Asociar automáticamente a cada compositor con ‘su’ mejor director o intérprete es una práctica muy arraigada entre los aficionados a la clásica. Tanto, que desde que existen registros sonoros se ha conformado toda una ‘política de versiones’ —parciales, la mayoría— que aflora intacta de forma recurrente. No importa si se trata de un manual especializado o de un artículo imparcial de prensa, siempre son los mismos las mismas veces. Algo nefasto para las figuras emergentes, silentes mientras se hacen con una trayectoria profesional llena de obstáculos insalvables y donde el reconocimiento sólo estará garantizado siempre y cuando supediten sus capacidades innatas a las modas o bien paguen el óbolo a las personalidades que se encargan de configurarlas impidiendo dejar entrar a sus bailes de carnaval a quienes no hayan respetado rigurosamente el dress code decimonónico. Personalidades influyentes, sí, pero que en los últimos tiempos se ven en el impasse de adaptarse al público reflexivo e irreverente de nuestro siglo si no quieren morir de un empacho de buen gusto en la soledad de sus salas capitulares de conciertos.
El dichoso catálogo de versiones —algo que considero un mal endémico de la música clásica— no debería haber sobrepasado nunca el ámbito personal e intransferible de cada aficionado. Admito que es difícil no sucumbir a lo “razonablemente aceptado por todos” aunque se trate de un rudimento inestable por naturaleza. Estos lazos artísticos, que suelen ser hereditarios, se fortalecen con tanta frecuencia como se debilitan. Por eso, si asistimos a un concierto desafortunado o escuchamos una grabación pataca del que hasta ese momento era considerado un intouchable, inmediatamente deja de serlo. O bien al contrario, si se cruza en nuestro camino alguna o algún nuevo virtuoso, no tenemos ningún inconveniente en hacerlo sentir como de nuestra familia de inmediato. Pero hay una realidad oculta tras esta obviedad. Todos alguna vez nos hemos mostrado reticentes a incluir en nuestra lista a otras autoridades musicales a las que no habíamos prestado atención porque considerábamos que nuestro cupo estaba lleno, por desidia o, lo que es peor, por puro prejuicio. Me remito a mi propia experiencia y reconozco que también yo me he dejado llevar infinidad de veces por esta arrogancia. De hecho, cometí el craso error de dejar pastar plácidamente por el prado de mi discografía vivaldiana sólo a orquestas de la talla de Europa Galante de Fabio Biondi, Il Giardino Armonico de Giovanni Antonini, Il Complesso Barocco de Alan Curtis, Les Arts Florissants de William Christie, L´Ensemble Matheus de Jean-Christophe Spinosi o Il Concerto Italiano de Rinaldo Alessandrini. En un primer momento pensé: “No está mal del todo mi fondo de armario…”, tras colocar todos mis discos compactos en fila para hacer una maratón de refresco doméstico de oído antes de entregarme a este artículo. Pero, señores, nunca debe uno confiarse porque —mea culpa— de no haber emprendido la tarea de escribir esta reseña jamás me hubiese dado cuenta de que mi florido catálogo no incluía ninguna versión de Federico Maria Sardelli. Y no, no tengo ningún reparo en reconocerlo. Que tire la primera piedra quien pueda presumir de haber recorrido ese inescrutable sendero conocido popularmente como ‘mejores versiones’. Además de que estaría mintiendo como un bellaco sería un alienígena inmune a los cantos de sirena de la mercadotecnia, a los dimes y diretes de ambigú y, ¡válgame Dios! al rascar de los bolsillos.
Suelo ser compulsivo cuando conozco a un nuevo intérprete que me satisface de primeras. Engullo su música como un ave palmípeda y pasa bastante tiempo hasta que logro saciarme del todo. Sardelli me está regalando versiones soberbias que no podré olvidar nunca. Pero mi compromiso con Operaworld no era escuchar su música sino leerme su “novela”. Porque, sí, también escribe. Este versátil director de orquesta de origen toscano es un cuasi Príncipe al estilo de su paisano Maquiavelo. Heterodoxo y abnegado, es ese tipo de hombre ‘que acaba haciéndolo todo bien’, desde ostentar el cargo de responsable del Catálogo Vivaldiano hasta su trabajo como director, intérprete y escritor, pasando por pintor, dibujante y guionista de cómics en la revista satírica Il Vernacoliere… ahí es nada. Basta con escucharle hablar en la infinidad de vídeos suyos que circulan por internet para darse cuenta de que Sardelli es un individuo pintoresco y —al menos a mí me lo parece— entrañable. Hombre de su tiempo, dista años luz del paradigma de director hierático y circunspecto de antaño. A veces se me antoja un ser que de forma natural encarna el espíritu convulso de la música barroca que dirige —con cortes historicistas— al frente de la orquesta Modo Antiquo, fundada por el propio Sardelli en 1987. ¿Podría ser que este individuo me despierte tanta simpatía porque su parecido es más que razonable con Il Prete Rosso; o mejor dicho, con “el cura pelirrojillo” —tal y como lo llamaba nuestro añorado Fernando Argenta en Clásicos Populares—…?
Pero la vida está llena de contrastes, e igual que no podré olvidar su música no tengo claro hasta qué punto me gustaría olvidarme lo antes posible de la “inclasificable” obra escrita por Sardelli que publicó Turner Música el pasado febrero: El caso Vivaldi, traducido —no sin confesa dificultad— por Carmelo Di Gennaro. Ya el título por sí solo era para mí un mal augurio porque me recordaba a El enigma Vivaldi, un despropósito narrativo perpetrado en 2002 por el Señor Peter Harris muy en la línea de las peores obras de Dan Brown. Tampoco pude evitar acordarme de Las joyas del paraíso, escrito por la estadounidense Donna Leon como aditamento al disco Mission donde mi musa —y alopécica ocasional— Cecilia Bartoli interpretaba arias de Agostino Steffani, compositor que en la novela no era más que un mero pretexto narrativo para desarrollar una plúmbea trama de misterio donde ‘lo musical’ brillaba por su ausencia. Pero no sería de recibo meter en el mismo cajón desastre a estas tres obras. La de Sardelli, al menos, salta a la vista que no se trata de un texto escrito con urgencia. Sí, en cambio, comparte con las otras dos algunos aspectos que, de partida, coloca a su ‘novela’ a la distancia prudencial de la literatura donde suelen expirar los productos comerciales. En el odioso afán por acaparar lectores, los bestsellers de Harris y Leon pecan por defecto creando tramas anodinas y personajes melifluos que se expresan en un registro coloquial; y la que nos concierne, no se me caen los anillos al afirmarlo, peca por exceso de ‘humor ramplón’. Sardelli se deja llevar por un frenesí argumental repleto de personajes estereotipados deslucidos todos por la flagrante impericia a la hora de cohesionar los constantes e injustificados cambios de registro que provocan en el lector una grave intoxicación léxico-sintáctica. O, recurriendo al propio texto, “un principio de bloqueo auriculoventricular de primer grado causado por el susto”.
Ya he mencionado antes que nuestro director colabora asiduamente con una revista equiparable a la francesa Charlie Hebdo (o a Mongolia o El Jueves en nuestro país) donde sí está justificado que imágenes y texto se nutran de lo grotesco, de lo irreverente y de la transgresión en su más puro estado. Pero Sardelli, sospecho, se ha dejado llevar por la inercia y ha pasado por el mismo tamiz a su trama sobre los manuscritos de Vivaldi, adentrándote sin pretenderlo en uno de los terrenos más cenagosos de la literatura, la sátira. La editorial Turner, muy diplomática, no se pilla los dedos al respecto y se refiere a la obra de Sardelli como un texto que “no es del todo una novela ni del todo una crónica”. A mí, señores, cualquier cosa que no sea nada del todo me provoca estupor. Toda mixtura tiene diferentes densidades y siempre hay algún componente que flota más y mejor que el resto. En literatura ocurre igual, por eso, a mi juicio, en el “inclasificable” texto de Sardelli han subido a la superficie demasiados rasgos que, ¡eureka!, coincidían con un género al que se hacía referencia en un un ensayo de Mijaíl Bajtín que había leído hacía poco titulado Problemas de la poética de Dostoievski (1986) México, F.C.E. El género en cuestión es la sátira menipea. Pero no se asusten. No se trata de hacer ahora una sesuda y aburrida digresión teórica que justifique mi argumento. Creo que con apuntar algunos de los rasgos que El caso vivaldi comparte con este influyente género grecolatino bastará para que el lector tenga una idea más precisa de a qué tipo de libro se enfrenta.
En su ensayo, Bajtín comienza hablando de la sátira menipea como un “género carnavalizado”. El libro de Sardelli también lo es, sobre todo teniendo en cuenta hasta qué punto ha sido capaz de explotar el histrionismo de sus personajes. Todos y cada uno de ellos luce un lujoso y tupido disfraz confeccionado a medida. Del índice onomástico que se ofrece en las primeras páginas sería incapaz de despejar la incógnita de cual de ellos no se amolda a un modelo preconcebido. Este recurso resulta muy eficaz porque el lector consigue rápidamente ‘encuadrar’ al personaje para seguir con comodidad su pista en el trascurso de la narración, sin que exista margen alguno para la evolución o involución psicológica que tantos y tan ricos matices hubiese conferido al conjunto del texto. Los malos son muy malos, los buenos buenísimos, los tontos muy tontos y las mujeres… las dejo aparte porque no salen especialmente bien paradas. Las hermanas de Vivaldi, por ejemplo, beatas y estúpidas por naturaleza, ocupan un denigrante segundo plano dejando que su hermano Francesco, viril, pícaro y pendenciero se lleve todo el protagonismo. Y es probable que sea cierto que este personaje fuese clave en el devenir de los manuscritos, pero me pregunto si realmente aportaba algo esa disparidad con la supuesta memez de sus dos hermanas. La violinista Olga Rudge, compañera de Ezra Pound —que sí, en cambio, desempeña un papel fundamental en la historia— tampoco corre mejor suerte, eclipsada en todo momento por la personalidad desbordante de un escritor que siempre tiene la palabra. Es obvio que Sardelli se ha tomado sus licencias respecto a lo que Bajtín denomina la “libertad de las limitaciones historiográficas”. No me atrevo a calificar El caso Vivaldi como un libro machista, pero detecto demasiados hombres en acción y muy pocas mujeres avezadas.
A otro asunto. Más allá de su particular —y legítimo— tratamiento de las fuentes, salta a la vista la abundante información con la que ha contado Sardelli —tijera en mano— a la hora de enfrascarse en el ‘patronaje’ de su novela. En la Anotación sobre las fuentes de las páginas finales del libro, el autor asegura que “(…) los hechos aquí narrados son, en su grandísima mayoría, reales (…)”. Y es cierto. Basta con prestar atención a la heterogeneidad de las fuentes primarias que aparecen en la ‘novela’: textos periodísticos, epistolarios, sentencias judiciales, boletines de órdenes religiosas y hasta encíclicas; sin olvidarnos —algo realmente original— del extenso catálogo de recetas gastronómicas que nos regala a lo largo y ancho del libro. Tanto el autor como el traductor justifican su presencia porque “también la gastronomía pertenece a la esfera de la expresión cultural de un país”. Algo con lo que estoy totalmente de acuerdo. Sin embargo, el rigor de las fuentes no ha implicado que los personajes que aparecen en el libro sean verosímiles. De hecho, no lo son en absoluto. Para mí es contraproducente que Sardelli —en función al mayor o menor grado de implicación en la trama de sus personajes— haya destinado rasgos pedestres a los secundarios y una inusitada diligencia a los protagonistas. Esta fórmula típica del bestseller reduce a la mínima expresión la intriga, todo se vuelve previsible. La sátira menipea también es una “combinación (…) del simbolismo con un naturalismo de bajos fondos sumamente extremo y grosero”. En muchas ocasiones a lo largo del texto he tenido la impresión de que se ha forzado demasiado el perfil de los personajes para meterlos con calzo en el truculento ir y venir de los manuscritos vivaldianos. Mal asunto. Sardelli, de haber reprimido su desbordante imaginación, podría haber escrito un brillantísimo ensayo al uso sobre este tema. Mi preferencias, ya lo habrán notado, van en esa dirección. Pero —y ahí no cabe objeción alguna— quizá lo que más le importaba a nuestro director era justo lo contrario, escribir un libro divertido y ameno, sin demasiadas pretensiones a pesar de su eruditísimo trasfondo. Y lo ha logrado.
A pesar de mis críticas formales al texto —discúlpenme, la filología me arrastra con frecuencia a inocentes pugilatos— he de reconocer que me inclino ante el libro de Sardelli en su conjunto. Me seduce bastante que se trate de un texto que rezuma cierta “mala leche”. No parece que nuestro autor esté muy por la labor de perpetuar el elitismo y la sacralización de la música clásica. Dice mucho que gracias su original sentido del humor haya conseguido transformar una película para adultos en apta para todas las edades. Como dije antes, Sardelli podría haber optado por tratar el asunto siguiendo las directrices formales de la musicología, pero de haber tomado estos derroteros sólo habría llegado a un público especialista muy limitado. Su ensayo acabaría languideciendo en los anaqueles de las bibliotecas de los conservatorios. Pero no, Sardelli es partidario de sacar a la música clásica de su cementerio de elefantes. Su acreditada autoridad le da sobrada licencia para banalizar —sin desvirtuar, tal y como ha hecho— el sacro asunto vivaldiano. Su extensa carrera como investigador le legitima a mi entender para articular a su amor esta atractiva trama detectivesca concebida para suscitar el interés general de los lectores, sin priorizar si se es o no un reverente aficionado a la clásica.
Cuando unas líneas más arriba me arriesgaba a considerar a Sardelli una personificación del periodo barroco, pretendía ir más allá de la turbulencia, el arrebato, la extravagancia o el pesimismo generalizado frente una sociedad decadente presa del absolutismo asociados al término. También me interesa —y hago especial hincapié en este aspecto— recalcar su carácter festivo. José Antonio Maravall, en su libro La cultura del barroco (2000, Barcelona. Ariel), en el capítulo dedicado al papel social del teatro y de las fiestas se refería a estas últimas como eventos donde “Se emplean medios abundantes y costosos, se realiza un amplio esfuerzo, se hacen largos preparativos, se monta un complicado aparato, para buscar unos efectos, un placer o una sorpresa de breves instantes”. No podía haberme topado con una frase que resuma mejor las cualidades del libro de Sardelli.
No niego que hay que realizar un pequeño esfuerzo hasta acostumbrarse al lenguaje impostado de El caso Vivaldi por un lado, y a las analepsis [pasaje de una obra literaria que trae una escena del pasado rompiendo la secuencia cronológica. DRAE] por otro. Pero piensen que en el fondo el libro es un divertimento y como tal hay que tratarlo, aunque no esté exento de pasajes estremecedores donde se pone de manifiesto el compromiso de Sardelli con causas tan nobles como la denuncia de la persecución sufrida por los judíos —que desempeñan un papel crucial en la recuperación de los manuscritos— a lo largo del siglo XX. Lo dicho, bastan unas cuantas páginas para acomodarse a tanto cambio de registro. Aprender jugando, decía aquel anuncio. Aplíquense el cuento y llévense este verano este libro en la mochila. No se pueden perder capítulos tan hilarantes como aquel que recoge la anécdota de un caricaturesco Mussolini recibiendo como obsequio el violín de Vivaldi (“construido por Girolamo II Amati, hijo de Nicollò”). La sucesión de catastróficas desdichas que Luigi Torri y Alberto Gentili, “los auténticos héroes de esta historia”, deben sortear tras la pista de los manuscritos de Vivaldi hasta que finalmente llegaron a la Biblioteca de Turín —donde se custodian y conservan en la actualidad— créanme, llegará a conmoverles. El caso Vivaldi es una oportunidad de oro para entender no sólo por qué costó tanto esfuerzo recuperar el catálogo del compositor veneciano, sino también cuáles fueron en realidad los turbios intereses económicos que precipitaron esta gesta con final feliz, pero que a punto estuvo de no serlo.