Billy Budd en el Teatro Real: una tormenta de sentimientos

Billy Budd en el Teatro Real
Billy Budd en el Teatro Real

Britten no fue una de mis primeras pasiones operísticas, es un hecho. Era una época en la que tenías que escuchar las óperas poco a poco, en pequeños tiempos libres y desentrañando unos libretos que sólo estaban en inglés. Era prácticamente artesanía ponerse con el inglés y con el propio Wagner y, en el caso de Britten, resultaba árido en los primeros contactos. Sin embargo, según pasaba el tiempo su música se impregnaba cada vez más en tu subconsciente hasta que llegaba el momento en que lo adorabas. Buena parte de mi adoración viene por esta ópera, Billy Budd, para un inexperto como yo, resultaba todo un experimento al encontrarme con una obra donde solo cantaban hombres. Es fascinante cómo el autor consigue dar con su música tal variedad de colores a las voces masculinas y que no resulte en ningún momento monótona, todo ello apoyado con un proverbial uso de la dicción inglesa. Siempre pensé en cuándo podría escucharla en directo y, por fin, gracias al Teatro Real, este año se puede disfrutar de ella en una producción excepcional.

Porque, en efecto, el trabajo de Deborah Warner quita el aliento; parece mentira, pero con dos óperas en las que hay barcos en escena (el Holandés del mes anterior y este Billy Budd), el coliseo ha acertado plenamente en dos planteamientos escénicos seguidos; no es el tipo de escena que sea espectacular nada más verla, se puede ver cómo una serie de elementos simulan la cubierta de un barco, el Indomitable, se ven cuerdas, escaleras, y desde el primer momento una intención clara de demostrar que cada persona que está en la escena tiene una función gracias a una dirección escénica precisa. Esta utilización de lo escénico acrecienta la sensación de teatralidad que, muchas veces, los escenógrafos olvidan y que, para el público, es imprescindible. Espectacular la subida de toda una plataforma que sirve para simular a la perfección la confluencia de los dos mundos: los oficiales del barco, que permanecen por encima de la tripulación ,que duermen todos colgando de unas hamacas en la zona inferior. El comienzo del segundo acto es impresionante, con una simulación de batalla con otro barco realizada con todos los medios. La puesta en escena, en definitiva, resalta cada momento, realzando lo que la música y los cantantes están ofreciendo. Desde lo más épico hasta los monólogos iniciales de Vere en un sobrecogedor minimalismo.

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Importante era comprobar las prestaciones de Ivor Bolton, el director titular, que, sinceramente no me convenció demasiado en sus anteriores cometidos; en esta ocasión, me pareció una buena lectura, quizá demasiado estruendosa al comenzar, y que se fue equilibrando según el coro empezó a calentarse en los coros iniciales. Espléndido trabajo el suyo con la orquesta, funcionó realmente bien sacando todo el juego a una partitura maravillosa, difícil de empastar por el continuo paso de lo épico a lo directamente minimalista. Buena interpretación del concertante inicial del segundo acto, quedó grandioso, sobrecogedor por su potencia a lo que ayudó claramente el coro del Teatro Real, vaya trabajo inconmensurable durante tantos meses para obtener un resultado final como este. Es imposible no emocionarse con la épica que transmitía, en esta ópera es un personaje más, la tripulación, y se empastó en todo momento con los solistas diversos, transmitiendo lo que fuera necesario. La mayor parte de las veces la heroicidad de los marineros, cuando era necesario, el intimismo que toda la obra insufla a los que la escuchan. Un trabajo magnífico, como el del mes pasado con Wagner.

A pesar de que la obra tenga tantos solistas, es evidente que buena parte de su éxito depende del trío protagonista y hay que reconocer que la tormenta de sentimientos que se desencadenó fue lo que uno podía esperar; Jacques Imbrailo fue un gran Billy Budd, no tanto por su voz, sin demasiada envergadura ni tesitura, pero que supo adaptarla al cometido actoral, en el que estuvo espléndido, retratando toda la inocencia del personaje junto con sus dudas y lo poco oscuro que podría encontrarse en él, configuró un retrato absolutamente creíble que empatizó con el público; ante él se encontraba el Claggart de Brindley Sherratt, cuya voz no parecía a priori lo más contundente para componer su maldad, le falta oscuridad según crece la tesitura, pero su personaje brilló con luz propia entre tanta oscuridad debido a su forma de reflejar el tormento que está viviendo, afrontar a este personaje desde su pathos interior por su bipolaridad (esa impotencia ante el reconocimiento de la belleza y su afán por destruirla) le da unos carices insospechados que estuvieron muy bien acompañados por su voz, muy rotunda en los graves, transmitiendo su dolor, muy noble en los agudos, sobre todo, en los momentos en los que recordaba lo que representaba Budd. Estupendo trabajo. Lo mismo se puede decir de Toby Spence como el Captain Vere, con una voz muy dúctil, flexible en las prestaciones y demostrando claramente las ambigüedades y contrariedades de un papel contradictorio como el suyo. Lució especialmente en su epílogo, gran colofón a la dolorosa historia del marinero.

Sería imposible hacer un comentario de todos los comprimarios en una ópera como esta, baste decir que estuvieron en su sitio.

Una gran noche que el público agradeció de manera enfervorizada, sobre todo en el caso de los tres protagonistas principales. Tiene difícil este año el Teatro superar este momento, el listón ha quedado muy arriba.

Mariano Hortal