Antes del verano, música y política con la New York Philharmonic

Jaap van Zweden dirigiendo la New York Philharmonic. Foto: Jennifer Taylor
Jaap van Zweden dirigiendo la New York Philharmonic. Foto: Jennifer Taylor

Ya hace calor en Nueva York, y las salas de conciertos van cediendo el protagonismo a los conciertos al aire libre. Por toda la ciudad se anuncian eventos sin número que satisfacen los apetitos más exóticos. Por ello, el último concierto de la New York Philharmonic en el Lincoln Center se antojaba como una de las últimas oportunidades para ver a la orquesta en su territorio, antes del compás de espera veraniego.

Además, Jaap van Zweden, el director musical del conjunto, está aún hambriento de éxito tras una temporada no tan brillante como anticipaba. Parecía lógico pronosticar un resultado musical irregular en esta primera temporada del holandés como director titular: un primer año de tanteo en el que director y orquesta aúnan visión y estilo, sin miedo a errar el camino o a transitar hacia vías muertas. La temporada ha tenido momentos brillantes, sobre todo con otros directores en el cajón, pero también tardes amargas para van  Zweden, como cuando tuvo que renunciar a la Sexta de Mahler por un inoportuno accidente doméstico. Sea como fuere, desde su llegada el director no ha hecho bajar el nivel de una orquesta que se está reinventando y que tiene cierto potencial de mejora.

El programa del concierto titulado Music of Conscience se presentó como un tributo a dos compositores cuya genialidad artística se proyectó en la política de su tiempo. Las partituras de Shostakovich y Beethoven trascendieron la estética y conformaron la vanguardia política-artística de entonces, cada cual a su manera. Los clásicos siempre alumbran la realidad, en toda época; y duele un tanto comprobar la potencia semántica sus obras, en comparación con la futilidad generalizada de los compositores contemporáneos. O acaso sea el destino de crítica y público obviar el valor de unas obras que la posteridad, en su infalibilidad, se encarga de restituir.

Desconozco cuántos de los asistentes al concierto entraron al trapo de los programadores de la NewYork Philharmonic, y reflexionaron acerca de la desigualdad, el maltrato a los inmigrantes y las minorías, la corrupción política… los problemas, en fin, que enfrenta Estados Unidos hoy; tampoco sé si interiorizaron la rebeldía de Shostakovich frente a la mordaza soviética o la decepción y el despecho de Beethoven ante la tiranía de Napoleón. Lo que es seguro es que van Zweden y sus músicos ofrecieron un plato lleno de detalles musicales que es necesario comentar aquí, siquiera brevemente.

La Sinfonía de Cámara, compuesta por Shostakovich sobre la música de su Cuarteto de Cuerda Núm. 8, se abre con un primer movimiento Largo que sonó apocado y pesimista, introvertido. Es una visión válida, más aún si ponderamos la sensibilidad del concertino Frank Huang, y el cálido empaste de la orquesta. Los movimientos siguientes, Allegro molto y Allegretto, respectivamente, fueron mucho más incisivos por parte de van Zweden, quien requirió minuciosidad por parte de todos los músicos. Con gran desenvoltura se llegó al final bipartito de la sinfonía, de nuevo un Largo. Aquí la orquesta rompió finalmente a desarrollar una expresividad plena, gracias al tenso latir de los chelos, el vuelo onírico de los violines y las punzantes disonancias de Shostakovich, que obligan a no acomodar demasiado la escucha a la melodía. Jaap van Deep se muestra sólido en este estilo, y se permite detalles de orfebrería con frases de enorme finura.

A la pegada emocional del final de la obra contribuyó, en gran medida, el grupo de chelos (Carter Brey) con un lacerante lirismo, así como la ligazón de la liviana línea orquestal. Jaap van Zweden supo imponer el orden y la limpieza necesarios para conseguir una relevante interpretación.

La Sinfonía Eroica de Beethoven comprime y ejemplifica gran parte del talento sinfónico del genio de Bonn. Y por eso hay que servirla con la exquisitez propia de los mayores manjares. Como es moda, y también costumbre en van Zweden, los tempi acelerados y la búsqueda de la tersura tonal marcaron el devenir de la interpretación. Tras un primer movimiento luminoso y jovial, la marcha fúnebre apareció acaso más anodina pese a ciertas concesiones al efectismo. El Scherzo se desarrolló con gran precisión técnica, casi con frialdad, aunque sonó siempre pujante, muy propio de la New York Philharmonic. También en línea con lo acostumbrado, los violines volvieron a destacar aportando volumen y profundidad en el lucido Finale.

Frente a nosotros se presenta una sugerente oferta estival de música al aire libre, tras la cual volveremos a testar las prestaciones de esta New York Philharmonic a la que Jaap van Zweden ya ha comenzado a dar forma.

Carlos Javier López