Más a menudo de lo deseable, se encuentra uno con propuestas que sólo a veces aportan realmente algo a la experiencia operística, mientras las más de las veces se juzgan prescindibles, se prestan a confundir o incluso llegan a irritar -ay, aquellas valquirias en bicicleta; perdón Radamés, por enfundarte una camisa de fuerza; Carmen, ejemplo de mujer liberada y no de lo que es, básicamente una mala persona; parejo a cierto Don Juan, tan virtuoso, que El Comendador ni viene a buscarle…-, montajes diríase orientados más bien a servirse de la obra, a comunicar ciertas personales ideas del celebrado artista en cuestión, que a prestarse accesorio, un elemento más, a la suma de voluntades y talentos imprescindible, en ocasión de darle vida, al más complejo espectáculo escénico-musical inventado por el hombre. Por eso resulta especialmente grato encontrarnos con iniciativas escénicas al servicio de la obra, centradas en articular la trama en un producto coherente y dinámico en el adecuado contexto plástico que nos evoca el relato y nos reclama la música. En efecto una comedia de enredo, ‘coral’ se adjetivaría, de encontrarnos en el ámbito de la cinematografía, necesita puertas, disfraces y escondites. Y necesita dividir los espacios: bien sea compartimentando el escenario o, como en esta ocasión, disponiendo una galería por la que los personajes desarrollarán sub-tramas o espiarán la escena principal. No se obliga así al espectador a forzar el hecho teatral, no ha de imaginar personajes sordos o ciegos a evoluciones que discurren ante sus narices. Podemos como público ser conscientes de las convenciones del teatro e incluso de las obligadas abstracciones que impone la ópera pero, misericordia, no nos obliguen escenografías imposibles a desmerecer las posibilidades de un libreto fantástico. La música de Mozart no necesitará de tales trabajos para brillar, pero la historia de la que parte, y en definitiva la ópera vista como espectáculo, no puede ser sin esas premisas. Es más, también la riquísima partitura hallará significado: una suerte de idioma fonéticamente hipnotizante tendrá su Piedra de Rosetta en el despliegue asimilable de la trama para el que fue creado. La plástica es asimismo sustancial: se agradece una estética armónica con el clasicismo vienés y aun con la mirada fija en el Nápoles del dramma giocoso, -hermosos los figurines inspirados en la belenística napolitana-, y la ópera seria.
De la una es seguidora y de la otra parodia nuestro Così, en ambas se ha mirado esta producción del Teatro Cervantes estrenada en 2010 y renovada ahora, más contrastada en la luz (“espontánea y fresca como un día de verano a orillas del mediterráneo” se anuncia) y, pues se trata de ser fiel a una obra ya perfecta de por sí, tampoco puede caerse en la repetición: un arte vivo nunca se copia a sí mismo. Siempre habrá nuevos registros que explotar, nuevos enfoques. En momentos puntuales, las proyecciones animadas sobre los muros del gran salón rompen la estaticidad de la escenografía, detalle en el que no se repararía, llevados por el vértigo de la trama, mas aligeran y desdibujan los perfiles arquitectónicos, sumándose cómplices a la general sensación de flujo. Este Così Reloaded se nos antoja desatado en comicidad, con una fantástica y pizpireta Despina en su pervertidor rol de femenino Don Alfonso, decisiva como nunca en la trama, en su ‘mesmérico doctor’ y en el entrañable e inevitable notario de toda ópera bufa que se precie. Las claves del divertidísimo e ingenioso libreto de Da Ponte por las que se puede asumir casi inevitablemente que hermanas y doncella son conscientes del engaño y se valen de él para jugar al intercambio de parejas, en la más pura tradición barroca del burlador burlado que tan buenos ejemplos dio nuestro siglo de oro, se potencian intencionadamente. La mujer era el asunto del dramma y también será quien decida el desenlace. Asimismo el Don Alfonso, encarnado por Enric Martínez-Castignani, todo un especialista en el papel al que vimos en octubre de 2017 en Sabadell con igual fortuna, representa un elegante urdidor lleno de encanto, vitalidad y atractivo, no tan anciano y desengañado pero sí el vividor a la vez resignado y comediante; fiel al espíritu que música y letra insuflan en el personaje. Especial mención merece la Fiordiligi de la Malagueña Berna Perles, que si bien brilló en Granada a considerable altura, hace ahora justo un año, en esta ocasión ha incidido con más convicción en los claroscuros del personaje sin desmerecer la aérea coloratura. Al texto exageradamente afirmativo le acompaña la música por momentos rotunda o vacilante: detrás del convencimiento hay vacilación excusatio non petita… bien resuelta. Un Ferrando soñador y casi adolescente nos engancha con el timbre ideal y las agilidades en plena forma. En suma un elenco equilibradísimo bien movido en la escena y en el que se aprecia un gran trabajo de cuadratura y empaste de la dirección musical, a cargo del siempre entregado Manuel Hernández Silva. Ha sabido aligerar la textura de la orquesta, dotarla del necesario aire clasicista, y hacer pivotar, a todo el conjunto, en torno al acertado clave del jerezano José Miguel Román. Se levantó el telón con las primeras luces del día, desperezando al juvenil grupo de los excesos carnales de la noche, y así como la formalidad de las conveniencias y los disfraces del día a día son susceptibles de abandonarse cuando la ocasión es propicia, también se ha de estar siempre dispuesto a volver a ellos cuando corre la cortina, al fin sólo es teatro y la comedia terminó. Hora de vivir la vida.
Francisco Verdú Serna