A estas alturas de la película algunos, -me atrevería a decir y sin que suene a pedantería-, ya estamos un poco de vuelta en lo que a transgresiones escénicas se refiere. En las tres últimas décadas hemos llegado a ver desde Aidas haciendo la colada frente a la lavadora esperando que Radamès vuelva de la guerra del Golfo Pérsico cantando Ritorna vincitor!, Margaritas del Faust de Gounod en versión yonqui vendiendo papelinas de coca, pasando por Traviatas traspasadas a la era del rock and roll, por poner algunos ejemplos de lo más injustificado. Es cierto que Verdi, Gounod, Donizetti, Massenet, Puccini y un largo etc.. con el drama a cuestas, dejan menos campo de maniobra para anacronismos y excentricidades, salvo excepcionales genialidades como la de Jonathan Miller, pionero que revolucionó el mundo de la ópera hace ya tres décadas situando el Rigoletto de Verdi en la pequeña Italia de Nueva York en la década de los 50, todo un clásico. Con cierto hartazgo asistimos a ruedas de prensa o coloquios previos al estreno en las que el régisseur de turno divaga con argumentos conceptuales y filosóficos para justificar situaciones, disparatadas y chirriantes que no hacen sino desvirtuar irreverentemente la intención del compositor, saliendo la mayoría de las veces de la función sin saber realmente muy bien lo que acabas de ver y escuchar, pues es obvio que en la mayoría de ocasiones no ha habido un buen maridaje entre lo visto y oído.
Rossini es harina de otro costal, indiscutiblemente es el autor más sufrido que más admite y mejor soporta todo tipo de situaciones y cambios de ambientes en sus óperas bufas, aunque no siempre con el resultado más óptimo. Hablando de genialidades, me viene a la memoria una Cenerentola en Londres allá por los 90’ en una de las salas del South Bank Center. Se trataba de una coproducción Viena-Londres en la que la acción comenzaba en la piscina de un jardín de un chalet de las afueras, en la que Angelina, la protagonista, con guantes de goma asaba en una barbacoa salchichas y hamburguesas para sus hermanastras, a la sazón, un tenor y un barítono. Pues bien, mientras la cenicienta entonaba en tono flemático la sempiterna “Una volta c`era un re”, una de las hermanas en bikini sentada en un pequeño trampolín se afeitaba las ingles y las pantorrillas con maquinilla de plástico en mano y espuma cantando:“A ques’arte, a tal beltà, sdruciolare ognum dovrà”, traduzco: “Ante tal arte y tal beldad todos tendrán que caer”… Genial! Desde el principio hasta el final!
Desternillante, hilarante, disparatada y chispeante, como si se tratara del filme “Una noche en la ópera” de los Hermanos Marx , ha sido la propuesta escénica de Eugenia Corbacho para este Barbiere di Siviglia que abría el presente ciclo de la temporada. Casi me hizo retroceder veintitantos años atrás con ocasión de La Cenerentola londinense. Jamás he reído tanto en la ópera como en estas dos ocasiones. Ambientada a caballo entre los años 50 y 70 de forma casi cinematográfica diría yo, todo era un cóctel de referencias fílmicas dentro del más puro estilo kitsch con cierto toque psicodélico y hortera en algunas ocasiones. No sabría como describirlo, pero fue de auténtica locura. De traca la primera aparición del conde y el coro vestidos de flamencos como en una postal de souvenir de los 60, no tuvo desperdicio; Fígaro con chupa de cuero y tupé acompañado de cuatro bailarinas tipo “Pink ladys” y Rossina vestida como Sandy hacían una clara referencia a “Grease”; el doctor Bartolo con abrigo plateado de corte futurista parecía sacado de una “serie z” de Ed Wood, Don Basilio con antifaz, chistera y traje a rayas en alusión a “Beetlejuice” de Tim Burton; la intervención del coro al finalizar el primer acto parecía rememorar el filme “Fahrenheit 451” de Truffaut; en el rescate de Rossina el trío protagonista ataviado con chubasqueros de vivos colores parecían recién salidos de “Cantando bajo la lluvia”. Para rematar la faena, un final de fiesta con boda tipo Las Vegas en la que Fígaro hacía los honores vestido a lo Elvis, como toca, y con el conde de Almaviva endomingado en traje-chaqueta blanco y camisa negra de amplia solapa, como Toni Manero en “Fiebre de Sábado Noche”, discoteca, coreografía y bola de espejos incluida para celebrar los esponsales. Todo un despropósito, pero es indiscutible que el éxito de público fue rotundo.
El elenco juvenil muy bien dotado vocalmente y con una bis cómica encomiable apuntalaron con enorme frescura las situaciones más chisporroteantes propuestas por Corbacho, no sé si con otro reparto y de más edad las cosas funcionarían igual, pero protagonistas y regia formaron un tándem ideal a lo largo de toda la obra por gracia, agudeza y chispa. César San Martín, aparte de ser un excelente actor cómico, es un barítono brillante de voz clara y una flexibilidad muy apta para ejecutar las ornamentaciones que permiten expresar la socarronería del barbero sevillano. Apoyado en una excelente técnica de canto, fue un Fígaro juvenil, ágil y divertido. Muy buena su rápida dicción en la famosa aria de entrada “Largo al factotum” e incomparable en cuanto a intencionalidad. En los dúos con Rosina los recitativos fueron de gran precisión, así como en todos los números de conjunto. Clara Mouriz fue una vivaz, graciosa y pícara Rosina. De voz bella, color oscuro pero lo suficientemente ágil en la coloratura rossiniana. Gran fineza interpretativa en sus dos arias principales -“Una voce poco fa” y “Contra un cor”, del primer y segundo acto-, tanto por intención como por línea canora, con florituras nada gratuitas y siempre al servicio de una coloración expresiva y tímbrica. Maravillosos los ornamentos de escala descendente en la segunda parte del dúo del acto II “Dunque io son” con Fígaro.
Juan José de León, es un tenor de noble estilo y hermosa voz. Línea de canto excelente, voz ligera, bella y fraseo notable. Ideal para este tipo de papeles. Con buen dominio de la coloratura cantó un elegante conde de Almaviva. Resolvió de manera impoluta los numerosos pasajes de agilidad que requiere el papel y que son de una dificultad considerable. La canción acompañada de la guitarra en la escena del balcón de Rosina en el primer acto fue interpretada elegantemente y ornamentada con timbre aterciopelado, subyugante cuando pasa a tono menor en el “di voi sempre parlando così”. Pablo López como Bartolo hizo gala de una imponente bis cómica. Eficaz y convincente, dibujó un caricaturesco e hilarante Don Bartolo. Son de esos artistas que podrían catalogarse como actor-cantante por sus dotes histriónicas para este tipo de papeles buffos. Enfático y solemne en la primera parte de su aria, pudo salir airoso del allegro vivace de la cabaletta.
Don Basilio, el sacerdote y maestro de música de Rosina estuvo interpretado por Marco Vinco. Bajo de voz dúctil y dotes cómicas. Enfático y mezquino, como debe ser, en la famosa aria de la calumnia en el Cuadro II del primer acto. Magnífico en su intervención en los variados números de conjunto.
Correctos el resto de comprimarios y muy buena prestación de las voces masculinas del Coro del Teatro.
A la cabeza de la Orquesta Sinfónica de Baleares, José María Moreno, rehuyendo de ritmos galopantes, dotó a la obertura un elegante espíritu mozartiano, logrando una dirección brillante y expresiva a lo largo de toda la obra. Perfecta concertación y evidente atmósfera cómica y experto acompañamiento al equipo vocal consiguiendo un perfecto equilibrio entre voces y orquesta.
Juan Carlos Reyes