No es Richard Strauss un compositor de los más populares, la mayoría de los que escuchan ópera a un nivel de aficionado reconocerán antes a Verdi, Wagner, Mozart y un largo etcétera. Tampoco se programa todo lo que debería teniendo en cuenta su importancia en el mundo operístico. Afortunadamente, cada cierto tiempo aparece alguna de sus joyas y tal es el caso de este Capriccio, un acierto impresionante del teatro en prácticamente cualquier aspecto. Es el misterio de la perfección, que la mayoría de las veces no se consigue.
Buena parte del éxito de esta producción es, sin lugar a dudas (pero no solo) el montaje que ha ideado Christof Loy, es casi imposible ahora mismo imaginármela de otra forma. Un simple escenario, sin cambios prácticamente pero para nada estático, dotado de un dinamismo que proviene de la acción teatral, cada movimiento, cada cambio en el rictus de los personajes, cada reacción, son un fresco incomparable que refleja una situación inalterable en el tiempo: la eterna discusión artística entre la importancia de la música y de la letra. La dirección artística es sencillamente perfecta gracias al trabajo actoral que se ha realizado con cada uno de los personajes. Por si fuera poco, esa idea de eternidad en el debate es subrayada por la presencia de las contrapartidas pasada y futura de la condesa (con la presencia de una niña y una anciana), que la condesa se enfrente a ellas consigue resaltar aún más el carácter inmortal de la obra, una ópera magna por la que no pasa el tiempo.
Esta excepcional puesta en escena viene refrendada por el trabajo impecable de Asher Fish en el foso consiguiendo un equilibrio entre texto y música con los cantantes en todo momento a pesar de la dificultad que revierte una ópera como ésta en la que tantos géneros aparecen representados al mismo tiempo. La orquesta titular sonó como nunca, o al menos eso me pareció, transmitiendo todos los increíbles detalles musicales para conformar pasajes de gran belleza tanto cuando eran concertantes como cuando nos encontrábamos rendidos a los monólogos de La Roche o la condesa. Hay un trabajo por detrás fabuloso para empastar estas texturas.
Para redondear la noche no puedo dejar de hablar de los cantantes, empezando por Malin Byström como condesa, es difícil encontrar alguien con una voz tan adecuada para encarnar su maravilloso papel (sólo se me ocurre ahora mismo Anja Harteros), su actuación parte de una interiorización del papel absolutamente sorprendente, cada gesto está indisolublemente unido a su voz, su voz es de una gran tersura con agudos timbrados de gran calidad y una capacidad inmensa para emocionar, su monólogo final fue inolvidable, como alguien ya ha dicho por algún medio, era LA condesa; La Roche de Christof Fischesser fue otro de los grandes triunfadores, sabiendo centrar perfectamente su actuación con una voz de bajo clara, noble, sin estridencias, con una buena emisión y aprovechando los matices cómicos de su rol; notable trabajo el de los dos contendientes de la condesa, especialmente en el caso de André Schuen como Olivier, un barítono joven de muy buena proyección en su emisión vocal, perfecto hasta en fisonomía para encarnar al literato, razonable el Flamand de Norman Reinhardt con una voz más pequeña pero bien impostada y fiable; me gustó Theresa Kronthaler como Clairon aunque su voz no fuera la que el papel exigía pero lo ejecutó con elegancia; potente el conde de Josef Wagner, lo que no tenía su voz de hermosa lo contrarrestó con la rotundidad de sus agudos; interesantes las prestaciones de Leonor Bonilla y Juan José de León como cantantes italianos y de Torben Jürgens y John Graham-Hall en sus cortos papeles. Gran empaste y dicción de los ocho criados por citarlos igualmente.
El misterio de la perfección, de cómo la música se une indisolublemente al texto y la escena en una noche es lo que se pudo presenciar ayer en Madrid, una función única, un momento para el recuerdo.
Mariano Hortal