Coppél-I.A., de los Ballets de Montecarlo: ¿Sueñan las androides con amores humanos?

Matej Urban & Lou Beyne
Matej Urban & Lou Beyne

Jean-Christophe Maillot estrena en Mónaco una bella y emotiva coreografía sobre el clásico del XIX, con música de Bertrand Maillot, sobre Delibes, y elegantes diseños de Aimée Moreni

Cristina Marinero

La imagen del creador y su criatura suele destilar una emoción muy particular. Se siente una ternura especial al ver al Doctor Frankenstein o al padre de Eduardo Manostijeras interactuar con su hijo originado en el laboratorio y dirigir sus pasos como el Todopoderoso Dios que piensa es. Lo más difícil es “copiar” las emociones, por eso se tardará más tiempo en que la Inteligencia Artificial dé luz al «humano» fabricado en laboratio.

Una de las claves está en los ojos: más que “el espejo del alma”, son “la ventana del alma”. Así lo sugiere el subtítulo con que Coppelia se estrenó en 1870, La muchacha con ojos de esmalte, y lo veíamos después en Blade Runner y la novela que lo inspiró, ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?

Esa emoción llena de ternura que citábamos es la sensación que se recibe cuando se levanta el telón en Coppél-I.A. y sobre el magnífico escenario del Forum Grimaldi de Mónaco aparecen al fondo creador y criatura. Son el Doctor Coppelius y su robot Coppelia en una acertada presentación de personajes que se desarrolla en un paso a dos. La androide evoluciona con movimientos angulosos y muy mecánicos, custodiada por su creador, exultante ante el triunfo de su invento para crear al robot perfecto.

Coppelia está interpretada por una magnífica Lou Beyne, delgadísima bailarina, de técnica implacable y dotes interpretativas excepcionales, con un rostro que, maquillado de blanco, posee la fragilidad encantadora y desvalida de los mimos. Matèj Urban encarna con modos expresionistas y carácter autoritario al Doctor Coppelius, el científico que ha visto en la Inteligencia Artificial la solución: ¿A no estar solo? ¿A encontrar el amor? ¿A fabricar a la mujer perfecta? ¿A triunfar en su objetivo y “ser” Dios? Quizás a todo junto.

Están vestidos por Aimée Moreni, que ha diseñado para Dior o Chloé, y que a sus apenas 29 años ha creado un mundo elegante, minimalista y delicado, con futurismo, pero con textura humana, lleno de brillantes y presidido por el blanco, con un guiño al universo de la Bauhaus y su Ballet Triádico.

El espacio escénico para esta versión de Coppél-I.A., cuyo origen está en El hombre de arena, relato en la órbita del terror escrito por E.T.A. Hoffmann, en 1817, también es obra suya. Es blanco al principio y negro en el segundo acto, cuando Swanilda, una rotunda y excelente Anna Blackwell, se cuela en el taller de Coppelius y engaña a su prometido Frantz -el apuesto y virtuoso Simone Tribuna-, ya vestida la poderosa joven con el traje de Coppelia. Cabe decir que la compañía está en un nivel de gran altura: la gran mayoría de «artistas coreográficos», como les denominan en el programa especial, son solistas, tienen unas cualidades técnicas de admirar y la querencia de Maillot por los ballets narrativos les proporcionan buen asidero para trabajar la interpretación dramática.

Simone Tribuna – Anna BlackWell – Matej Urban

El coreógrafo y director de los Ballets de Montecarlo – cumplen 35 años desde su refundación- nos confesaba que en Lou Beyne ha encontrado a una segunda Bernice Coppieters, su musa de tantos años, ya retirada de la escena y ahora maestra principal de la compañía, y nuestro primer pensamiento es que en esta relación coreógrafo-bailarina también hay algo de creador-criatura. Ha sido habitual en la historia de la danza, piensen en Balanchine y Tanaquil Le Clercq o sus favoritas posteriores, con matrimonios incluidos; o en Frederick Ashton y Margot Fonteyn, también en Mats Ek y Ana Laguna…

Este año es el 150 aniversario de este clásico. Fue estrenado el 25 de mayo de 1870, en la antigua Ópera de París, en una etapa de mucho cambio en la sociedad europea, rodeada de una desazón que elevó la “decadencia” al estrato de movimiento artístico, casi como si del romanticismo se hubiese destilado solo su lado siniestro.

Hoffmann hablaba en el referido relato de 1817 de autómatas; Mary Shelley llegó un año después con Frankenstein; el ballet romántico plagó los escenarios con sílfides y espíritus de mujeres de blanco, pero también con terrenales personajes –muchos de ellos, españoles- que subrayaban lo maléfico, y Auguste Villiers hizo que se popularizara el término “androide”, ya terminando el siglo, en La Eva futura.

Villiers pensaba que lo que es producto de la imaginación tiene siempre más belleza que la mera realidad. Verdad no le falta si pensamos en el Arte. Los decadentes se oponían a considerar la naturaleza como ejemplo, preferían el artificio. También es verdad que su vida fue una constante búsqueda del amor, bastante poco feliz.

En ese terreno se mueve Maillot con Coppel-I.A. porque su Doctor Coppelius quiere ser amado por la mujer robot que ha creado. Y el amor es, al final, lo que convierte a la androide en (casi) humana, desprendiéndose del padre que, claro, no la ha diseñado para que tenga libertad, sino para manipularla: para algo es su creador.

Si a Coppelia le faltaba tener alma humana para ser uno de nosotros, en esta versión de los Ballets de Montecarlo es el amor que recibe de Frantz el que enciende esa parte escondida en su ser de laboratorio que ni su fabricante sabía que existía. Toma conciencia de sí misma y sabe que está lista para volar, ofreciéndonos uno de los grandes finales del ballet reciente.