medida debido al opulento y colorido vestuario diseñado por Jesús Ruiz, en cada acto se nos presenta el espacio narrativo adecuado a las acotaciones del libreto. La inteligente escenografía firmada por William Orlandi permite transitar del primer al segundo acto, y del tercero al cuarto, sin bajar telón, de modo que asistimos a la construcción del nuevo espacio donde habitan los personajes. Estos son recreados con no pocas audacias en la concepción de los protagonistas, como una Maddalena menos cándida de lo habitual y un Carlo Gérard más brutal, hasta casi llegar a la agresión sexual en la entrevista que ambos mantienen en el privado. Pero Schinasi sabe cómo mantener el río en su cauce y utiliza el vídeo para retornar a la evocación. Son detalles de una regia de excelente factura, donde riesgo y tradición van de la mano, imbricada inteligentemente con la escenografía, el vestuario y la iluminación (Andrej Hajdinjak) para potenciar el efecto conjunto.
En el foso, los primero minutos de la orquesta estuvieron un poco desangelados -sonaba en exceso-, pero el sonido se fue asentando hasta dar, antes de finalizar el primer acto, con el volumen adecuado para no tapar la voz de los solistas. El director musical, Loris Voltorini, fue cuidadoso con las danzas y disciplinado con los pasajes corales. Enfatizó las grandes arias y dúos de los solistas aunque pecó en algunas ocasiones de tempi en exceso lentos, especialmente en la esperadísima aria “La mamma morta”. Afortunadamente la soprano Sabina Cvilak posee el don de la flexibilidad. Es una soprano lírica con cierta anchura, sin llegar a ser una spinto. Su inteligencia musical la llevó a delinear una Maddalena sensible que crece con la obra hasta llegar a ese gran dúo final con Andrea Chénier, interpretado con precisión por el tenor Renzo Zulian. El timbre grato de este, de emisión no siempre canónica, consigue emocionar por su bello fraseo. Una ingrata flema le hizo pasar un mal momento en el dúo con Maddalena del segundo acto, pero allí también mostró ese canto sincero que conmueve sin necesidad de recurrir a fuegos de artificio. Ambos cantantes mostraron suficientes dotes actorales para hacer creíbles sus cometidos. No sucedió así con el barítono Siniša Hapač, vocalmente idóneo por potencia y color, pero como actor solo dejó entrever un esbozo del más vivo -teatralmente hablando- de los tres personajes protagonistas. De la docena de personajes secundarios, todos acertados, destacaron por su buen hacer las mezzosopranos Irena Petkova (la mulata Bersi) y Anna Evtekhova (la Condesa de Coigny) y el bien timbrado barítono Luka Brajnik, que se desdobló como Roucher y Pietro Fleville. El público de este día de estreno aplaudió con entusiasmo a todos los que comparecieron al caer el telón. Siendo una ópera de este calibre un reto, el Teatro Nacional de Ópera y Ballet de Maribor puede estar satisfecho del resultado obtenido.
Federico Figueroa