Carlos Acosta en el Teatro Real Por Cristina Marinero
Teatro Real de Madrid, 22 de octubre de 2021. Es una satisfacción ver que el que todavía es uno de los artistas más queridos en Reino Unido, su país de adopción, ha dado un buen impulso a su compañía privada. El cubano Carlos Acosta, también director del Real Ballet de Birmingham desde enero de 2020, cargo que prácticamente comenzó con la pandemia, ha actuado por primera vez con su compañía en el Teatro Real, ofreciendo tres funciones.
El programa, acertado, brilla sobre todo por la coreografía de Raúl Reinoso, Satori, bellísima en estética y composición coreográfica. Con música de Pepe Gavilondo, compuesta en 1989, que la divide en escenas de muy diferente dinámica, su puesta en escena está presidida por una gran tela morada que al principio sirve de común vestido para todos los bailarines, los cuales emergen de entre ella con el torso desnudo.
Satori toma el título del budismo zen y se refiere a la iluminación espiritual. Este ballet delinea ese necesario tránsito hacia el interior en busca del conocimiento que permite encontrar la belleza y la luz. Con una poderosa Arelys Hernández como principal, los nueve bailarines que la rodean, la mecen, bailan con ella o la dejan sola para que se exprese con la danza, se muestran cada uno de ellos como un verdadero solista, con una sólida formación. Y todo, con el protagonismo de la gran tela –y la iluminación claroscura de Fabiana Piccioli– que luego preside la escena desde detrás o sube para cubrir por arriba el escenario y arropar a los bailarines, vestidos después con maillots y mallas de Angelo Alberto.
Acosta interpretó el paso a dos de Sidi Larbi Cherkaoui, Mermaid, junto a una estupenda Liliana Menéndez, sobre música de Woojae Park y de Erik Satie, con partes también creadas por el coreógrafo en 1976. El que fuera figura del Royal Ballet de Londres –sobre todo en la etapa en la que le emparejaron artísticamente con Tamara Rojo, quien seguro le hizo trabajar al cien por cien, como ella siempre ha hecho– es prácticamente el porteador durante todo el dúo, a excepción de casi un minuto en el que baila solo con ese aspecto elegante y un punto virtuoso que la variación del creador belga-marroquí extrae de él. Está más estilizado que la última vez que le vimos en el Festival Castell de Peralada (la actuación de Acosta Danza allí cerraba el certamen ese año, el 17 de agosto de 2017, horas después de los dramáticos atentados de Las Ramblas de Barcelona) y eso le devuelve a la imagen que todos tienen de él. En la segunda parte interpretó el solo Two, del famoso coreógrafo británico Russell Maliphant, vestido solo con pantalón ajustado y torso descubierto, iluminado con cenitales. Esta pieza, que es sobre todo un juego de movimientos de torso y brazos en semipenumbra, se queda demasiado oscura para un escenario como el del Real, con tantos espectadores en pisos altos. No pasa nada por iluminar un poco más, el público lo agradecerá cuando han venido a ver a su ídolo.
Con Paysage, soudain, la nuit la compañía desprende un aroma a campo cubano que el coreógrafo sueco Pontus Lidberg ha aprovechado con movimientos muy alegres, que parecen ideados en el momento, y con un aroma a danza moderna americana que engrandece su puesta en escena. Está creado sobre las composiciones de Leo Brouwer, Paisaje cubano con rumba, y de Stefan Levin, Cuban Landscape. Los bailarines, en primer término, tienen detrás todo un campo de trigo ideado por la escenógrafa Elizabet Cerviño e iluminado con detalle por Patrik Bogardh. Con un vestuario en tonos crudos y avellana de Karen Young, desprenden sensaciones muy luminosas que provienen sobre todo de la estilización de las formas cubanas, tal y como hace la música.
El cierre de la representación se produjo con la juguetona creación Twelve, del madrileño Jorge Crecis, con música de Vincenzo Lamagna compuesta en 1982. Formado en danza contemporánea en el Real Conservatorio Profesional Mariemma, además de licenciado en ciencias del deporte, su trayectoria se destaca por unir ambas disciplinas físicas. Aquí los doce bailarines lidian las tres cuartas partes de la coreografía con botellas de plástico de litro y medio con su agua iluminada por neones. Toda esa escena se centra en la destreza y reflejos para coger las botellas que van tirándose unos a otros, en detallada composición, alternándose los momentos de oscuridad con los iluminados y a escenario abierto, sin telones, viéndose sus paredes. Cuando llega la parte más bailada, Crecis les hace moverse en un estilo entre contemporáneo y urbano, con derroche de energía y contorsión corporal, con vivacidad y buscada espontaneidad.