Esta casi desconocida ópera de Vivaldi data de 1716, siendo la cuarta del compositor y se ciñe a los cánones del género. El argumento, como suele ocurrir en la opera seria, es de una fantasía descarada. Intrigas palaciegas que afectan el funcionamiento, político y amoroso, del reino. Travestismo, cambios de identidad y de sentimientos son ingredientes comunes en muchas de estas óperas y particularmente en la que aquí nos ocupa. Antes de que el telón se levante se tiene que haber leído el preámbulo, de lo contrario pasará la mitad de la obra perdido en la maraña de relaciones, ficticias o reales, de los personajes. El espectador deberá haber entendido que, después de la muerte del Rey de Cilicia, la Reina asumió el gobierno hasta que su hijo Tamese esté en edad de gobernar. Se ha acordado el matrimonio de éste con Arsilda, la hija del rey de Ponto. Sin embargo llegan noticias que dan por muerto al joven príncipe y la reina viuda obliga a su hija Lisea, hermana gemela de Tamese, ha travestirse y hacerse pasar por él, porque la sucesión en el trono sólo está garantizada para el hijo del rey. La ópera inicia con Arsilda confesando su desencanto porque su prometido (Lisea travestido en Tamese) le muestra poca atención. Lisea (como Tamese) está decepcionada al ver que su prometido Barzane ahora coquetea con Arsilda. El juego de las apariencias (no soy lo que aparento ser) llega al paroxismo al final de la primera parte y en inicio de la segunda parte los personajes inician el desenmascaramiento de unos a otros o ellos mismos ante los otros. La maravillosa música de Vivaldi se impone a cualquier extravagancia del libreto, aún más cuando los intérpretes son de una exquisitez como la orquesta Collegium 1704 y el ensamble coral Collegium Vocale 1704, ambos conjuntos a las órdenes de su fundador el clavecinista y director de orquesta Václav Luks. Una lectura donde la riqueza armónica de los recitativos se sumaba a fuertes contrastes en las arias da capo, aprovechadas al máximo por los solistas para enriquecer el canto de sus partes.
En el homogéneo equipo de cantantes, sobresalían la contralto Lucile Richardot (Lisea), el contratenor Kangmin Justin Kim (Barzane) y la mezzosoprano Olivia Vermeulen (Arsilda), tanto por la calidad de su materia vocal como por la forma de utilizarla. Richardot se afianzó a la cabeza desde el primer momento con un poderío y color tímbrico brillante, mientras Vermeulen conquistó por la variedad de sentimientos con los que tiñó su escasa participación en la partitura, a pesar de cantar el personaje epónimo de la ópera. La pirotecnia de Kim tuvo su reflejo en la encantadora soprano Lenka Máčiková (Mirinda). El tenor portugués Fernando Guimarães, de idóneo instrumento para el universo barroco por la luminosidad de su timbre, confirió a Tamese un aire melancólico al personaje, no siempre adecuado, mientras que el bajo-barítono argentino Lisandro Abadie y la soprano eslovaca Helena Hozová, Cisardo y Nicandro respectivamente, asumieron sus partes con la densidad apropiada para no desentonar en el reparto. La puesta en escena de David Radok reduce, atinadamente, la complejidad de la trama a un solo espacio, neutro, como si de una cámara negra se tratase pero en color blanco. El vestuario ( Zuzana Ježková) revisita las formas del siglo XVIII mientras que el movimiento de actores y coreografías (Andrea Miltnerová) son de maneras teatrales de la actualidad. Esta juego visual dio ligereza a los casi tres horas de espectáculo. La iluminación (Přemysl Janda), a pesar de la dificultad técnica de hacerlo en una caja casi cerrada, consiguió efectos de gran belleza. La presencia de unas bellas pinturas (del artista Ivan Theimer) podrían no haber existido y el espectáculo habría sido igualmente maravilloso. En mi opinión sólo subieron el coste de la producción, estrenada en Bratislava en marzo del presente año y que ya ha sido aplaudido, con justa razón, en los teatros coproductores de Lille y Luxemburgo, ahora en Caen y en unos días recalará en el teatro del Palacio de Versalles.
Federico FIGUEROA