La Bella Otero del Ballet Nacional de España Por Cristina Marinero
Teatro de La Zarzuela. Madrid, 7 de julio. Bailarinas que, exactamente, no lo fueron, tampoco andaluzas o españolas, ni con un pasado de familia perfecta, aristocrática o rica, como contaban en las entrevistas, en sus biografías… Véase la gran película Lola Montès (1955), de Max Ophüls, y se entenderá cómo eran sus vidas, de amante en amante, subiendo a los escenarios con su exotismo, baile español incluido, como la protagonista de ese filme (que era una “falsa española”, pues nació en Irlanda).
El siglo XIX y principios del XX están llenos de mujeres que se buscaron la vida –y su libertad, aunque a veces hay también que entrecomillarla– con un poco de baile, un poco de canto y mucha picardía. Había que comer y si se lograba hacerlo en bandeja de plata, aunque la reputación fuera en ello, ni se pensaba dos veces. Las cosas tampoco han cambiado tanto en algunos sectores, véanse las noticias “rosas”.
Como quienes escribían en los diarios y revistas eran hombres, lo de la “hermosura”, “belleza” y “lindeza” se utilizaba más que cualquier adjetivo que calificara su actuación. Eso sí, cuando aparecía en el escenario un talento indiscutible y su arte era mayúsculo, en las crónicas se aprecia cómo tenían que engarzar frases descriptivas para poder transmitir su destello. Así lo hemos visto al leer las innumerables críticas escritas sobre el baile de Antonia Mercé La Argentina.
Decía Marilyn Monroe: “no me importa vivir en un mundo de hombres, siempre que pueda ser una mujer en él”. Quizás lo dijera con la boca pequeña, porque es sabido su esfuerzo por convertirse en actriz “seria”, vía las clases de Lee Strasberg en el Actor’s Studio. Tener un cuerpo de ensueño, o el carisma que hace ver a los demás que se es bella o se tiene un cuerpo de ensueño, si va acompañado de la inteligencia suficiente para llevar bien sujetas las riendas de su destino es la combinación perfecta para triunfar, sin ser utilizada, en un mundo de hombres.
En esa línea fue la vida de Agustina Carolina Otero (Pontevedra, 1868 – Niza, 1965), La Bella Otero, hasta que su afición al juego le arruinó y su no-compromiso en el amor le llevó a aislarse la mitad de su vida, cuando lujo, oropeles y amantes se esfumaron.
La Bella Otero del Ballet Nacional de España, firmado por Rubén Olmo, es el gran estreno de la compañía desde que es director y su vuelta al escenario del Teatro de La Zarzuela después de dos temporadas, sede oficiosa de los ballets nacionales y a la que regresarán en diciembre con el programa Invocación.
Manuel Busto es su director musical y compositor, junto a los también autores Alejandro Cruz, Agustín Diassera, el grupo Rarefolk, y los músicos flamencos Diego Losada, Víctor Márquez, Enrique Bermúdez y Pau Vallet, lo que marca esta partitura ecléctica. Con la Orquesta de la Comunidad de Madrid en el foso, dirigida con mimo por Busto, el diseño de escenografía es de Eduardo Moreno y la iluminación, de Juan Gómez-Cornejo.
Estructurado en catorce escenas y un prólogo, este ballet de más de dos horas (sin descanso, es muy largo…) resume el amargo episodio de niñez, los años de esplendor y, brevemente, la decadencia de esta artista de la Belle Époque que salió de su aldea de Pontevedra, donde fue brutalmente violada a los diez años, para buscarse la vida como fuera y un golpe de suerte del destino le hizo encontrarse con el hombre oportuno que la subió al escenario.
Rubén Olmo utiliza todos los recursos de movimiento para contar esta historia que seduce sobre el papel por la época en que se encuadra y el estilismo que la identifica, pero con algunos altibajos en su puesta en escena, fallos fáciles de evitar. Por ejemplo, vestir a otra bailarina de color rojo en la secuencia del casino, cuando desde el inicio es La Bella Otero la que se identifica con ese color. O la duración de esos dos momentos de “teatro dentro del teatro”, como son las escenas Carmen y Café Cantante. Si a esa versión de la ópera, reducida claro, pero larga para ser inserto bailado dentro de una obra coreográfica, le perdonamos, porque es narrativa, a la de Café Cantante no, porque ya es la segunda ocasión de “representación dentro de la representación” y es muy larga, con lo que paraliza el ritmo de la trama.
La sensación al ver La Bella Otero es que el vestuario, firmado por Yaiza Pinillos, está por encima de todo lo demás. Claro que en las películas Gigi o My Fair Lady (su secuencia de las carreras de Ascot –Cecil Beaton fue el diseñador de vestuario de este filme– es clara referencia para la escena Belle Époque) los trajes son una de las bazas de que sean clásicos ya, pero esos títulos son eso, cine, y sus protagonistas no tienen que bailar todo el rato.
Pasa también lo descrito en la secuencia inicial, con el folklore gallego estilizado que interpreta prácticamente toda la compañía, vestidos con diseños demasiado realistas (entendemos que la referencia al fotógrafo Ortiz Echagüe, histórico por sus imágenes etnográficas, es por esta escena). Sucede también con el sombrero adornado con dos largas plumas de urogallo de la protagonista, a las que no puedes dejar de seguir con la mirada, viendo cómo su pareja se va a dar con ellas mientras bailan.
Hay referencias a musicales como Evita (la secuencia de las maletas y los amantes…) o a esa oscarizada película homenaje al paso del mudo al sonoro, The Artist, con la pareja protagonista bailando claqué alegremente en referencia a todas las parejas danzantes del cine que vendrían.
Lo que deja patente La Bella Otero es la capacidad de los bailarines educados profesionalmente en danza española para adaptarse a cualquier tipo de movimiento que “les echen”. Empezando por su protagonista, Patricia Guerrero, estupenda en todos los estilos, aunque coreógrafo y dramaturgo (Gregor Acuña-Pohl) deben subrayarle el mostrarse más “mujer que se come el mundo”, y siguiendo por el resto del elenco, como Miriam Mendoza, Inma Salomón, Sara Arévalo, José Manuel Benítez, Eduardo Martínez, Francisco Velasco, el estupendo Albert Hernández…
La maestra repetidora de la compañía, Maribel Gallardo, hace una colaboración especial como La Bella Otero en su madurez y aportó humanidad al personaje. En las manos coreográficas eclécticas de Rubén Olmo –que se ha reservado el papel de Rasputín, aportando su técnica al soliloquio del personaje– los bailarines demuestran su buen hacer y la noche de estreno se entregaron.