150 años después de su estreno, una nueva producción de Tristán e Isolda centra el interés del festival 2015. El pánico del wagnerismo internacional que despertó la tardía confirmación de Katharina Wagner como autora de la dramaturgia y la concepción escénica («secreto de estado» hasta la primera función), se convirtió en uno de los atronadores triunfos que tan solo se ven y oyen en la»verde colina». La biznieta, frenéticamente abucheada en su propuesta anterior (Maestros cantores de 2007) optó por la moderación para no empañar la efemerides ni el estreno del gran Christian Thielemann como director musical permanente de la casa. Interpretando apasionadamente «la energía de un violento deseo de amar desconocido en mi vida», como definió Wagner este drama, respeta ella relativamente las prescripciones del texto aún cuando visualiza los símbolos a su manera: los protagonistas derraman el filtro de amor sin beberlo; la nave que los lleva de Irlanda a Cornualles es un armazón laberíntico de columnas, escaleras y plataformas que los incomunica hasta el instante de la mutua entrega; el jardín del rey Marke donde la consuman no es un espacio de soledad nocturna sino una prisión donde son arrojados y vigilados con potentes focos (la acusadora «mirada del otro» de la que apenas aciertan a ocultarse); y el acto final poetiza las alucinaciones de Tristán «triangulando» una relación que ya no es de dos, sino de tres desde que el rey descubre y lamenta la traición de su prometida y su más fiel servidor.
Plasmando estas ideas con austera eficacia, desarrolla Katharina un concepto claustrofóbico y tenebrista que no estorba la identificación del pùblico con el relato inmortal, segura de la maestría de Thielemann, una de las grandes batutas wagnerianas del presente, y de las excelencias vocales del elenco. El director arranca ovaciones delirantes con su primera lectura del drama en el peligroso ámbito de Bayreuth. La calidad orquestal es incuestionable en el seguimiento de una versión que potencia el juego de las intensidades y la fuerza inductiva de los contrastes, el carácter de las situaciones y la planificación progresiva del «violento deseo de amar» de los protagonistas. No hace falta cerrar los ojos para gozar de la música insuperable sin molestas ocurrencias visuales.
Canta el héroe un extraordinario tenor bostoniano, Stepehn Gould, saludable voz, robusta y extensa, que además de lucir notables avances en la interpetación wagneriana es capaz de volcar cuanto tiene en las cuatro horas de su parte, sin ahorrar energías en el fundamental segundo acto -como hacen muchos otros- para llegar entero a la extenuante prestación del tercero. La soprano dramática alemana Evelyn Herlitzius, tercera y definitiva de las anunciadas después de uno de los típicos líos de celos y venganzas de la santa casa, vuelca su potencia colosal y una larga experiencia bayreuthiana en la Isolda salvaje, transfigurada por el deseo y ajena a la conciencia de culpa, que traduce una de las lecturas posibles del personaje. Tal vez cansada, emite sonoridades desabridas en la celebérrima liebestod final, que no es un canto de muerte en la versiòn de Katharina porque Marke la arrastra rudamente fuera de la escena. Antológicos por la entidad vocal y la perfección interpretativa, son el rey de Georg Zeppenfeld, el Kurwenal de Iain Paterson, la Brangania de Christa Mayer y el Melot de Raimund Nolte. Un reparto de lujo, certeramente estimulado por la batuta de Thielemann. Nuevo hito en la ambición actualizadora del festival.
G. García-Alcalde