28 de mayo de 2017. La Ópera de Zúrich suma una estupenda producción a las escasas opciones que hay en la actualidad en el mundo (Moscú, Múnich, Lyon, Berlín, Ostrava y Buenos Aires) de esta extraña e imponente obra de Serguéi Prokófiev (1891-1953). El propio compositor nunca la vio en escena aunque la compuso en la segunda década del siglo pasado, ya que no fue estranada hasta un año después de su muerte, en una versión concierto en París y con escena en 1955 en Venecia. Está basada en la novela del dramaturgo simbolista Valery Briúsov, ambientada en la Alemania medieval y el complejo clima psicológico que viven sus habitantes. El polémico director de escena Calixto Bieito no va por el camino de la sexualidad, y esta obra tiene un amplio pasillo por esa vereda, y sí por el de la inestabilidad mental de la protagonista, Renata, y los deseos de quien la ama, Ruprecht. Alrededor de ellos danzan las monjas, el sacerdote, el curandero y otros personajes. Bieito traduce lo sobrenatural, marca del simbolismo, en los impactos que causan las interacciones entre todos estos personajes. Renata, desde niña, tiene visiones. Un ángel, llamado Madiel, se le aparece y la invita a llevar una vida casta y entregada a Dios. En su adolescencia, ella se enamora de él y le desea sexualmente. Madiel desaparece en una llamarada advirtiéndole que volverá a encontrarle como humano. Desde entonces Renata le busca y cree hallarlo en la figura del Conde Heinrich, un personaje que no canta ni habla. Ruprecht, está enamorado de Renata y está convencido de lo que ella le cuenta. En esta propuesta queda claro que la protagonista es una desequilibrada mental que arrastra en su torbellino a quienes están con ella. Ella terminará en la hoguera, ajusticiada por las autoridades eclesiáticas azudadas por el pueblo. La versión de Bieto traslada la historia a la mitad del siglo pasado. La bicicleta de Renata, presente desde el inico de la obra, arderá al final como la pira a la que fue a parar la desdichada, convirtiendo al objeto en metáfora de la libertad de su niñez y adolescencia. La escenografía (Rebecca Ringst) es una caja giratoria compartimentada, como una casa con varias habitaciones, a la que estupendo diseño de iluminación (Frank Evin) potencia su belleza plástica, que gira y gira como la mente de cualquier ser humano. El vestuario (Ingo Krügler) es visualmente feo, aburrido, como podría ser en aquellos años en un país que acabada de pasar por una guerra catastrófica. El golpe visual es fuerte y fue acompañado de otro, el musical, de gran intensidad. Prokófiev no se anduvo con medias tintas y puso colores y líneas melódicas con carácter rayanos en lo sobrenatural.
En el foso Gianandrea Noseda interpretó la partitrua con lirismo de alto voltaje, mientras que sobre el escenario la soprano lituana Ausrine Stundyte encarnó a Renata con una entrega escénica de primerísimo nivel que sumadas a su portentoso poderío vocal conquistaron a la audiencia. El barítono Leigh Melrose estuvo a la altura de su colega y consiguió que Ruprecht mostrara diversas facetas: ternura, lujuria, locura. El tenor Dmitry Golovnin fue el perverso Agrippa von Nettesheim/Mephistopheles con sus rutilantes agudos. De los personajes menores, todos en cantantes de muy buen nivel, destacaron positivamente el bajo Pavel Daniluk (El Inquisidor), las mezzosopranos Liliana Nikiteanu (la casera) y Agnieska Rehlis (pitonisa/abadesa). Al final de la representación, hubo aplausos encendidos a todos los artistas.
Federico FIGUEROA