¿Quién hoy día -compositor, intérprete, público u oyente ocasional- posee nociones prácticas sobre el valor estipulado de la música?, porque del valor estético, en cambio, cualquiera podría repetir como un papagayo conceptos imbuidos por la autoridad académica que desde finales del XIX (obviando intereses pecuniarios, o al menos en apariencia) emite juicios con más o menos acierto. Pero a la hora de la verdad la realidad es otra, me temo, pues precisamente ese matiz obviado por los teóricos implementa como ningún otro el corpus fáctico de cualquier aspirante a iniciar una carrera profesional como músico. Por experiencia, los neófitos rara vez obtenemos información fidedigna relativa a este asunto más allá de las tablas pírricas de índices de ventas -que no de costes- que publican de tarde en tarde las revistas pábulo de groupies. Lo deseable en todo caso sería disponer a priori de tan preciosa -y esquiva- información, o al menos poder aproximarse a ella como garantía de que no hemos tomado el camino equivocado al elegir esta profesión.
No se prodigan en las bibliotecas manuales actualizados que analicen de un modo objetivo el mercado internacional prostituido por la sinergia de los grandes sellos discográficos. Poco o nada sabemos del gravamen estándar -contando que exista-; de los costes derivados de la “displasia” en el formato de venta al público; de los emolumentos por derechos; de las sanciones, o incluso de aquellas otras cuestiones que conciernen al coste añadido subyacente en las redes -inescrutables- de distribución online. Criminales del copyright, publicado en mayo de 2014, responde concienzudamente a muchas de estas cuestiones en un ensayo digno de ser incluido por derecho en los catálogos bibliográficos de Los Conservatorios.
Traducido y publicado en España por los prometedores editores asturianos de Hoja de lata quienes, intuyo, supieron ver a tiempo la debacle que ha supuesto la reforma y reciente aprobación de la ley de propiedad intelectual en nuestro país, Criminales del copyright indaga en la cuestión, siempre controvertida, de los derechos de autor. Lo peculiar de este ensayo radica en que está concebido desde un punto de vista que va más allá de lo meramente descriptivo -y por tanto, obsolescente- arengando a las instituciones públicas y privadas a la aplicación gradual de alternativas factibles al sistema nacidas del compromiso de sus autores con una causa perdida de antemano. Precisamente esta puja por paliar un marco jurídico internacional sobrado de susceptibilidades de mejora sea uno de los grandes aciertos del libro en su conjunto.
Diseccionando “el arte del sampling” o préstamo musical -leitmotiv del ensayo- los profesores universitarios McLeod y DiCola construyen un instrumento muy eficaz, basado en afrentas reales y en el testimonio de las personas implicadas, para comprender la crematística inherente a la música (electrónica y hip-hop en este caso, aunque abundan las referencias a otros géneros). Los autores se ciñen casi exclusivamente al mercado estadounidense -paradigma del sistema capitalista-, sin embargo es lícito extrapolar muchas de sus conclusiones a España ya que, como contrapunto a los acuerdos previos europeos, nuestro país se yergue como artífice del mayor despropósito fiscal de los últimos tiempos dando rienda suelta, entre otras medidas sancionadoras y recaudatorias, al tasazo Google que tanto habrán de lamentar los usuarios. La reducción de casi un 60% de la compensación por copia privada que se hará efectiva el próximo enero de 2015 cercenará de un tajo a nuestra ya maltrecha industria cultural.
David García Arístegui define Criminales del copyright como “un libro sobre música, sobre quiénes hacen música y sobre quiénes escuchan música”. El prologista de esta primera edición, uno de los mayores expertos en derechos de autor de nuestro país, introduce con cierta sorna a los lectores en los tecnicismos que rodean a “los dos grandes marcos legales” (el anglosajón -EEUU y UK- y el europeo o continental -Europa y países de América del Sur-) indispensables hoy día para sumergirse con oxígeno suficiente en el mar oscuro e insondable del Copyright.
El sampling es “fundamentalmente una manifestación de la técnica artística del collage, si bien se realiza con herramientas de audio y no con tijeras y pegamento”. Probablemente a los aficionados a la música electrónica esta definición urgente les resulte más familiar que a quienes escuchan sistemáticamente a Wagner, o no. Su uso está mucho más extendido entre los músicos de lo que creemos (sus origenes se remontan a las vanguardias europeas). Criminales del copyright nos remite a Beethoven, Mendelssohn o Brahms pasando por Yoko Ono, John Cage, Los Beatles, James Brown, Prince, Suzanne Vega, Björk, Lenny Kravitz, Madonna o Afrika Bambaataa, aunque no se trata en absoluto de ninguna historia de la música al uso. Las referencias a distintas épocas son imprescindibles si se pretende argumentar algo tan elemental como “la relación (…) entre los músicos del pasado y los del presente”. Y he aquí la madre del cordero. Algo tan legítimo en el desarrollo de las bellas artes como la “explotación del pasado en busca de inspiración” puede degenerar en algo pernicioso si se vulneran los derechos fundamentales de un autor sobre su obra. Una delgada línea roja -electrificada- que carboniza constantemente las aspiraciones de infinidad de músicos profesionales y amateurs. “Hoy día se ha creado toda una industria en torno a las licencias y a la concesión de autorizaciones” porque desde “La musique concrète -pionera del collage sonoro- en 1940” hasta la actualidad los problemas por inmiscuirse en el terreno musical ajeno no han dejado de sucederse. Han sido necesarios litigios de la magnitud de Bridgeport contra Dimension Films, ejemplo recurrente en el ensayo, para que se produzcan cambios en la legislación. Cambios que resultan, por descontado, insuficientes.
Vivimos rodeados de tecnología que permite hacer música hoy día fácilmente a cualquier aficionado sin necesidad de haber recibido una educación reglada. Pero en los años 80 y 90 las cosas funcionaban de otro modo. La escasez de recursos llevó a una serie de músicos -algunos consagrados hoy día- a crear canciones con líneas melódicas o bases rítmicas extirpadas tanto a discos descatalogados como a los que se mantenían en el top ten. El hip-hop fue el resultado de esta experiencia transgresora que entre otro muchos méritos, consiguió sacar partido a componentes electrónicos que no habían sido creados con esa finalidad.
El sampling ha evolucionado hasta convertirse en nuestros días “además de su carácter alusivo, entrecomillado y reinterpretativo, (…) en una de las herramientas del músico moderno para responder a las obras de músicos anteriores y evolucionar a partir de estas”. Aunque también es necesario decir que “los conflictos por copyright han formado parte del ADN del hip-hop”
“Los copyrights son básicamente de dos tipos: sobre las composiciones musicales y sobre las grabaciones sonoras. Cada obra que se crea genera dos copyrights en potencia (…). El sampling implica ambos tipos de copyright” La controversia está servida, porque este estudio confirma que a veces los costes por derechos suelen superar con creces a las potenciales ganancias. Esta situación ha hecho que se diversifique el gremio, unos pocos cuentan a priori con la financiación de una discográfica que asume el gasto administrativo (ya todas hoy día poseen su propio gabinete ad hoc) y muchos otros actúan a voluntad propia exponiéndose a que su música sea retirada de las estanterías por orden judicial, como ocurrió con el famoso rapero Jean Grae cuando sampleó una obra del impertérrito Philip Glass. Existen, por supuesto, mil y una vías de distribución online para dar a conocer tu música de manera no comercial, y desafortunadamente también hay quien se dedica a hacerlo “de manera subrepticia” para obtener un mínimo de beneficios, aunque “las nuevas tecnologías, como la huella digital, que pretende detectar auditivamente material registrado oline, están proporcionando métodos de vigilanca y control inimaginables anteriormente”.
Los conflictos éticos también atañen al sampling. El “buen uso” es un concepto demasiado propenso a malinterpretaciones. Siempre habrá músicos que se negarán a que fragmentos de sus composiciones formen parte de, por ejemplo, alegatos malsonantes, como también habrá quienes no tengan nada en contra de que su música se reinvente o “recontextualice”. Criminales del copyright demuestra que en muchos casos el sampling ha traído de nuevo a la palestra a grupos olvidados o malogrados, Aerosmith fue uno de ellos. Por otro lado, también se refiere al modo en que “un sampling puede servir para rendir homenaje a un músico o para burlarse de él”. Polémica a la carta. Sírvanse ustedes mismos sorprendiéndose con la horda de ejemplos que ilustran el ensayo, porque según los autores “aún en la actualidad el sistema de autorización de samples no ha alcanzado el deseado y moderado consenso que cabría esperar”. El debate sobre hasta qué punto las trabas judiciales pueden cercenar la creatividad no dejará indiferente a ningún lector. “Todo el mundo debería estar atento al particular caso del sampling, pues las mismas dinámicas que crean problemas para los mezcladores musicales se reproducen en todas las industrias culturales”.
Criminales del copyright, en función a un hipotético acuerdo tácito respecto a qué cantidad de música es lícito samplear -denominada “umbral de minimis”-, insta a las empresas privadas a estandarizar un modelo de transacción para que los músicos no se vean al intentar difundir su obra inmersos en una vorágine administrativa; y en lo que respecta a las instituciones públicas a que moderen el arbitrio en pro de una información sistematizada que legitime sus competencias respecto al coste y que, esencialmente, no vulnere los derechos de los creadores.
Queda aún mucho por hacer frente a un paisaje devastado por los intereses comerciales. “Existen setenta y dos organizaciones de derechos colectivos relacionados con la música que operan en ciento ochenta y dos países. Cada una, a su manera, regula las transacciones entre propietarios”. Es desalentador que “altenatias ejemplarizantes” del tipo Creative Commons, fundada en 2002 como asociación sin ánimo de lucro, no haya satisfecho expectativas precisamente por no haber dinero de por medio. Invertir hoy día en proyectos en la misma dirección implicaría un desembolso prohibitivo. De ahí que las grandes corporaciones subyuguen a un sistema confeccionado a su medida.
“Las razones por las que escribimos este libro es difundir la comprensión del sistema entre los músicos”. Sorprende hallar investigadores cuyo objeto de estudio trascienda explícitamente la sempiterna música académica. Cualquier expresión musical ha de ser considerada del modo que se merece. Basta de establecer paradigmas en detrimento de la música llamada despectivamente “comercial”. Si observamos la realidad que nos rodea, cada vez son más los grandes intérpretes clásicos que se publicitan como las grandes figuras del pop. La “clásica” actual comulga con la música electrónica en una simbiosis perfecta, y no nos referimos como tal a la música experimental (o simplemente contemporánea), que habla por sí misma con la inclusión -casi obligada- de las nuevas tecnologías, sino también a un fenómeno cada vez más presente en los grandes espacios escénicos: la apuesta paulatina por espectáculos que desestiman la ortodoxia más recalcitrante. Theodor Adorno, Roland Barthes o el irreverente Nicholas Cook ya hablaron de cómo el público debe entender -y asumir- que ninguna expresión artística se consolida por sí misma sin un mínimo influjo de su entorno y, a efectos prácticos, ha de ser considerada “heredera consuetudinaria” de los problemas endémicos de cualquier inspiración adlátere. Criminales del copyright, paradigma de acción… Muy recomendable.
Título original: Creative License. Law and culture of digital sampling/ Trad: Rosana Herrero
Diógenes Granada
Ilustración: Ísmael Rey Saucedo