Tan distintas y tan iguales, Bartok y Poulenc nos muestran a dos mujeres de colores vocales opuestos pero a las que los hombres someten llevándolas al borde de la crisis. Krzysztof Warlikowski consigue mediante un enlace sencillo con toques cinematográficos de los años veinte que Le Château de Barbe–Bleue y La Voix humaine parezcan casi la continuación la una de la otra.
La representación comienza con un silencio absoluto y un número de magia. Barbe-Bleu, al que solo le falta la varita, aparece en escena con una capa negra y con tres trucos de magia se da entrada a la música de Bartok. Se trata de su ópera prima operística, una obra dramática, de colores oscuros y atormentada de principio a fin que propone un reto para toda orquesta que la interpreta. Pese a ello, Ingo Metzmacher sabe llevar perfectamente a la suya incluso cumpliendo con una correcta ejecución al llegar al culmen musical de la sexta puerta.
En escena el castillo, sobrio y con amplios espacios, es un protagonista más. Proyecciones de un niño que llora y sangra, un alter ego en miniatura, dan paso a cada uno de los módulos que salen desde bambalinas. Cada uno de ellos representa una de las siete puertas, uno de los siete tormentos de Barbe-Bleu. Éste es interpretado por el bajo John Relyea que, con su timbre oscuro y su potente voz, nos sorprende y nos seduce desde su pequeña intervención recitada al comienzo de la obra. Su voz da autoridad y peso a un personaje comúnmente interpretado por un barítono. Judith, su compañera, interpretada por la rusa Ekaterina Gubanova, es la combinación perfecta. Su voz densa y oscura complementa a la de Relyea, jamás le falta presencia y nos lleva de la mano a su fatídico final desde la primera puerta. Gran ejecución e interpretación que con su vestido verde y su pelo rojo, clichés de lo femenino y la seducción, su mirada y movimientos la convierten en una Judith esplendida.
Prácticamente sin darnos cuenta las siete puertas del castillo ya están abiertas y, mientras Barbe-Bleu se esfuma entre cajas y se proyecta un pequeño fragmento de la Bella y la Bestia, Elle, tambaleante sobre unos vertiginosos tacones de aguja, a punto de caer en el abismo de la existencia, pistola en mano, hace su aparición en escena y el teléfono empieza a sonar. Ella, la soprano Barbara Hannigan, se come el escenario con su interpretación. Aunque a nivel vocal no tiene mucho volumen es impecable en la técnica, muy potente en los agudos y con gran expresión. Su francés poco ortodoxo pasa de largo con su excelente actuación. No para un segundo, desde que sale en escena no podemos dejar de mirarla, y para colmo una pantalla de cine le otorga doble presencia grabando sus movimientos desde arriba. Ella es la escenografía, ni el teléfono le hace falta. Para terminar un marido moribundo nos recuerda el fatídico final que está por llegar, el suicidio como fin a los problemas.
Un Krzysztof Warlikowski con una puesta en escena arriesgada en su justa medida, una idea acertada la de la opera de parís el retomarla esta temporada.
Rebeca Blanco Prim