el “Don Carlo” de Verdi en el Met Por Carlos Javier López Sánchez
En Nueva York hay ópera hasta los lunes, pues la Metropolitan Opera tiene músculo suficiente para programar 5 títulos al mes, con representaciones casi a diario. Un ritmo que genera una oferta difícil de absorber por una demanda que aún no se ha repuesto del todo con la pandemia, y que comparte espectadores con el sinfín de espectáculos de Broadway, disponibles tan solo un par de bloques al sur del Lincoln Center.
Pero la maquinaria del Met no se detiene, y aquí estamos para contarlo. Después del esfuerzo del Met al estrenar la versión francesa del Don Carlo de Verdi, la presente temporada trae la misma producción de McVicar, en esta ocasión en su versión italiana, con Carlo Rizzi en el foso y un sobresaliente conjunto de solistas entre los que destacan Eleonora Buratto, Petter Mattei, Alexandros Stavrakakis, Yulia Matochkina, Rafael Dávila, Günter Groissböck y John Relyea. el “Don Carlo” de Verdi en el Met
Como ya comentamos la temporada pasada, la producción escénica de David McVicar se recrea en los estereotipos de la leyenda negra española, acentuando la maldad de la dupla Felipe II y el Gran Inquisidor, y la bondad del triángulo Isabel-Carlos-Posa. La escenografía es un enorme muro de lápidas, oscuro y decadente como la visión que tenía Schiller del reinado de Felipe II. Se trata pues de una puesta en escena alineada con la música y el libreto, pero unidimensional y predecible, en la que escasea tanto el matiz como la originalidad.
La escenografía de McVicar permite a los cantantes cantar, sin obligarles a un esfuerzo actoral desmesurado. Y es un acierto, pues la partitura de Verdi supone un desafío suficiente para cualquier voz. Es cierto que a los cantantes modernos se les exige una calidad actoral superior a los cantantes del pasado. Esto es bueno para la calidad general del espectáculo y para la vitalidad de la ópera como género artístico multidisciplinar. Sin embargo, lo primero siempre debe ser la voz y la música, que son el tuétano del material artístico de toda ópera. Sin buen canto, no hay buena ópera, por más que los cantantes sean grandes actores. En este Don Carlo pudimos escuchar buenas voces, a la altura de lo que cabe esperar en el Met de Nueva York.
La soprano italiana Eleonora Buratto reaparece en el Met después de su aplaudida interpretación protagonista en Madama Butterfly. En esta ocasión da vida a la reina Elisabetta, con una línea regia y elevada, por momentos fría, aunque muy creíble. El canto de la Buratto fue espléndido en la zona media y grave, donde la cantante consigue un sonido precioso gracias a un timbre almibarado y una técnica de pecho que le da la tensión requerida a las notas, que suenan corpóreas y llenas de vigor lírico. En Tu che le vanitá la encontramos muy segura en su apostura, poética pero creíble, cuidadosa pero expresiva. Muy comedida en el agudo, su cortedad a la hora de proyectar las notas más altas le restó a la producción ese punto de espectacularidad belcantista que se espera en el Don Carlo. No obstante, da gusto cuando una soprano ofrece calidad y homogeneidad en todo el registro, pues su interpretación se puede degustar con el deleite que brindan solo los grandes intérpretes.
La mezzosoprano rusa Yulia Matochkina rompió el tabú de los cantantes rusos en el Met, vetados por Peter Gelb si no condenan el régimen de Putin y sus desmanes bélicos. Y también rompió el techo de la calidad de las mezzos en el Met. Porque Matochkina es superior a la gran mayoría de las cantantes de su cuerda. Su O don fatale, enorme en lo vocal e incontestable en la expresión, hipnotizó al público del Met con una media voz corpórea y recia, con notas a plena voz incisivas y seguras y un centro verdiano que se desborda de su garganta a borbotones, llenando la enorme sala del Met. Sin duda, un triunfo incontestable que hizo olvidar cualquier suspicacia política en cuanto a su origen.
El tenor puertorriqueño Rafael Dávila sustituía al americano Russell Thomas. Si bien Dávila siguió en la línea más bien vocinglera de su interpretación de Jasón en Medea, su prestancia vocal y unas notas cargadas con la gravedad y la bravura requeridas en el infante Don Carlos, le permitieron salir una vez más airoso del complicado encargo. Dávila aún tiene recorrido por delante, y está aprovechando estas oportunidades en el Met para seguir creciendo como cantante. Bien por él.
El Gran Inquisidor del canadiense John Relyea sonó más amenazador en italiano que en francés. El cantante supo oscurecer el canto, en línea con la música, para explorar en más profundidad el fondo de un personaje al que el libretista le concede menos rugosidad psicológica que el compositor. El bajo-barítono es una de las voces graves de referencia en el Met, y sigue dando buenos motivos para mantener la confianza de la compañía en su arte.
El barítono sueco Peter Mattei cuenta sin duda con una de las voces más bellas de su cuerda. Salvo ciertos apoyos alrededor de la nariz, que le restan pureza al sonido, el Rodrigo Posa de Mattei puede considerarse modélico. Era casi cómico descubrir a la mitad del público del Met suspirar después de los estilizados recitativos de Mattei y seguir en vilo el dibujo de su línea de canto a media voz. Para un público que se involucra mucho en la acción, su muerte en escena fue doblemente emotiva.
El bajo austriaco Günther Groissböck fue un soberbio rey Felipe II. Misterioso y ambivalente, Groissböck estuvo por encima de la partitura, planeando sobre la orquesta con gracilidad. El timbre tiene la oscuridad y la belleza justas, y Groissbrock lo administra con sabiduría, rociando el canto frases siempre ligadas y musicales, dejando vislumbrar más allá de la maniquea propuesta de Verdi un corazón enamorado, un padre amoroso, además de un emperador inflexible.
Carlo Rizzi estaba feliz con estos mimbres, y contó con el beneplácito del Met pese a optar por tempi acelerados. La batuta ágil de Rizzi dejaba respirar el canto y mantuvo en la orquesta un aroma emocionante, ciertamente verdiano, pese a la inusual velocidad de la música. Aunque pasó de puntillas por momentos clave, que hubieran requerido mayor sosiego, Rizzi sabe aunar a música y canto, y generar emoción operística con ensembles de altura y cuadros orquestales muy espectaculares. La orquesta ha dado un salto de calidad con respecto a las primeras semanas de la temporada, y parece sonar ahora con una tensión especial, compartida por todo el conjunto. Ya no se ven las costuras entre familias instrumentales, y la orquesta se adapta al estilo del compositor con una flexibilidad que no detectamos en recientes intervenciones. Una gran noticia para la compañía.
El teatro no se llenó el lunes, pero a la salida, las caras de satisfacción del público daban cuenta de la altura de este Don Carlo. La ópera es, ante todo, el género que celebra el misterio de la voz humana como materia artística. La compañía que aspira a ser el mejor teatro del mundo hace bien en mantener esa verdad como faro programático.
Metropolitan Opera de Nueva York, a 7 de noviembre de 2022. Don Carlo, ópera en 4 actos (versión en italiano) con libreto de Francois Joseph Méry y Camille Du Locle, basado en Don Karlos, Infant von Spanien, de Friedrich von Schiller.
Dirección Musical: Carlo Rizzi, Producción: David McVicar, Escenografía: Charles Edwards, Vestuario: Brigitte Reiffenstuel, Iluminación: Adam Silverman, Directora de movimiento: Leah Hausman.
Reparto: Alexandros Stavrakakis, Rafael Dávila, Petter Mattei, Erika Baikoff, Yulia Matochkina, Eleonora Buratto, Günter Groissböck, Alok Kumar, John Relyea, Anne Dyas, Joshua Blue, Vladyslav Buialskyi, Le Bu, Jesus Vicente Murillo, Samuel J. Weiser, Luis Orozco, Joseph Lim.