Por Federico Figueroa Crítica: Goikoetxea «manojo rosas» Zarzuela
En el año 1990 el Teatro de la Zarzuela estrenó una puesta en escena de La del manojo de rosas firmada por un joven Emilio Sagi en su primera oportunidad como director de zarzuela en España. Treinta y cuatro años después, esta producción sigue siendo un caballo ganador en cada una de las reposiciones que ha vivido y seguirá viviendo tanto en este escenario (con esta van seis) como allá por donde pase (ya ha viajado de París a Roma, pasando por Bogotá y una docena de ciudades españolas). La monumental escenografía única diseñada por Gerardo Trotti se aleja de la «plazoleta Delquevenga», en un barrio aristocrático de Madrid, que marca el libreto, para presentarnos las fachadas de las casas de una calle madrileña que ocupa todo el escenario, con balcones en varios pisos desde los que veremos escenas cotidianas. En los bajos de tales edificios están situados el bar, la florería y el taller mecánico.
Dicho esto, quizá la única crítica que se puede realizar a la versión de Sagi tenga con las escenas que trastoca del libreto original. Por ejemplo, no asistimos al final de la escena que cierra el cuadro uno del primer acto, en la que Espasa se entera de que el aprendiz de mecánico, Joaquín, es hijo de Don Pedro «Botero», ni a la escena del inicio del segundo cuadro de ese mismo acto, en la que vemos a Ascensión entregando un ramo de rosas en la lujosa casa de Doña Mariana. Ahí es cuando, tras ser recibida por una criada, la joven suelta la reveladora frase: «¡Qué bien se vive cuando se vive bien!» y cuando a continuación descubre que su adorado Joaquín es el hijo de los señores de la casa, y que por tanto pertenece a un mundo que no es el suyo. En la versión de Sagi, el momento clave de la anagnórisis se traslada a la floristería de Ascensión, lo cual hace que las diferencias de clase, que es el tema que sobrevuela todo el libreto de Francisco Ramos y Anselmo Cuadrado, queden algo desdibujadas. Crítica: Goikoetxea «manojo rosas» Zarzuela
Es la propia Ascensión, joven empoderada (cabe recordar que en 1931 las mujeres habían alcanzado el derecho a voto), quien nos explica el por qué no quiere casarse con un señorito: «mi madre, que era de clase distinta a la de mi padre, fue muy desgraciada…». Y por tanto, da calabazas a Ricardo, el piloto tarambanas que lleva tiempo detrás de ella, y luego se siente traicionada por Joaquín por haberla embaucado haciéndole creer que era un «simple» mecánico. Solo cuando este último queda rebajado a su nivel tras dar en bancarrota su familia, ella aceptará corresponderle en el amor. Sin duda, en el año 1934 (La del manojo de rosas acaba de cumplir 90 años), el mundo aún estaba sufriendo las convulsiones del gran batacazo económico de 1929. Por último hay que mencionar que desaparece el personaje cómico de «La Fisga» (inicio del cuadro segundo del segundo acto), la cotilla del edificio del barrio humilde adonde se han tenido que mudar Joaquín y su familia tras sus problemas económicos. Compartir escalera con un personaje tan vulgar como La Fisga deja patente cómo ha empeorado su situación. En la versión de Sagi, para informarnos de este radical cambio, solo nos queda la conversación entre Espasa, el camarero, y don Pedro, el padre de Joaquín, lo cual no parece suficiente. Todos estos cambios están señalados en las notas del estupendo libro que edita el Teatro de la Zarzuela y, en cualquier caso, a pesar de la pérdida de significado, no comprometen el resultado final. El toque de comedia musical en las coreografías y el movimiento general del escueto coro y figurantes, además del bien engrasado elenco de solistas, hacen de esta versión una fiesta visual, elegante y simpática.
Los encargados de dar vida a los personajes mostraron una entrega total, tanto escénica como vocalmente. Debutando el rol de Ascensión, la soprano Vanessa Goikoetxea lució grandiosa, aunque quizá un tanto fría en esa magnífica entrada que imaginaron los autores de la obra. Goikoetxea es una soprano lírica ancha, con timbre homogéneo y bien esmaltado y canto expresivo. Como actriz recreó una Ascensión más cerebral que pasional, acorde con la idea de una joven inteligente que sabe lo que quiere y cómo lo quiere. El barítono Manel Esteve, Joaquín, fue más efusivo en su faceta actoral y nos mostró un bello instrumento canoro, bien manejado, con el que remató hermosamente sus intervenciones. Ambos estuvieron excelsos en el dúo-habanera «¿Qué esto está muy bajo?», con la justa mezcla de dosis de melancolía y de esperanza.
Los personajes de Clarita y Capó estuvieron muy bien delineados. De ella daba cuenta la soprano Nuria García Arrés, con una voz de limitado caudal sonoro pero que suma puntos por su sobresaliente prestancia escénica; mientras que el tenor Jesús Álvarez fue tan gracioso actoralmente como buen cantante. En la farruca, el dúo de Clarita y Capó exhibió una soltura natural de aplauso. El personaje de Ricardo fue encarnado con muy buena disposición escénica y un canto noble y fresco por el tenor Gerardo López.
Como Espasa disfrutamos de Ángel Ruiz, que ya interpretó a este personaje en la casa en 2020. Dice bien y logra arrancar las risas al público, aunque a veces resulte algo sobreactuado. Los veteranos Milagros Martín y Enrique Baquerizo dan brillo a los personajes de doña Mariana y don Daniel, los progenitores de Ascensión. Cumplidores los actores Abel Vitón (don Pedro), Ángel Burgo (un inglés) y Joseba Pinela (un camarero). Muy bien elegidas las voces para los personajes anecdóticos, que encierran gran importancia en una obra lírica con tintes sainetescos. Me refiero a «el del mantecao» (Francisco Pardo), los parroquianos (Ricardo Rubio y Alberto Ríos) y los obreros (Alberto Camón, Francisco Díaz, Román Fernández-Cañadas y Francisco Rivero), que animan la escena y dan cuerpo a sus líneas vocales y las partes corales con estupenda sonoridad y contundencia. Crítica: Goikoetxea «manojo rosas» Zarzuela
Excelentes también los bailarines y figurantes, delineando ese Madrid de la época. La coreografía de Goyo Montero, remontada por Nuria Castejón; el vestuario de Pepa Ojanguren y la certera iluminación de Eduardo Bravo son parte del savoir-faire que hace que cada vez que veamos esta puesta en escena salgamos maravillados del teatro. Más, si cabe, si el foso se ha sumado a la fiesta lírica, como fue el caso de la lectura realizada por Alondra de la Parra en su debut en el género. La mexicana concertó con precisión, soltando la rienda en los pasajes más líricos, y nos regaló una interpretación con chispa y elegancia a partes iguales. El caudal sonoro de la Orquesta Titular del Teatro de la Zarzuela (la ORCAM, de la que es titular De la Parra) estuvo siempre bajo control, sin tapar a las voces. Supongo que la comunicación con los solistas, en el desarrollo de las romanzas, crecerá conforme avancen las funciones, dejando más soltura a las particularidades de cada cantante.
Las localidades para las diez funciones están totalmente agotadas y es que esta zarzuela con este precioso montaje debería estar en cartelera cada año, quizá con menos funciones, y con artistas jóvenes para los que actuar en el Teatro de la Zarzuela representa el espaldarazo que necesitan en sus carreras. El público ovacionó, merecidamente, a todos los artistas en los saludos finales.
Madrid (Teatro de la Zarzuela), 20 de noviembre de 2024. La del manojo de rosas, zarzuela en dos actos con música de Pablo Sorozábal y libreto de Francisco Ramos de Castro y Anselmo Cuadrado Carreño. Versión de Emilio Sagi.
Dirección musical: Alondra de la Parra Dirección de escena: Emilio Sagi
Elenco: Vanessa Goikoetxea, Manel Esteve, Gerardo López, Nuria García Arrés, Jesús Álvarez, Ángel Ruiz, Milagros Martín, Enrique Baquerizo, Francisco Pardo, Ricardo Rubio, Alberto Ríos, Alberto Camón, Francisco Díaz, Román Fernández-Cañadas y Francisco Rivero. OW