En el desarrollo de la ópera francesa, el peso del exotismo fue muy fuerte, especialmente en la segunda mitad del siglo XIX, dejando un repertorio con una larga lista de obras marcadas por esta corriente.
Si se da una rápida mirada a óperas francesas empapadas de exotismo y específicamente orientalismo, de inmediato aparecen las principales: La reina de Saba (1862) de Gounod; Los pescadores de perlas (1863), Djamileh (1872) y Carmen (1874) de Bizet; La africana (1865) de Meyerbeer; El rey de Lahore (1877) y Thaïs (1894) de Massenet; Sansón y Dalila (1877) de Saint-Saëns; Lakmé (1883) de Delibes. En estas óperas se ofrecen viajes a tiempos en su mayoría remotos e imprecisos y a lugares tan exóticos como Ceylan, Palestina, Egipto, el sur de España, o la India.
En todas estas óperas el exotismo actúa más en lo visual que en lo musical, ya que aunque en ellas se esté mostrando lejanos y muy pintorescos lugares del globo, salvo rarísimas excepciones el discurso vocal y orquestal plasmado en sus partituras, se queda en lo convencional. La música sólo se acerca hacia esas apartadas culturas mediante sutiles efectos o algunos guiños diferenciadores.
No es fácil escenificar alegóricamente, con aire orientalista, una ópera de este género para el público del siglo XXI, dada la globalización de la información sobre todos los lugares y culturas. Por ello, no es infrecuente que se actualice la ambientación o que los elementos orientalistas se reduzcan a lo meramente esquemático, a crear una atmósfera que simule lo que pudo ser la “mise-en-scène” de estas obras en el París de la segunda mitad del siglo XIX. Esta última opción ha sido la que eligieron Julien Lubek y Cécile Roussat, responsables de la regia, escenografía, coreografía, vestuario e iluminación.
Ante todo, y pese a su escasa espectacularidad necesaria para reflejar el orientalismo exótico que quería dar Bizet a su composición, se debe dejar constancia de que los responsables de la puesta en escena han respetado con sensatez, la acción tal y como fue concebida por el compositor y sus dos libretistas, cosa, por otro lado, poco común en nuestros días. El escenario queda enmarcado con uno arcos ondulados que recuerdan el borde de una nube de algodón, y que reduce notablemente la altura de la escena en los extremos de su boca. El mar se insinúa mediante un pequeño fragmento del piso con superficie metalizada, en primer plano del escenario. Los elementos que requiere la ambientación de la trama –playa desolada y arenosa, palmeras, templo de Brahma, barquita de Leïla, gran llama de fuego de una hoguera, la luminosidad rojiza que ilumina el fondo de la escena y hace creer a los hindúes que sus chozas y sus sembrados están ardiendo—se resuelven de forma esquemática, con simplicidad propia de las escenografías, aunque sin su lujo y esplendor, de la época en la que fue estrenada la obra y con cierto toque naíf en la vegetación.
La vertiente actoral resultó bastante convencional y algo descuidada. Los movimientos de masas en la última escena, confusos y de escaso efecto dramático, poco convincentes. Las interrelaciones físicas entre los personajes principales apenas aportaron nada al desarrollo amoroso o trágico de la trama.
Más acertado el vestuario, de tonalidades pasteles y terrosas, que la coreografía, encomendada a media docena de bailarines cuya danza de estilo moderno pegaba poco con el entorno oriental que se le debe suponer al antiguo Ceilán. La iluminación, que desempeña un papel importante, llana de colores y contrastes, estuvo mejor concebida que realizada, pues hubo algunos fallos, no muy importantes, pero evidentes.
El reparto, único para las cinco funciones con las que se ha empezado la temporada 2019/2020 del Regio de Turín, resultó desigual. Con diferencia, lo mejor de la noche estuvo en el canto y en la presencia de la joven soprano Hasmik Torosyan, cuyo físico y muy bellos rasgos faciales convienen espléndidamente a la “sacerdotisa Leïla”. Salvo un inicio un tanto inseguro, se fue afianzando a medida que transcurría la trama, hasta lograr extraordinarias inflexiones y colores vocales llenos de emociones, en su largo dúo con “Zurga”. Antes, mostró la calidad de su metal vocal, con momentos de carnosidad aterciopelados, homogeneidad casi absoluta en todo su registro y facilidad natural – que se apoya en una técnica muy trabajada y depurada—en los agudos y agilidades en el aria con coro “O Dieu Brahma!” y en el que fue su momento mejor, el recitativo y cavatina “Comme autrefois dans la nuit” (de muy tirante y aguda tesitura), con dulce y elegante línea de canto, y expresión sincera de abandono en brazos de su amante “Nadir”. Esta soprano armenia se encuentra en su elemento interpretando papeles de jóvenes tierna y apasionadamente enamoradas, como “Marie” (Fille du régimnet), “Amina” (Sonnambula) y ahora “Leïla”, cuya fragilidad y resignación en los momentos adversos es capaz de expresar con una emoción y dulzura que llega con facilidad a los espectadores. A todo esto debe añadirse que su acento y articulación del francés es cada día mejor y que la emisión y proyección de su voz es muy destacada.
En el rol de “Zurga” estaba previsto que interviniera el barítono italiano Fabio Maria Capitanucci. En su lugar, y sin que se anunciara al inicio de la función, lo interpretó el barítono belga Pierre Doyen, quien sólo recientemente ha comenzado a incorporar a su repertorio papeles principales. Fue una grata sorpresa. La materia prima vocal es excelente y su pronunciación y articulación del francés, su lengua vernácula, impecables (muy claras y diferenciadas ente si las características vocales nasales y la clara diferencia de sonido entre “o” y “ô” [interjección]). Su línea de canto es ya bastante depurada y su concepción del personaje se decanta más por los colores vocales que expresan un ser atormentado e resignado, más que irascible y esclavo de la pasión.
Les pêcheur de perles es una ópera para el lucimiento de un buen tenor lírico-ligero. Lamentablemente, el francés Kévin Amiel encarnó mediocremente al pescador “Nadir”. La voz es clara, no exenta de belleza, suficientemente voluminosa, pero se nota mucho los esfuerzos que debe hacer en el passagio della voce a un registro agudo limitado, corto de fiato, con tendencia a desafinar y de emisión engolada y poco in maschera. Quedó muy eclipsado en el dúo de amistad con “Zurga” y en el de amor con “Leïla” por ambos Piere Doyen y sobre todo, por Hasmik Torosyan. Pasó muy desapercibida su extraordinaria aria “Je crois entendre encore”. Curiosamente, y pese a ser nativo francés, su articulación del texto es bastante defectuosa y las temibles vocales nasales—para tenores no francófonos—resultaron desdibujadas nasalidades.
Correcto y aceptable, en general, el bajo Ugo Guagliardo como “Nourabad”, con dos o tres excelentes frases nobles y autoritarias en los momentos oportunos.
La versión elegida fue la original de 1863. La dirigió con gran atención al detalle el maestro Ryan McAdams, que controló siempre el volumen de la orquesta a fin de que las voces –en especial, los magníficos pianissimi de Hasmik Torosyan—se pudieran escuchar con gran nitidez. Destacó el acompañamiento, delicado y de gran refinamiento sonoro de las maderas y los vientos, al tenor en la ya comentada aria “Je crois entendre encore”. Logró un sonido de ricos colores de la cuerda, pese a la poca sonoridad de los contrabajos.
En el coro del Teatro Regio sobresalieron las damas, con potente, claro y bello sonido de las sopranos y mezzosopranos. Como es habitual en muchos coros de los teatros de ópera italianos, faltan bajos-cantantes, sustituidos por barítonos con notas graves pero poco rotundas y sonoras.
Fernando Peregrín Gutierrez