Hacía falta un ensayo en el que se reivindicara con absoluto rigor y valentía la figura de la mujer compositora (o si queremos, de la intérprete-compositora) a lo largo de la historia de la música. La historiadora británica Anna Beer (Londres, 1964) pasa revista a las vidas de ocho mujeres en Armonías y suaves cantos. Las mujeres olvidadas de la música clásica que publica la Editorial Acantilado con traducción de Francisco López Martín y Vicent Minguet, un excelente trabajo de feminismo bien entendido.
Anna Beer concibe su texto de forma cronológica y elige las trayectorias vitales y artísticas de Francesca Caccini, Barbara Strozzi, Élisabeth Jacquet de la Guerre, Marianna Martines, Fanny Hensel, Clara Schumann, Lili Boulanger y Elizabeth Maconchy. Desde el siglo XVII hasta el XX en los que transitaron sus vidas, el sexismo y la perspectiva de género están en todo momento presentes y esos aspectos, verídicos y comprobables, son subrayados continuamente, pues todas estas mujeres tuvieron que moverse en una sociedad dominada por hombres, cuando no abiertamente patriarcal, que les dificultaba por su condición sexual (en unas épocas en mayor medida que en otras) su realización profesional no ya como compositoras, sino como personas consagradas de forma plena y exclusiva a cualquier disciplina artística. Aun así, Beer no se recrea en adoptar una postura abiertamente feminista en el sentido más radical y actual del término, sino que analiza las circunstancias y los datos con una objetividad y una riqueza de perspectivas que revelan la completa ecuanimidad de sus análisis, así como de sus tesis y postulados, cuando los hay. Nunca se lanza al panfleto ideológico y a la argumentación banal en lo tocante a la desigualdad de oportunidades de las mujeres para promocionarse en el campo musical, sino que hasta sus juicios críticos son rigurosos y hacen honor a la verdad de los hechos narrados y descritos, y conocemos con detalle tal cual eran en cada siglo. Es por ello que la autora británica, que muestra un verbo fácil y una pluma despierta, examina cada una de las vidas femeninas apoyándose en un exhaustivo y prolijo trabajo documental y de contextualización histórica. El ritmo que imprime a su texto -ocho lecturas biográficas plagadas de todo lujo de detalles- es ágil y el estilo narrativo es de enorme amenidad.
Hay una idea que subyace a lo largo de los capítulos, y es la de que estas mujeres, dentro de las limitaciones que su tiempo les imponía, supieron aprovechar al máximo, con la inteligencia, el talento y las cualidades excepcionales que cada una poseía, las oportunidades que les ofrecían para prosperar artística y materialmente en ese mundo que por otra parte las negaba muchas otras cosas. Así, con unas décadas de diferencia, Francesca Caccini en la corte de los Médici de Florencia, Barbara Strozzi en la cercana Venecia, o Jacquet De la Guerre en la corte del Rey Sol. Insiste Beer en apuntar un extendido prejuicio, que es el de conferir la sombra de la cortesanía a estas mujeres compositoras, en relación al éxito y la aceptación pública que sus obras despertaban (especialmente en el Renacimiento y el Barroco, y en menor medida en el Romanticismo), una circunstancia que encaja con la descripción que nos ofrece del comportamiento social de la cantatrice Strozzi, pero que no es una característica que define al resto de ellas, sino que la más importante que destaca la historiadora es la capacidad de lucha y abnegación que define sin distinción a todas y cada una en sus distintas sociedades.
Por otro lado, los logros y conquistas de estas mujeres es algo que Beer analiza con profusión en cada capítulo, deteniéndose con especial minuciosidad y detallismo en sus más relevantes e iconoclastas obras y lo que llegaron a aportar a ese mundo de la música dominado por hombres. Así, conocemos los avances expresivos y armónicos de Caccini y Strozzi en el campo de la composición vocal, que aún, a día de hoy, no han sido reconocidos a nivel extensivo en la musicología académica, y descubrimos el honor que pudo habérsele concedido a De la Guerre a la hora de ser el primer compositor (sin tener en cuenta su sexo) en componer una ópera-ballet para Luis XIV de Francia, al margen de sus experimentaciones en el ámbito de la música instrumental con las que aventaja a muchísimos de sus colegas de la época.
Al margen de ello, y contrariamente a lo que señala el subtítulo del ensayo, no estamos ante figuras olvidadas en su sentido más amplio, pues quizá las dos más conocidas, Fanny Mendelssohn y Clara Schumann, son el paradigma de la mujer compositora por excelencia, principalmente esta última. También de abnegadas féminas que se amoldan de forma sencilla y entregada a las trabas y prejuicios de su propia familia, como ellas mismas, que abordan el campo de la composición musical (no ya el más socialmente aceptable de la interpretación pianística) en base a los pareceres y opiniones de su hermano (Felix) o su marido (Robert), para los cuales, conciliadores y tolerantes en cualquier caso a la hora de creer en el talento de las dos, no asumían en su sistema de ideas preconcebido que las mujeres se dedicaran a componer por iniciativa propia durante un dilatado periodo de años y de forma enteramente profesional. Aun así, la relación de colaboración de Fanny (de casada Hensel) con su hermano, que alcanza grados de firme dependencia vital y artística, junto al papel de embajadora de la música de su esposo por parte de una siempre servil Clara tras su muerte (cuya labor cooperativa con él también es resaltada y conocida por todos los especialistas y aficionados) subraya la nobleza de carácter y el grado de fidelidad de estas dos mujeres.
Anna Beer viene a poner en evidencia el sistema social de las ocho, en el que la fragilidad asociada al bello sexo y las tareas que le eran encomendadas por su misma naturaleza y condición, contradicen las capacidades desarrolladas por ellas, y remarca cómo eran capaces de compatibilizar magistralmente los roles que la sociedad les demandaba como mujer y como madre de sus hijos (la controvertida cuestión de la maternidad), y las exigencias profesionales que como compositoras tenían que afrontar (en jornadas muchas veces agotadoras entre ensayos, recitales y conciertos), en un mundo, no lo olvidemos, en que el canon interpretativo y el estreno de nuevas obras estaba reservado casi exclusivamente a los compositores. Consiguieron sobrepasar ese canon Fanny y Clara, como bien explica Beer, pero en muchos casos sus talentos eran confinados al ámbito de lo estrictamente doméstico como pianistas que amenizaban las veladas de la burguesía acomodada. Tal era el caso también de Marianna Martines, una niña prodigio que siempre se movió en ese modesto escenario al quedar circunscrita a Viena, pues su valía compositiva y sus atributos interpretativos no aspiraban a nada más.
En otro orden se sitúa el carácter de artista mucho más independiente que emprende a caballo entre el siglo XIX y el XX la malograda Lili Boulanger con el apoyo de su hermana Nadia (cuya vida es apenas esbozada por Beer como un sostén fiel y entregado de la carrera y la salud de su frágil hermana). ¡Cuánto tiene que admirar Francia a la primera mujer que obtuvo el prestigioso y ansiado Prix de Rome! Una compositora que lucha tanto por la implantación de sus obras como por su salud precaria, y que la enfermedad priva de unas capacidades compositivas insospechadas. Aspectos que la convierten en una auténtica mártir de la música. Y así Beer llega hasta la irlandesa e inglesa de adopción Elizabeth Maconchy, otra luchadora nata contra la enfermedad y el escrutar de los hombres en una muy puritana Gran Bretaña, ya bien entrado el siglo XX.
Anna Beer acompaña muy oportunamente las biografías de un glosario de términos musicales empleados en el libro, de una selección personal de obras de cada compositora y de una bibliografía que anima a seguir explorando las vidas de estas ocho mujeres que lucharon con auténtico y ardoroso empeño por labrarse un futuro como compositoras, o simplemente por seguir pudiendo demostrar su puro amor a la música, porque creían y estaban convencidas de sus capacidades frente a la adversidad y los prejuicios imperantes. Todas ellas son reivindicadas de forma admirable en una lectura que atrapa desde la primera página sirviendo a su vez como espléndida fuente de consulta que permite ahondar en los testimonios y el legado musical de cada una. Mujeres que aportaron mucho encanto al arte de los sonidos y que la autora británica pone en el lugar que merecen, porque la historia de la música tiene una deuda pendiente con ellas. Armonías y suaves cantos es un justo alegato femenino pero no expresamente feminista en favor de las mujeres creadoras (entendidas en tanto compositoras e intérpretes), y de unas ocho muy concretas que ofrecen al lector y melómano del siglo XXI las encomiables y brillantes metas que, pese a todo, fueron capaces de alcanzar.
Germán García Tomás