Pocos minutos antes de las dos de la tarde del pasado domingo, el Carnegie Hall de Nueva York estaba ya lleno, y en su Isaac Stern Auditorium se respiraba la expectación de las tardes históricas. La famosísima soprano rusa Anna Netrebko se presentaba ante la audiencia neoyorkina acompañada al piano por Malcolm Martineau en un recital que incluía canciones rusas, francesas y lieder alemanas.
La soprano rusa, que ha hecho de la Metropolitan Opera de Nueva York su principal baluarte, se enfrentó así a un reto que supone salir de la escena operística y presentarse al patíbulo del Carnegie Hall. No hay mejor ocasión para testar el estado de forma de una cantante que un recital como este, en el que el sonido está desnudo y no hay escapatoria posible. Netrebko eligió un programa variado e interesante, muy ajustado a las posibilidades de su instrumento, que se presentó bipartito. Antes del descanso se cantaron canciones relativas al día, la luz, el amor que nace; por el contrario, en la segunda parte la temática miró a la noche, la ausencia y al amor en soledad. Este binomio semántico se reflejó también en la propuesta visual de la cantante, que lució con gusto un vestido blanco con vuelos, estampado en flores rosas, y un elegantísimo vestido negro, respectivamente.
Pese a empezar delicadísima, llenando de aromas las tres primeras canciones de Sergei Rachmaninov, el público respondió con cierta distancia. El hielo se rompió un tanto en la tercera de ellas, Zdes´ khorosho, en la que Netrebko dosificó con inteligencia los ralentandi, y cerró con una larguísima nota en la que se pudo degustar el caramelo de su timbre. Ayudó el énfasis de un Martineau que acudió al rescate calentando la interpretación.
Sobre la línea colorista de Martineau, el registro medio cuajado de armónicos y de gran anchura de la Netrebko lució en plenitud, interpretando la canción La alondra canta más alto Op.43 de Rimsky-Korsakov.
Le siguió una pasional versión del lied de Richard Strauss, Morgen!, con una dicción acaso algo atropellada pero de gran voltaje vocal. Era de esperar, no obstante, una mayor pulcritud en el fraseo. El exigente público del Carnegie Hall respondió con frialdad a esta página, y la soprano rusa tomó buena nota. No le iba a ser fácil convencer al auditorio, y a esta plaza no se viene a decepcionar.
Así, en Il pleure dans mon coeur, de las Ariettes oubliées de Claude Debussy y en Depuis le jous de la Louise de Gustave Charpentier, Anna Netrebko sacó su arsenal de filados y smozaturas, y se empleó a fondo en la media voz. El resultado, ese terciopelo en la voz que la convirtió en la diva por excelencia de hoy. Pero de alguna manera, todos sabían que no era suficiente, que Netrebko tenía más balas en la recámara.
Siguieron dos canciones de Tchaikovsky alegres y campestres – Fue el principio de la primavera y Dime que hay en la sombra de las ramas-, en las que la cantante se mostró comodísima en los versos en ruso de Tolstoi y Sollogub. La deliciosa canción Go not, happy day, del compositor inglés Frank Bridge, fue el guiño necesario a la audiencia norteamericana. Antes del descanso, y casi a modo de propina, sonó la Mattinata de Leoncavallo, algo fuera de estilo para este recital pero de feliz resultado, a tenor de la limpia afinación de las notas bajas en la frase final Ove tu sei nasce l´amor!, que motivó una lluvia de bravos en el auditorio.
Después de la pausa, para el dúo de la Dama de Picas de Tchaikosky, Netrebko se acompañó por la gran voz de la mezzosoprano Jennifer Johnson Cano, que esta temporada cantará en el Met Emilia en el Otello verdiano y Meg Page en Falstaff. Ambas voces empastan a la perfección y se unen en un hilo armónico de enorme belleza.
Fue tras esta página que el canto de Netrebko se espesó en títulos más dramáticos y nocturnos. A la voluptuosidad del piano de Martineau le respondió la Netrebko con una proyección infalible, capaz de pasar de la plena voz al pianísimo más delicado sin perder tersura ni color. Las manos certeras de Martineau sobre el teclado ya vestían la voz de la soprano con su estela de notas irisadas, ya acentuaban los silencios de la cantante, produciendo momentos de incontenible emoción.
Siguieron tres lieder de Richard Strauss, Die Nacht, Wiegenlied y Ständchen. Tras el Morgen de la primera parte no había cabida para el fallo. Y no lo hubo. Con una unidad estética admirable, clavando la afinación y aplicando el vibrato justo, Netrekbo navegó los textos de von Gilm, Dehmel y von Schack con arte, masticando cada palabra y derramando el sonido sobre la alfombra delicada de Martineau al piano.
Para entonces el público del Carnegie Hall ya estaba en manos de la soprano rusa. Las canciones después de un sueño de Fauré y Cuando mi anciana madre me enseñó a cantar de Dvořák nos acercaron a la Netrebko más humana antes de la lujosa El sueño, de Rachmaninov. Era difícil abstraerse de la belleza irresistible del canto apianado de Netrebko, que deja frases redondas, llenas de pulpa sonora, sobre un piano ensoñador y rico en acentos.
A partir de aquí, el programa se cerró con dos páginas para el lucimiento como una bellísima Barcarola de Los Cuentos de Hoffman y Si amanece el día de Tchaikovsky con texto de Aleksey Apukhtin. Netrebko parecía cada vez más fresca y entregada.
Tan sólo se prodigó la rusa con dos propinas, la irresistible y sensual Il Bacio de Luigi Arditi y una definitiva O mio babbino caro, que más parecía un monumento a la belleza vocal que el ruego de la joven Laureta a su padre Gianni Schichi.
La voz de Anna Netrebko sigue evolucionando hacia tonos más oscuros y reposados. El timbre se redondea y los agudos ganan cuerpo y se enriquecen de armónicos. El sonido ha espesado y todo ese trapío vocal va en detrimento de la agilidad de la línea. Aún queda margen para que la Netrebko siga refinando su arte. Mientras tanto, puede disfrutar de su reinado indiscutible en Nueva York, donde su leyenda continúa creciendo gracias a veladas como este recital en el Carnegie Hall.
Carlos Javier López