Cuando Sansón conoció a Dalila

Samson y Dalila en Sevilla
Samson y Dalila en Sevilla

El escenario del Teatro de la Maestranza se llenó literalmente de cientos de personas para poner en escena la ópera Samson et Dalila del compositor francés Camille Saint-Saëns, gracias a un magnífico trabajo de dirección escénica de Paco Azorín. Esta producción, que fue estrenada en el Teatro Romano de Mérida, fue magistralmente adaptada para el espacio de la Maestranza, recuperando una línea argumental que sitúa la acción dramática en el contexto de los conflictos actuales en Oriente Medio. 

Con tan solo la palabra ISRAEL en el escenario, cuyas letras evidenciaban en su superficie las salpicaduras de sangre en función de los cambios de iluminación. Estas seis letras gigantescas dinamizaban el espacio escénico, en torno a las que se congregaban según las escenas una multitud de cantantes y figurantes con un efecto impactante en muchos momentos de la ópera. Desde el inicio, en que una masa ingente representaba el pueblo oprimido de Israel con una estética de refugiados tristemente habitual en los conflictos armados contemporáneos, el coro y los figurantes tienen gran relevancia. Su presencia en el escenario va evolucionando en cada acto; así, en el segundo acto unos pocos actores se entrelazan a las letras, ahora dispuestas como mobiliario de las estancias de Dalila, como alegoría de las víctimas del extremismo religioso. Por su parte, la masa humana se transforma en el pueblo opresor en el último acto, que danza y canta desaforadamente en el transcurso de una bacanal sangrienta que culmina con el sacrificio de los perdedores, entre los que se encuentra el propio Sansón derrotado por amor. 

De este modo se demuestra que la economía de medios, cuando está bien concebida y arropada por un magnífico trabajo de caracterización e iluminación, puede hacer grande una escena. Junto a Paco Azorín hay que destacar los nombres de Carlos Martos de la Vega en la coreografía escénica, Ana Garay en el diseño de vestuario y Pedro Yagüe en el diseño de iluminación. También cabe destacar la originalidad del diseño audiovisual de Pedro Chamizo, quien aprovechó la “incursión” en escena de una reportera gráfica para, a través de su cámara, proyectar a tiempo real imágenes de los hechos. También es digna de mención la presencia de los miembros de distintas asociaciones que fomentan la plena inclusión en las artes escénicas y que contribuyeron a la ingente masa humana en algunos momentos. 

Pero sin duda, lo que más brilló en este montaje fue la calidad y versatilidad del elenco protagonista. La velada tuvo dos nombres propios: Gregory Kunde como Sansón y Nancy Fabiola Herrera  en el rol de Dalila. El primero demostró ser un tenor de gran escuela y enorme versatilidad, ya que afrontó el complicado papel de un líder que traiciona sus principios por amor y termina siendo traicionado y derrotado por la mujer que amaba. Así, el carácter heroico de su interpretación en el primer acto con “Israel romps ta chaîne” se torna en melancólico y amoroso en la escena con Dalila del segundo acto, y en pesadumbre y rabia en “Vois ma misère hela”. Con un timbre rotundo y profundo, cada intervención en solitario o en dúo fue de gran aceptación del público. Por su parte, Nancy Fabiola Herrera deslumbró en su interpretación de Dalila; sus dotes actorales oscilaron entre la sensualidad y el arrepentimiento a lo largo de la trama. Sin duda, el momento esperado del aria del segundo acto “Mon coeur s’ouvre a ta voix” no defraudó a nadie, pues su brillantez y calidez fueron extraordinarias. De timbre claro y potente, la mezzo dominó en todo momento el difícil tránsito desde el parlamento en el registro grave hasta la coloratura en notas agudas que exige el papel. 

Hubo otras dos voces extraordinarias en escena que evidencian el buen estado de la lírica nacional. En primer lugar, Damián del Castillo en su papel de sumo sacerdote de Dagón se desveló como una de las voces andaluzas actuales de mayor proyección por su fuerza y su calidad técnica. En diferentes ocasiones su papel se enfrenta a los dos protagonistas, dificultad que solventó sobradamente situándose a su mismo nivel interpretativo. Por su parte, el bajo Francisco Crespo estuvo muy acertado en el rol del viejo hebreo, un papel que han cantado grandes voces de la escena y que, pese a limitar su aparición vocal al primer acto, resulta decisivo para la acción y para el discurso musical de la ópera. La cuidada técnica de Francisco Crespo y la potencia y riqueza tímbrica de su registro grave lo sitúan en paridad artística con el triduo protagonista, como pudimos ver en el trío final del primer acto junto a Kunde y Herrera, en el que desplegó un discurso vivo y cristalino pese a la dificultad de cantar sentado en una silla de ruedas. 

Otras voces completaron el elenco, con intervenciones de menor peso pero todas ellas oportunas en escena: Alejandro López como Abimelech, el tenor sevillano José Ángel Florido como mensajero filisteo y las jóvenes voces de Manuel de Diego y Andrés Merino como filisteos, destacaron notablemente en sus breves intervenciones cantadas. 

El coro de la Maestranza, dirigido por Íñigo Sampil, tomó gran relevancia en la ópera como personaje colectivo, sirviendo como espectador y actor al mismo tiempo. Ya fuera como el pueblo hebreo en la primera parte o como los filisteos en la bacanal final, su presencia escénica y vocal fueron espléndidas, elevando la producción junto a los demás componentes ya comentados a la categoría de impactante. La fuerza expresiva de sus intervenciones y la proyección vocal, unida como dijimos a una oportuna dirección de escena, resultaron sobrecogedoras y tremendamente emotivas, haciendo creíble una acción que, de otro modo, habría sido difícil de sostener en el contexto de modernidad que persigue la producción.

Cerrando el elenco, pero no por ello menos importante, hay que mencionar a la Real Orquesta Sinfónica de Sevilla, que en esta ocasión estuvo dirigida por Jacques Lacombe. Director y orquesta hicieron justicia a una partitura de gran desarrollo tímbrico y enorme potencia sonora, idónea para servir como marco excepcional de desarrollo para las voces. Lacombe compensó magistralmente los efectivos orquestales y supo imprimir a cada escena el dramatismo oportuno, con una interpretación que constituyó el colofón idóneo a una magnífica producción.

Gonzalo Roldán Herencia