Così fan tutte en el Teatro Principal de Mallorca: una obra eterna.

Così fan tutte en el Teatro Principal de Mallorca
Così fan tutte en el Teatro Principal de Mallorca

La relación entre Mozart y el Teatro Principal de Palma se limita a cuatro títulos operísticos y el Requiem, y se inició en 1991 precisamente con un Così fan tutte de la Ópera Cómica de Madrid que todavía hoy se recuerda por su gracia, pese a la sencillez del montaje, y sobre todo por un Don Alfonso de Carlos Chausson simplemente perfecto. Una crítica aparecida en la prensa local llevaba por título “Principal Opera House”, y no exageraba.

En 1995 se puso en escena por primera vez el Don Giovanni veneciano de Stefano Poda, que estrenó un Carlos Álvarez en estado de gracia. El montaje, que inauguraba el “estilo Poda”, caracterizado por todos los excesos imaginables en cuantas áreas se pudieran cometer, era de una belleza impactante, pero se acabó reponiendo hasta en tres temporadas más hasta el año 2000, y acabó cantándolo y dirigiéndolo cualquiera, consiguiendo una cierta sensación de hartazgo.  La función en concierto del pasado mes de enero, en el Auditorio de Manacor, reconcilió a los mallorquines con Don Giovanni.

En 1996 y 1997 se representó La flauta mágica, también de Poda, siendo lo más destacable de la primera tanda de funciones el debut de Milagros Poblador como Reina de la Noche (un papel con el que reinó en la ópera de Viena durante años) y el de Josep Bros como Tamino. Friedich Haider consiguió que la orquesta sonara mozartiana como nunca lo había hecho antes ni lo ha vuelto a hacer después. Este título se volvió a programar en 2013 con la excelente producción del Teatro Villamarta de Jerez.

Como rareza, en 2006, durante el exilio por obras en el teatro, se representó en el patio de La Misericordia El rapto en el serrallo. Fue un empeño personal del excelente bajo austríaco Kurt Rydl, muy vinculado entonces a Mallorca, que cantó al protagonista y se ocupó de la dirección de escena.

Y finalmente, veintiséis años después, Così fan tutte regresa al coliseo palmesano con dos camas y unas cuantas sillas traídas desde Nápoles, en una producción del cineasta Mario Martone estrenada en el San Carlo en 1999. Ya adelanto que no entiendo la elección de esta producción.  

El día antes del estreno, en una agradable charla moderada con acierto por Carlos Forteza, el regista Mario Martone explicó el concepto de su Cosí, y la verdad es que no mintió y nos ofreció lo que prometía: sencillez en el montaje y en la acción, poco maquillaje para que los cantantes fueran reconocibles y mucha atención al texto, del que no se recortó ni una sílaba de los recitativos.

Para una vez que no hay “konzept” y la lectura escénica se aleja de los nuevos lenguajes con una producción que no podría resultar más “tradicional”, la verdad es que la puesta en escena no ha funcionado en absoluto, dando en algunos momentos la impresión de que no se tomaba en serio al público. Todo fue muy poco gracioso y se hizo muy largo.

La trama de Cosí fan tutte ya fue tildada de inverosímil en 1790, y desde entonces no ha mejorado nada. El barbero de Sevilla tampoco tiene tanta gracia a los ojos de los espectadores de hoy, pero una producción tan inteligente como la de Eugenia Corbacho, rompedora y a la vez respetuosa con el espíritu de la ópera, justificaba plenamente su programación. Nabucco tiene un argumento infame, pero la cuidada producción de Emilio Sagi consiguió que pareciera bastante menos ridículo. Me estoy refiriendo a títulos programados en Palma en las temporadas inmediatamente anteriores. Con el Macbeth del mes pasado parecía que se mantenía esta línea de calidad sostenida, pero este Cosí ha supuesto un paso atrás.

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La escenografía (Sergio Tramonti) estaba a la vista del público desde antes de empezar la representación. El dormitorio de las hermanas servía para que sus novios dejaran bajo las almohadas sus retratos, y las pasarelas sobre el foso es cierto que acercaban a los cantantes al público. Pero eso fue todo durante todo el tiempo, y las camas dejaron de tener sentido y empezaron a hacerse molestas al poco tiempo. Por lo que contó el regista en la charla previa, la puerta que de vez en cuando se abría y dejaba ver el mar fue una sugerencia del maestro Abbado que se incorporó en una reposición de la producción. En el segundo acto aparecieron unas lámparas de araña, pero tuvo tan poca gracia el modo en que las encendió un lacayo que no produjeron ningún efecto. Mención especial para el diseño de iluminación (Pasquale Mari), que dio la impresión de que no había: se cantaron números completos con los solistas en la boca del escenario sin que se les viera la cara. El vestuario (Vera Marzot) correspondía a la época y, sin ser nada extraodinario, era de calidad.

La función empezó más o menos bien con la escena de los tres protagonistas masculinos y continuó aceptablemente hasta la marcha de los amantes a la guerra. Pero cuando éstos regresan convertidos en los caballeros albaneses y lo hacen con turbante y velo de odalisca ridículos, y el único elemento de disfraz es un bigote pintado por Don Alfonso con un lápiz negro, se produce el naufragio del espectáculo, que ya no remonta en todo el primer acto. Si Cosí es una historia de personajes disfrazados e intercambio de parejas en la que las mujeres no saben lo que sucede, es necesario que se haga un esfuerzo para dar algo de credibilidad a este punto, aunque el espectador también tenga que poner de su parte. Aquí la dirección escénica no hace absolutamente nada, y eso condena la función al ridículo. La segunda parte, con las mismas camas, aunque al final se colgaran dos sábanas de unas cañas (todo muy sencillo, por decirlo amablemente), pareció funcionar algo mejor, pero seguramente fue porque ya se había asumido de qué iba la cosa. Despina como médico y Despina como notario fueron otros dos momentos de total falta de gracia en su planteamiento.

Para no hacer más larga esta crítica, diré que si escénicamente la ópera no funcionó, musicalmente tampoco fue una fiesta. Domenico Longo dirigió sin mucho entusiasmo y nada pasó de la simple corrección. Carme Romeu (Fiodiligi) pidió la comprensión del público porque padecía sinusitis, pero su estilo poco mozartiano no parecía ser consecuencia de esta dolencia. Simón Orfila (Don Alfonso) y Carol García (Dorabella) estuvieron más metidos en la música del salzburgués. Del bajo menorquín se debe destacar que estos días se cumplen veinte años desde su debut como solista. Fue el Frate de Don Carlo en las históricas funciones de 1997. Sinceramente, después de su óptimo Leporello del pasado enero, esperaba un Don Alfonso de más peso, pero no culpo a Orfila del resultado de su personaje: en una producción en la que nada tenía gracia, era difícil mantener el tipo. Susana Cordón cantó una Despina al gusto de las soubrettes, y quizás fue la que más gracia hizo al público (nada era sutil en su actuación). Giorgio Misseri (Guglielmo) y Joan Martín-Royo (Ferrando) demostraron que tiene buenas voces.

El coro cumplió sobradamente en su escasísimo cometido. Durante el primer acto el público decidió que no iba a aplaudir, y prácticamente no se interrumpió ni siquiera después de las arias. El segundo acto generó un poco más de entusiasmo también en lo musical, pero poco. No destaco ninguna de las muchísimas arias ni ninguno de los números de conjunto porque en ningún momento hubo magia. Nada fue malo tampoco, musicalmente hablando. Pero la función de estreno no quedará para el recuerdo más allá de por la presencia sempiterna de dos camas que ni siquiera eran iguales.

El teatro estaba lleno y al final hubo aplausos de cortesía, más fuertes para Despina y Don Alfonso. En mayo nos aguarda María Moliner.

FCNiebla