Don Carlo de Giuseppe Verdi es una de esas óperas problemáticas. Su mayor dificultad a la hora de ponerla en escena sigue siendo hoy la duración imposible que posee, de más de tres horas, que le llevó al propio compositor a realizar varios cortes y revisiones respecto al original francés de 1867 con destino a la Opéra de París, con todo el boato escénico que suponía estrenar allí y el obligado ballet dentro de un formato de grand-opéra al estilo meyerberiano. Y es que para muchos teatros del mundo aún resulta arriesgado optar por la primigenia versión en cinco actos que mejor reflejaba las intenciones iniciales del compositor de Busetto, pese a tener que sacrificar sus deseos en varias ocasiones para así poder facilitar la representación en su país de una de sus óperas más personales hasta ese momento con la que había alcanzado ya el máximo grado de madurez artística. Porque la madre del cordero sigue siendo incluir en una representación en italiano de Don Carlo el primer acto original, o acto de Fontainebleau, que Verdi reivindicó en la llamada versión de Módena de 1884, que es la que el Teatro Real de Madrid ha recuperado para inaugurar solemnemente su nueva temporada mediante esta producción proveniente de la Ópera de Frankfurt.
Verdi era perfectamente consciente de la inapropiada longitud de su ópera basada en Don Carlos, infante de España de Friedrich Schiller, él tan amante de la concisión y del ritmo escénico, pero estaba muy seguro de sí mismo cuando apelaba a la conveniencia del acto de Fontainebleau, pues éste consigue aportar una mayor unidad a la trama y pone en antecedente al espectador de los sentimientos amorosos entre Carlo y Elisabetta de Valois, que son abortados por la razón de Estado, la cual lleva a Elisabetta a casarse con el padre de Carlos, el rey Felipe II, para preservar la paz entre España y Francia. Todo eso lo desconocemos si prescindimos de este acto, y la carga emocional es mucho más efectiva en los sucesivos acontecimientos que envuelven a ambos personajes si sabemos antes que soñaban con un futuro juntos cuando todavía no había ataduras políticas de por medio. Además, los motivos e ideas melódicas que definen el vínculo entre Carlo y Elisabetta aparecen en el primer acto, y reaparecerán posteriormente en el dúo del segundo y el dúo final del quinto acto, con lo que el círculo a nivel dramático con la escena en el bosque de Fontainebleau es mucho más redondo.
Por todo ello, estimamos plenamente acertada la decisión del Teatro Real, que cuenta con la dirección de David McVicar (autor del montaje de Gloriana que vimos en este mismo teatro) quien ha diseñado una propuesta escénica reflejando el clima opresivo y claustrofóbico circundante. Al igual que en esta ópera de Britten que muestra la vida de la monarca Isabel I de Inglaterra, el regista se ha apoyado rigurosamente en un exquisito vestuario del siglo XVI predominantemente oscuro, obra de Brigitte Reiffenstuel, y en una única escenografía elaborada por Robert Jones donde muros escalonados de piedra blanca pueblan el escenario de forma simétrica, cuyos bloques oscilan arriba o abajo según avanza la acción, uno de ellos representando la tumba del emperador Carlos V en las escenas del Monasterio de Yuste, con el elemento decorativo superior de un incensario. La iluminación de Joachim Klein también juega un destacado papel, siendo más luminoso el escenario en las escenas grupales.
La majestuosidad de la escena del auto de fe en el tercer acto (originalmente en una plaza frente a la basílica Nuestra Señora de Atocha de Madrid que aquí no existe) se resuelve colocando una enorme cruz al fondo de la escena que se ilumina con aterradoras llamas cuando los herejes son llevados al martirio. El estatismo es en esta escena la nota dominante, con las autoridades políticas y religiosas dispuestas a diferentes alturas de los muros de piedra. La habitación del monarca español opta por la inclusión de una gran cortina en el lateral derecho del escenario, con una mesa que contiene algunos objetos del rey, entre los que se distingue un globo terráqueo (analogías perfectas con Gloriana). La escena de la cárcel posee el socorrido pero efectivo recurso de las rejas. El Gran Inquisidor contrasta con la oscuridad reinante ataviado con una capa blanca de armiño. En un alarde de veleidad teatral, y para contribuir a alimentar al monstruo de la leyenda negra que ya se ocupó de idear Schiller con la obra que sedujo a Verdi para esta ópera, el régisseur modifica el final: Carlo es asesinado por los guardias de su padre, en vez de arrastrado a la tumba por el espectro de su abuelo. Por tanto, el original recurso mágico y fantasmagórico del que por cierto dudaba el propio compositor en relación al Monje Emperador no le ha resultado válido a McVicar en su más que discutible decisión.
En el segundo elenco encontramos un plantel de buenas voces que consiguen sacar adelante una función estimable y que en muchos aspectos supera con creces al primer reparto, una circunstancia que es bastante común en este coliseo lírico. El tenor italiano Andrea Caré, que cantó Pinkerton en el Real en la producción de Madama Butterfly de Mario Gas, realiza un retrato del protagonista titular que va enriqueciendo según avanza la ópera. Se apoya en una voz cálida y de gran belleza tímbrica, perfectamente homogénea y con entera facilidad para la emisión de poderosos agudos. A todo ello añade buen gusto cantando. Parece tener problemas de afinación en su primer aria “Fontainebleau”, pero a partir de su primer dúo con Elisabetta va ganando enteros que le llevan a demostrar una convincente expresión dramática y gallarda apostura en escena que no descuida el fraseo ni la cantabilità. Tras su reciente y exitosa Butterfly en El Escorial y San Sebastián, el feliz regreso de Ainhoa Arteta al Teatro Real ha servido para demostrar que la vocalidad de la soprano donostiarra se encuentra quizá en su mejor momento, siendo capaz de enfrentarse a un papel de tanta riqueza psicológica como el de Elisabetta, que se adecua óptimamente a su tesitura. De él extrae múltiples matices, mediante un instrumento timbrado y siempre musical, con agudos firmes, aterciopelados filatti y un registro grave que nunca descuida, aportando hondura al personaje y reservando lo mejor para su gran aria del acto quinto (“Tu che le vanità”), donde exhibe lo magnífica artista que es sobre el escenario. El público de Madrid supo agradecer su entregado trabajo, siendo con diferencia el más aplaudido de la noche.
El barítono Simone Piazzola es un estupendo cantante que posee una intachable línea de canto cuya elegancia y ortodoxia le hace descuidar en parte la penetración psicológica en el personaje de Rodrigo, al cual dota de gran nobleza. El Filippo de Michele Pertusi (magnífico bajo bufo rossiniano) tiene la autoridad y dignidad regia adecuada, con un acusado volumen y una profundidad canora que demuestra primeramente en su escena con Rodrigo (el dúo que tantos problemas le dio a Verdi). Su gran monólogo del acto cuarto (“Ella giammai m’amò”) tuvo la contenida e íntima emoción que el instante requiere. En la subsiguiente escena le costó igualar su canto al del Gran Inquisidor ante la contundencia, énfasis canoro y cavernoso timbre del espléndido bajo Rafal Siwek, cuyo retrato musical del siniestro personaje es más que convincente. La mezzosoprano Silvia Tro Santafé es una Princesa de Éboli moderadamente aguerrida con una oscura vocalidad que posee los suficientes graves para afrontar el papel. Consigue brindar grandes momentos de lucimiento como la canción del velo y acomete con facilidad agudos en su gran aria “O don fatale”, haciéndose siempre presente en los momentos de conjunto, como el trío del acto tercero o el cuarteto del cuarto. Destacar asimismo el buen hacer general de los secundarios, como Fernando Radó en el Fraile, el Tebaldo de Natalia Labourdette, el conde de Lerma y heraldo real de Moisés Marín y la voz del cielo de Leonor Bonilla. Correctos asimismo los seis diputados flamencos. El coro resuelve sus difíciles y variados cometidos con aparente facilidad, siendo su mejor aportación en la escena del auto de fe. Como notable concertador, la batuta de Nicola Luisotti está atenta en todo momento a las voces, se le nota disfrutar desde el foso gesticulando e implicándose al máximo con los cantantes. Bien es cierto que no es la suya una dirección que se deja llevar por las grandilocuencias ni los efectismos vacuos, y a veces se podría echar en falta algo más de garra y contundencia en los finales de acto, pero su refinamiento y elegancia directorial hacen primar la musicalidad por encima de todo, llevándole a extraer un espléndido rendimiento de la orquesta, cuidando sonoridades y timbres, con magníficos momentos a solo, como el preludio del acto tercero o la majestuosa introducción del quinto acto. Por no hablar de esa combinación entre el contrafagot y los contrabajos que sirven de base orquestal a la escena del Gran Inquisidor y que provoca auténtico estremecimiento por la opresiva y agobiadora presencia del miembro del Santo Oficio.
Germán García Tomás