No abundan especialmente las cantantes con tesitura de mezzosoprano, y más que se atrevan a lanzar un disco en solitario. De tierras del Cáucaso nos llega Anita Rachvelishvili, la mezzo georgiana que ha presentado su propia puesta de largo discográfica en el sello Sony Classical con un variopinto repertorio de arias operísticas, unas universalmente conocidas y otras mucho menos exploradas, de Bizet, Saint-Saëns, Verdi, Massenet, Arakishvili, Rimsky-Korsakov, Mascagni y Gounod, en el que le secunda el Coro del Teatro Municipal de Piacenza dirigido por Corrado Casati, y la Orquesta Sinfónica Nacional de la RAI bajo la batuta de Giacomo Sagripanti, dignos acompañantes que cumplen con absoluta corrección sus cometidos. Estamos ante un caleidoscopio operístico en el que la joven cantante exhibe un fresco y cálido timbre de manejado vibrato en cada una de sus caracterizaciones, eso sí, con algún resultado desigual.
De la universal ópera para mezzosopranos de altura, la Carmen de Bizet, se incluyen dos arias, un papel que la georgiana ha interpretado ya en más de 300 ocasiones desde su inesperado debut de 2009 en La Scala de Milán junto al tenor Jonas Kaufmann y bajo la dirección de Daniel Barenboim. De un lado, abre el disco la Seguidilla, en la que saca a relucir su registro grave, y más adelante la Habanera, cantada con bastante finura y elegancia. Ambas no están exentas de intencionalidad teatral, prueba del bagaje que la cantante ha adquirido con este rol.
Siguiendo con el repertorio francés, nos encontramos con la Dalila del Sansón y Dalila de Saint-Saëns, en cuyas dos arias de rigor (“Printemps qui commence” y “Mon coeur s’ouvre à ta voix”) Anita destina elegancia en canto y pronunciación, tendiendo en ambas hacia un clima íntimo, tranquilo y delicado, muy alejado de la sensualidad y los claroscuros de un personaje al que han dado vida cantantes que han sacado de él mil y un matices, como las históricas Rita Gorr o Elena Obraztsova, lo que se debe más bien a una concepción propia del personaje por parte de la mezzosoprano georgiana, como ella misma declara en la entrevista del libreto interior del disco. No obstante, la lectura de la carta del Werther de Massenet le sirve a Rachvelishvili para desarrollar un paso más algo que apenas se había sugerido, su potencial expresivo. Completa el capítulo francés la magnífica recreación de la exquisita e iridiscente “Ô ma lyre immortelle”, de la infrecuente ópera Sapho de Gounod, sobre la vida de la poetisa de la Antigua Grecia, donde la cantante de Georgia consigue transmitir todo el intimismo de la pieza, y que se erige como una de las mejores interpretaciones de todo el compacto.
Verdi es otro de los caballos de batalla del álbum, un compositor del que se congregan tres arias, comenzando por la Azucena de Il trovatore, de la que la mezzo opta por incluir el aria del segundo acto “Condotta ell’era in ceppi”, en cuya parte final del raconto, a partir del explosivo “Mi vendica!”, consigue un alto grado de expresión dramática. En un radical cambio de carácter, Rachvelishvili despliega una brillante coloratura carente de estridencias en el momento más extrovertido del disco, la canción del velo que canta la princesa Éboli en Don Carlo, aquí con el apoyo del coro y de la soprano Barbara Massaro. Tras el dramático remate orquestal de la pieza de Gounod, se prepara el clima perfecto para el aria de Éboli, “O don fatale”, con que la joven cantante cierra el trabajo discográfico en una nueva exhibición de sus medios vocales, con el añadido del dramatismo. En un aislado salto al verismo italiano, la Santuzza de Cavalleria rusticana de Mascagni, encomendada indistintamente a mezzosopranos o a sopranos dramáticas, encaja idóneamente en el color vocal de Anita, y ella lo hace valer en el breve “Voi lo sapete, o mamma”, el momento estelar en solitario del atormentado personaje.
En el apartado de rarezas, se hallan dos piezas operísticas de carácter orientalizante: la primera de ellas es un pretendido guiño a la propia patria de la cantante: el brevísimo pero muy hermoso aria de la reina Tamar, perteneciente a la ópera La leyenda de Shota Rustaveli, del georgiano Dimitri Arakishvili, y la canción de Lyubasha de La novia del zar de Rimsky-Korsakov, entonada primorosamente a media voz y a capella. Satisfactoria por tanto en términos generales nos ha resultado esta carta de presentación en solitario de Anita Rachvelishvili, una cantante que ya ha empezado a desarrollar una genuina personalidad musical, como atestigua este álbum discográfico, y que con roles como la gitana sevillana ha comenzado ya a decir mucho.
Germán García Tomás