El heredero de la tradición pianística rusa
Auditorio Nacional de Música. Madrid. 22 de enero 2013
El pianista ruso Nikolai Lugansky (1972) inauguró, el pasado martes, el 18º Ciclo de Grandes Intérpretes organizado por la Fundación Scherzo con un programa de gran intensidad emocional. Para todos aquellos que no le conozcan, Lugansky es un pianista elegante y espléndido, poseedor de un virtuosismo sin pretensiones y una expresividad sobria y sin afectación, todo lo cual supo poner de relieve en esta actuación.
La velada dio comienzo con V mlhách (En la niebla) de Leoš Janáček, pieza de carácter intimista y melancólico dividida en cuatro breves movimientos que, además de tratarse de una de las pocas piezas para piano sólo escritas por el compositor, es escasamente interpretada. Equilibrio sonoro entre los distintos estratos polifónicos y fraseo diáfano y perlado destacaron el «Andante» que, seguido del brumoso «Molto Adagio» –caracterizado a su vez por sus múltiples contratiempos–, dio paso a un limpio y riguroso «Andantino» en el que, por momentos, el artista consiguió extraer de su instrumento una sonoridad tan etérea que bien podría compararse con campanas de cristal. El «Presto» final, en marcado contraste con el anterior y abundante en fricciones sonoras, puso el punto y final a esta primera pieza.
De la tercera suite de la obra Années de Pèlerinage de Franz Liszt, Lugansky eligió, para nuestro deleite, la tercera y cuarta piezas: «Aux cyprès de la Villa d’Este II: Thrénodie» y «Les jeux d’eaux à la Villa d’Este». La primera puso en relieve la soberbia habilidad técnica, sin grandilocuencias, de Lugansky, a través de la cual el intérprete fue desvelando la siempre extrema visión lisztiana del cielo y el infierno. Con ella llegó, además, y en medio de un programa oscuro y misterioso, el primer rayo de luz de la noche, mientras que la segunda pieza se constituyó en alivio armónico y espiritual para los oídos.
Liszt, amante del arte y la belleza, realizó, a lo largo de su vida, diferentes transcripciones para piano de obras orquestales y operísticas. Una de ellas fue la tercera de las piezas del concierto que nos ocupa: «Isolde’s Liebestod», el final de Tristan und Isolde de Wagner, una pieza «milagrosa» de extraordinaria belleza transcrita, a su vez, de forma sublime –desde aquí, insto a los amantes de esta ópera a que la escuchen–. ¡De qué manera canta el piano! y ¡de qué manera se recrean todas las voces de la orquesta!. Aunque, todo hay que decirlo, Lugansky pareció reservar su energía para después, pues la pieza no llegó a alcanzar la intensidad deseada (lo cual, no obstante, no fue impedimento para las tres ovaciones que el público dedicó al intérprete tras finalizar esta primera parte).
A la vuelta del descanso, Lugansky resucitó a Nikolai Medtner, compositor ruso contemporáneo de Rachmaninoff y Scriabin quien, al contrario de Janáček, sí gustaba de componer para piano. Así, pudimos disfrutar de tres de sus Forgotten Melodies (Melodías olvidadas). La primera, de tono burlesco y desenfadado, la segunda “canzona serenata”, de carácter romántico (al más puro estilo chopiniano de complicada mano izquierda con grandes desplazamientos) y la tercera, semejante a una ensoñación. La ejecución de Lugansky fue, como es habitual en él, elegante, limpia y honesta y gracias a ella, el carácter de la obra se mantuvo intacto.
Finalmente llegó la esperada segunda sonata de Rachmaninoff, obra original de 1913 revisada, posteriormente por el autor, en 1931. En ella sí, el pianista desplegó toda su garra y energía e hizo alarde, además, de un virtuosismo fuera de lo común. Lugansky no solo exprimió al máximo las posibilidades mecánicas del instrumento sino que hizo una interpretación valiente y arriesgada. Los largos e intrincados fraseos de Rachmaninoff fueron resueltos con impecable precisión y claridad, lo que se tradujo en un sonido traslúcido y permitió la comprensión a una obra a menudo tildada de oscura y poco inspirada.
Después de tres series de interminables aplausos, el intérprete nos obsequió con tres bises, todos ellos de Rachmaninoff. El primero, el Etude-tableau opus 33 nº 8, el segundo, una transcripción del “Scherzo” de Ein Sommernachtstraum (Sueño de una noche de verano) de Mendelssohn y, el tercero, el Prélude opus 23 nº 7. Con ellos concluyó la apertura de este célebre ciclo. Un concierto memorable.
Esther Viñuela