Este año se celebran los cien años del nacimiento de Alberto Ginastera, el compositor argentino más interpretado en el mundo después de Piazzolla, y lógicamente el Teatro Colón de Buenos Aires ha programado una variada muestra de sus creaciones en su temporada 2016.
Para el inicio se escogió Beatrix Cenci (1971), la última de sus tres óperas y la más débil de ellas por sus falencias intrínsecas.
Esta obra, que refiere a la terrible historia real de los Cenci, una noble familia romana del renacimiento, tristemente célebre por las depravaciones del Conde que llegaron a la violación de su hija y a su muerte en un complot urdido por Beatrix, su madrastra y sus hermanos; cuenta con un lamentable libreto de William Shand, al que se le agregaron algunos crípticos poemas de Alberto Girri, carente de fuerza dramática, equilibrio y inteligibilidad. La falla es terrible teniendo en cuenta que la historia que le da origen, plagada de crimen, perversión, dolor, e injusticia, podría haber sido inspiradora de una tragedia de calidad en otras manos… Pensemos en Salomé o Electra por citar sólo dos ejemplos célebres…
Sin embargo nada de esa genialidad asoma en un texto poco feliz, inconsistente y, por momentos, de una vulgaridad ramplona.
La trama se desarrolla sin equilibrio y los momentos claves se resuelven con tan poco efecto que pareciera que el autor nunca hubiera ido al teatro.
Con este marco, la música de Ginastera tampoco vuela alto.
Es indudable la capacidad técnica del compositor en el manejo de la orquesta, acorde a los dictados de las vanguardias de los 60, pero su música resulta monocorde y aburrida, sin describir diferencias en los caracteres de los personajes y obstinada en marcar sólo la espantosa fealdad de la historia, aún a costa de volverse previsible y saturante.
Una obra de estas características requiere para poder sobrevivir y no agotar la paciencia del espectador antes de su final, de una puesta deslumbrante que intente, aunque sea en parte, compensar sus carencias, y ese mérito tuvo su estreno en el Colón en 1992 con la firma de Jaime Kogan.
Para la versión de esta temporada, sin embargo, se optó por una nueva producción a cargo de Alejandro Tantanian que a pesar de contar con una imponente escenografía diseñada por Oria Puppo, con claras referencias al Palacio de los Tribunales porteño, y una eficiente iluminación a cargo de David Seldes; No logró aportar demasiado al optar por un camino que remarcó los contenidos evidentes de la pieza y no exploró las profundidades de las psicologías de los personajes.
Así, lo perverso y cuasi pornográfico de la trama se acentuó con la presencia casi constante de figurantes masculinos totalmente desnudos, representando a los ominosos perros a los que se hace referencia hasta el hartazgo e el texto; como así también en los dobles de Beatrix y su padre, desnuda de espaldas ella y de la cintura para abajo él. Y desde luego no podía faltar la escenificación bastante explícita de una orgía en la fiesta que el Conde da para celebrar la muerte de dos de sus hijos.
La utilización de estos recursos constantes le hacen perder efecto y vuelven previsible y unidimensional la visión de una realidad que resultaría mucho más rica si se buscara explorar con mayor profundidad. no es cuestión de moralina sino de utilidad estética a la hora de decidir la propiedad de una imagen.
Por otra parte, la marcación dramática no pasó de ciertos cliches y alternó lo estático con movimientos mecánicos lo que resultaba contraproducente a la hora de impactar en el espectador.
Tal vez, los mejores momentos de esta puesta fueron el comienzo coral, y la escena final.
Desde lo musical, los intérpretes fueron, lejos, lo mejor de la velada.
Mónica Ferracani compuso una Beatrix de fuste resolviendo su ingrata escritura vocal a fuerza de talento y recursos de primer orden. Su presencia en el escenario fue catalizadora del interés y, dentro de los límites que señalamos más arriba, transmitió la torturada existencia de la protagonista.
Víctor Torres, de cuyas virtudes hemos hablado tantas veces, es un barítono lírico de elegante línea y aterciopelado timbre, cualidades que no se avienen con el brutal Conde de Cenci. Su volumen, por otra parte no pudo con algunos endiablados pasajes de la partitura. En lo escénico, su interpretación careció de brutalidad y fiereza, con lo que el rol quedó sólo en un molde vacío. Una nueva gaffe de esta discutible puesta.
Alejandra Malvino brilló en su encarnación de la sufrida Lucrezia – la madrastra de Beatrix – Cantó con brío y fuerza dramática e interpretó con convicción.
Gustavo López Manzitti, Florencia Machado, Mario de Salvo, Alejandro Spies, Sebastián Sorarraín, Iván Maier, y Víctor Castels completaron un reparto de altísimo nivel que demuestra, una vez más, que nuestros artistas pueden aún con las más duras experiencias.
El Coro Estable, bajo la dirección de Miguel Martínez, cumplió una solvente labor en sus intervenciones, particularmente en la dificilísima escena final.
La batuta del Mtro. Guillermo Scarabino hizo justicia a la riqueza técnica de esta partitura y obtuvo de la Orquesta Estable un resultado remarcable.
El público dejó la sala tras ovacionar a los intérpretes, esperando mejor ocasión para aplaudir el innegable talento de Alberto Ginastera.
Prof. Christian Lauria